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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

Maurice (5 page)

BOOK: Maurice
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—Supongo que sí, él no está. No era nada importante.

—Espera un segundo y me iré yo también. Estoy buscando la Sinfonía Patética.

Maurice examinó la habitación de Risley y se preguntó qué se habría dicho en ella, y después se sentó en la mesa y contempló a Durham. Era bajo —muy bajo—, de ademanes sencillos, y un rostro de facciones regulares, que había enrojecido ante la aparición de Maurice. En la residencia tenía reputación de inteligente y también de reservado. Casi lo único que Maurice había oído decir de él era que «salía demasiado», y este encuentro en Trinity lo confirmaba.

—No puedo encontrarla —dijo—. Lo siento.

—Bueno.

—Los cojo prestados para oírlos en la pianola de Fetherstonhaugh.

—Debajo de mi cuarto.

—¿Pero ya has pasado a la residencia, Hall?

—Sí, estoy empezando segundo.

—Oh sí, claro, yo estoy en tercero.

Hablaba sin arrogancia, y Maurice, olvidando el respeto debido a la veteranía dijo:

—Pareces más un novato que un veterano, no tengo más remedio que decirlo.

—Debe ser así, pero me siento ya como un licenciado. Maurice lo miró atentamente.

—Risley es un tipo sorprendente —continuó.

Maurice no replicó.

—Pero de todos modos hay algo en él que vale.

—Y a ti no te importa pedirle prestadas sus cosas.

El otro alzó de nuevo la vista.

—¿Crees que no debería hacerlo? —preguntó.

—Estoy sólo bromeando, hombre —dijo Maurice, deslizándose de la mesa—. ¿Has encontrado el cilindro ya?

—No.

—Es que yo tengo que irme.

No tenía prisa, pero su corazón, que no había dejado de latir apresuradamente, le impulsó a decir aquello.

—Bueno. Muy bien.

No era eso lo que Maurice había pretendido.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó avanzando.

—La Marcha de la Patética…

—Eso no significa nada para mí. Así que te gusta ese tipo de música.

—Sí.

—A mí me va mejor un buen vals.

—A mí también —dijo Durham, mirándole a los ojos.

Como regla, Maurice cedía, pero entonces mantuvo la mirada firme.

Durham dijo:

—La otra parte debe estar en la pila que hay sobre la ventana. Voy a mirar. No tardaré.

Maurice dijo resueltamente:

—Yo tengo que irme ya.

—Muy bien, yo me quedaré.

Abatido y solitario, Maurice salió. Las estrellas se habían borrado y la lluvia envolvía la noche. Pero mientras el portero buscaba las llaves del portón, oyó unas rápidas pisadas tras él.

—¿Encontraste tu Marcha?

—No, pensé que sería mejor irme contigo.

Maurice caminó unos cuantos pasos en silencio, después dijo:

—Trae, deja que te lleve algo.

—No te preocupes, lo llevo bien yo.

—Trae —dijo ásperamente, y, de un tirón, le arrancó los cilindros de debajo del brazo.

No hablaron nada más. Al llegar a su propio
college
fueron directamente a la habitación de Fetherstonhaugh, pues daba tiempo a oír un poco de música antes de las once. Durham se sentó junto a la pianola. Maurice se arrodilló a su lado.

—No sabía que te habías incorporado a la corriente estética, Hall —dijo el anfitrión.

—Yo no he hecho tal cosa… Sólo quiero oír lo que ellos manejan.

Durham comenzó, y desistió después diciendo que sería mejor empezar con el 5/4.

—¿Por qué?

—Está más próximo a los valses.

—Ah, no te preocupes por eso. Pon lo que te guste. No andes cambiando. Es perder el tiempo.

Pero no pudo salirse con la suya esta vez. Cuando fue a poner la mano sobre el aparato, Durham dijo:

—Te lo cargarás, déjame a mí. -—Y colocó el 5/4.

Maurice escuchó atentamente la música. No le disgustaba.

—Presta atención a este final —dijo Fetherstonhaugh, que estaba hurgando en el fuego—. Debes separarte de la máquina tanto como puedas.

—Eso creo… ¿Te importaría ponerlo otra vez si a Fetherstonhaugh no le molesta?

—Sí, ponlo, Durham. Está muy bien.

Durham se negó. Maurice se dio cuenta de que no era manejable. Dijo:

—Un movimiento no es como un fragmento separado, no se puede repetir.

Era una excusa incomprensible, pero aparentemente válida. Puso el Largo que era mucho más aburrido y después sonaron las once y Fetherstonhaugh les preparó té. Él y Durham estaban en el mismo curso, y hablaban de sus cosas, mientras Maurice escuchaba. Su nerviosismo no se había calmado un instante. Vio que Durham no sólo era listo, sino que tenía una inteligencia equilibrada y en orden. Sabía lo que quería leer, cuál era su punto flaco, y en qué medida podían ayudarle los profesores. No tenía ni la fe ciega en los tutores y en las clases que tenían Maurice y su grupo, ni el desprecio que les profesaba Fetherston-haugh. «Siempre se puede aprender algo de un hombre más viejo, aunque no haya leído a los últimos autores alemanes.» Hablaron un rato sobre Sófocles, y después, confidencialmente, Durham dijo que era una «pose», entre «nosotros los estudiantes», ignorarle y aconsejó a Fethers-tonhaugh que releyera el
Ayax
prestando atención a los personajes más que al autor; aprendería mucho así, tanto de la gramática como de la vida griega.

A Maurice le irritaba aquello. En parte había esperado que Durham quedara desequilibrado. Fetherstonhaugh era un gran personaje, tanto por su inteligencia como por su fuerza física, y tenía unas maneras bruscas y dominadoras. Pero Durham escuchaba impávido, rechazaba los errores y aprobaba el resto. ¿Qué podía hacer Maurice, que era todo errores? Un ramalazo de ira le recorrió. Levantándose bruscamente, dio las buenas noches, para lamentar su prisa tan pronto como se vio fuera del cuarto. Se decidió a esperar, no en la misma escalera, esto le parecía demasiado absurdo, sino en algún lugar entre el final de ésta y la habitación de Durham. Saliendo al patio localizó la última, y hasta llamó en la puerta, aunque sabía que el propietario estaba ausente, y mirando adentro observó los muebles y los cuadros a la luz del fuego de la chimenea. Después se colocó en una especie de puente en el patio. Desgraciadamente no era un puente real: sólo superaba una ligera depresión del terreno, que el arquitecto había intentado utilizar para producir un efecto. Permanecer allí era como sentirse en un estudio fotográfico, y el pretil era demasiado bajo para poder apoyarse en él. Silencioso, con la pipa en la boca, Maurice parecía totalmente natural, y esperaba que no lloviese.

Las luces estaban apagadas, salvo en la habitación de Fetherstonhaugh. Sonaron las doce, después de un cuarto. Podía haber estado esperando a Durham durante una hora. Entonces se oyó un ruido en la escalera, y la clara y pequeña figura salió del edificio con una bufanda enrollada al cuello y libros en la mano. Era el momento que había esperado, pero se vio de pronto alejándose. Durham iba a su habitación tras él. La oportunidad se perdía.

—Buenas noches —gritó; su voz surgió desacompasada y sorprendió a ambos.

—¿Quién es? Buenas noches, Hall. ¿Dando un paseo antes de ir a la cama?

—Es lo que suelo hacer. ¿Supongo que no querrás un poco más de té?

—No sé, quizás es un poco tarde para tomar un té. —Sin mucho entusiasmo, añadió—: ¿Quieres un poco de whisky?

—¿Tienes un trago? —exclamó Maurice.

—Sí… Ven. Lo guardo aquí: bajo el suelo.

—¡Ah, caramba!

Durham encendió la luz. El fuego estaba casi apagado ya. Le dijo a Maurice que se sentara y dispuso una mesita con vasos.

—Tú dirás.

—Gracias… Ya está, ya está.

—¿Con soda, o solo? —preguntó bostezando.

—Soda —dijo Maurice.

Pero era imposible prolongar la situación; el otro estaba cansado y le había invitado sólo por cortesía. Bebió y regresó a su propia habitación, se proveyó de tabaco suficiente y salió al patio de nuevo.

La calma era completa y la oscuridad también. Maurice paseó sobre la hierba sagrada, sin hacer el menor ruido, con el corazón iluminado. El resto de él cayó dormido poco a poco; primero su cerebro, su órgano más débil; después, gradualmente, su cuerpo todo, y entonces sus pies le llevaron escaleras arriba para escapar del alba. Pero su corazón se había encendido para no apagarse nunca más, y al fin una cosa en él era real.

A la mañana siguiente estaba más tranquilo. Por una parte había cogido un catarro, pues la lluvia le había empapado sin que se diera cuenta, y por otra, se había dormido hasta el punto de perder el oficio religioso y dos clases. Era imposible poner orden en su vida. Después de comer se cambió para jugar al fútbol y, viendo que le quedaba tiempo, se echó en un sofá para dormir hasta el té. Pero no tenía hambre. Rechazando una invitación, salió a pasear por el pueblo, y, pasando frente a unos baños turcos, entró a tomar uno. El baño le curó el catarro, pero hizo que llegara tarde a otra clase. Cuando llegó la cena, no se sintió capaz de enfrentarse al grupo de antiguos sunningtonianos, y, aunque no se había despedido, se fue y cenó solo en la Unión. Vio a Risley allí, pero sintió indiferencia. Después llegó de nuevo el anochecer y Maurice advirtió con sorpresa que tenía la cabeza muy despejada, y pudo hacer el trabajo de seis horas en tres. Se fue a la cama a la hora habitual, y despertó sintiéndose físicamente bien y muy feliz. Algún instinto, profundamente enterrado en su conciencia, le había aconsejado dejar descansar durante veinticuatro horas a Durham y sus cavilaciones sobre él.

Comenzaron a verse más a menudo. Durham le convidó a comer, y Maurice correspondió, pero no inmediatamente. Se había puesto en funcionamiento un mecanismo de precaución ajeno a su naturaleza. Siempre había sido un poco cauto, pero ahora se trataba de algo en gran escala. Pasó a estar alerta, y todas sus acciones durante aquel trimestre podrían describirse en el lenguaje de la guerra. No se aventuraría a una zona comprometida. Espió la debilidad de Durham tanto como su fuerza. Y sobre todo, ejercitó y purificó sus energías.

Si le obligasen a preguntarse a sí mismo, ¿qué es todo esto?, se habría respondido: «Durham es algo semejante a aquellos muchachos por los que me sentía interesado en el colegio.» Pero no estaba obligado a responder a nadie y se limitaba a continuar avanzando con su boca y su mente mudas. Los días iban deslizándose con sus contradicciones hacia el abismo, y él se daba cuenta de que estaba ganando terreno. Ninguna otra cosa importaba. Si estudiaba bien y era socialmente agradable, se trataba sólo de un subproducto, al que no consagraba el menor interés. Ascender, extender una mano hacia la cima de la montaña hasta que otra la tomase, era el fin para el que había nacido. Olvidó la histeria de su primera noche y su extraña reacción. Fueron etapas que ocultó en su interior. Ni siquiera pensaba en la ternura y en la emoción; la frialdad seguía presidiendo sus cavilaciones sobre Durham. Desde luego estaba seguro de no resultar desagradable a Durham. Y en realidad esto era todo lo que quería. Cada cosa a su tiempo. No se concedía el optimismo de tener esperanzas, pues las esperanzas distraen y él tenía muchas cosas a las que estar atento.

VII

Al curso siguiente intimaron en seguida.

—Hall, estuve a punto de escribirte una carta en vacaciones —dijo Durham zambulléndose en la conversación.

—¿Ah, sí?

—Pero hubiese sido un rollo. Han sido unas vacaciones espantosas…

El tono no era muy serio, y Maurice dijo:

—¿Qué te pasó? ¿No pudiste con el pastel de Navidad?

En seguida se vio que el pastel era alegórico; había sido una gran riña familiar.

—No sé lo que dirás… pero me gustaría saber tu opinión sobre lo sucedido, si no te importa.

—En absoluto —dijo Maurice.

—Tuvimos una pelea por la cuestión religiosa.

En aquel momento fueron interrumpidos por Chapman.

—Lo siento, estamos hablando —le dijo Maurice.

Chapman se fue.

—No necesitabas hacer eso, podíamos hablar de mi problema en cualquier momento —protestó Durham.

Y continuó hablando con más entusiasmo.

—Hall, no me gustaría incomodarte por mis creencias, o más bien por mi ausencia de ellas, pero para explicar la situación debo decirte que soy heterodoxo. No soy cristiano.

Maurice pensaba que la heterodoxia era algo incorrecto y había afirmado en el curso anterior, durante un debate, que si un hombre tenía dudas debía tener la consideración de guardárselas para sí. Pero a Durham únicamente le dijo que se trataba de una cuestión difícil y muy amplia.

—Ya lo sé… No es eso. Prescinde de ello. —Miró un momento al fuego—. El problema es cómo se lo tomó mi madre. Se lo dije hace seis meses, en el verano, y no se preocupó. Hizo un comentario estúpido, como acostumbra, pero nada más. La cosa pasó sin más problemas. Yo estaba agradecido, pues aquel problema me había torturado durante años. Dejé de creer cuando descubrí algo que me hizo mejor, me hizo sentirme como un niño, y cuando conocí a Risley y a su grupo, me pareció imperativo decirlo. Ya sabes lo que ellos insisten en eso… Según ellos, es realmente lo más importante. Así que se lo dije. Ella contestó: «Bueno, ya te harás mas sensato cuando tengas mis años.» Era la reacción más suave que podía imaginarse, y quedé muy satisfecho. Pero ahora todo volvió a plantearse de nuevo.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Por la Navidad. Yo no quería comulgar. Y se supone que uno debe comulgar tres veces al año…

—Sí, ya lo sé. La Sagrada Comunión.

—… y en Navidad se planteó el problema. Yo dije que no quería. Mamá me acosó de un modo totalmente impropio de ella, pidiéndome que lo hiciera por complacerla. Después se enfureció, y me dijo que estaba dañando mi reputación, además de la suya. Somos los señores de la localidad y la gente allí está bastante atrasada. Pero lo que no pude soportar fue el final. Me dijo que era un malvado. Yo podría haberla respetado si me hubiese dicho aquello seis meses antes, ¡pero no entonces! Lo que no podía hacer era acudir entonces a sagradas palabras como maldad y bondad para obligarme a hacer una cosa en la que no creía. Le dije que yo tenía mis propias comuniones. «¡Si la recibiese como recibís tú y las chicas las vuestras, mis dioses me matarían!» Supongo que fue demasiado fuerte.

Maurice, que no había entendido bien, dijo:

—¿Así que fuiste?

—¿Adonde?

—A la iglesia.

Durham saltó. En su rostro se pintó el disgusto. Después se mordió el labio y comenzó a sonreír.

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