—¿No sabría callar lo que Gary se calla desde hace mucho tiempo? ¿Tan débil te parezco? Mira lo que me ha ayudado que tú supieses lo del libro…
—Yo no necesito ayuda ninguna, vivo con ello desde muy pequeña. He sido educada en el secreto. Forma parte de mi naturaleza…
—Hace ocho años que te conozco. Nadie ha venido nunca a ponerme un cuchillo en la garganta haciéndome preguntas sobre ti.
—Es cierto…
—Entonces…
—No. No insistas.
Siguieron caminando sin decir nada. Joséphine pasó el brazo bajo el de Shirley y se apoyó en el hombro de su amiga.
—¿Por qué me dijiste antes que eras inmensamente rica?
—¿Te dije eso?
—Sí. Te propuse ayudarte si tenías problemas de dinero y me dijiste «calla, si soy inmensamente rica»…
—Ves, Joséphine, cómo las palabras pueden ser peligrosas en cuanto se intima, en cuanto nos relajamos… Contigo no tengo cuidado, y las palabras caen como las piezas de tu rompecabezas. Un día, descubrirás la verdad tú sólita… ¡en el lavabo del Palace!
Se echaron a reír.
—A partir de ahora no voy a frecuentar más que lavabos. Serán mis posos de café. Lavabo, hermoso lavabo, dime ¿quién es esta mujer a la que amo con locura y que juega a los misterios?
Shirley no respondió. Joséphine pensó en lo que acababa de decir sobre las palabras que se escapan y traicionan. El otro día, sin que supiese por qué, la atención de Philippe la había turbado. «Y, si soy honesta conmigo misma, me gustó esa ternura en su voz». Había colgado, sorprendida por la emoción en la que se había sumergido. Sólo de pensarlo de nuevo, sentía cómo se ruborizaba.
En el ascensor, bajo la luz mortecina del techo, Shirley le preguntó: «¿En qué piensas, Joséphine?», ella sacudió la cabeza y dijo «en nada». Sobre el descansillo, ante la puerta de Shirley, un hombre vestido completamente de negro estaba sentado sobre el felpudo. Las vio llegar y no se levantó.
«Oh! My God»
!, susurró Shirley. Después, volviéndose hacia Jo, le dijo:
—Pon cara de que no pasa nada y sigue sonriendo. Puedes hablar, no entiende el francés. ¿Puedes quedarte con mi hijo esta tarde y esta noche?
—No hay problema…
—¿Puedes también procurar que no llame a mi casa, que vaya directamente a la tuya? Ese hombre no debe saber que vive aquí conmigo, cree que está interno.
—De acuerdo…
—Seré yo la que iré a verte cuando se haya ido, pero hasta entonces, cuida de él. Prohíbele que ponga los pies en casa.
La besó, la estrechó el hombro, se dirigió hacia el hombre, todavía sentado, y soltó desenvuelta:
Hi, Jack, why don't you come in?
[19]
Gary comprendió enseguida cuando Jo mencionó al hombre de negro.
—Tengo mi mochila, mañana iré directamente al instituto, dile a mamá que no se preocupe, sé defenderme.
Durante la cena, Zoé, intrigada, estuvo haciendo preguntas. Había vuelto antes que Gary y Hortense y había visto al hombre de negro sobre el felpudo.
—¿Ese señor es tu papá?
—¡Zoé, cállate! —la cortó Jo.
—¡Pero puedo preguntarle si es su papá o no!
—No tiene ganas de hablar de ello. Ya lo ves… No le molestes.
Zoé se metió un trozo de
gratín dauphinois
en la boca, lo masticó con la punta de los dientes y después posó el tenedor con expresión triste.
—Pues yo a mi papá le echo muchísimo de menos… Me gustaba más cuando estaba aquí. No tiene gracia vivir sin papá.
—¡Zoé, qué pesada eres! —exclamó Hortense.
—Siempre tengo miedo de que le coman los cocodrilos. Son malos…
—No te comieron este verano —contestó Hortense irritada.
—No, pero tuve mucho cuidado.
—Pues bien, piensa que papá tiene mucho cuidado también.
—A veces, se distrae. A veces, pasa mucho tiempo mirándoles a los ojos. Dice que intenta leerles el pensamiento.
—¡Qué tonterías dices!
Hortense se volvió a Gary y le preguntó si no quería sacarse algo de dinero desfilando.
—En Dior están buscando adolescentes altos, románticos, guapos, para presentar su colección.
Iris le había preguntado si no tenía amigos que pudiesen estar interesados.
—Me habló de ti… ¿Te acuerdas cuando fuimos a verla al estudio Pin-up? Le pareció que eras muy guapo…
—No sé si realmente me apetece —dijo Gary—. No me gusta que me toquen el pelo y que me vistan.
—¡Sería guay! Yo iría contigo.
—No, gracias, Hortense. Pero me gustó ver la sesión de fotos con Iris. A mí, lo que me gustaría sería convertirme en fotógrafo.
—Podemos volver si quieres. Se lo pediré…
Habían terminado de cenar. Joséphine retiró la mesa, Gary puso los platos en el lavavajillas, Hortense pasó un trapo por la mesa, mientras Zoé, con los ojos llenos de lágrimas, gimoteaba «quiero a mi papá, quiero a mi papá». Joséphine la tomó en sus brazos y la llevó a su cama fingiendo quejarse de lo pesada que era, tan alta, tan guapa que parecía que llevase una estrella entre sus brazos. Zoé se frotó los ojos y preguntó:
—¿Crees realmente, mamá, que soy guapa?
—Pues claro, mi amor, a veces cuando te miro me pregunto ¿quién es esa chica tan guapa que vive aquí?
—¿Tan guapa como Hortense?
—Tan guapa como Hortense. Tan distinguida como Hortense, tan atractiva como Hortense. La única diferencia es que Hortense lo sabe y tú no lo sabes. Tú te crees que eres un pequeño patito feo. ¿Me equivoco?
—Es difícil ser pequeña cuando se tiene una hermana mayor.
Suspiró, giró la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.
—Mamá, ¿puedo no lavarme los dientes esta noche?
—Bueno, pero es algo excepcional…
—Estoy tan cansada…
Al día siguiente, al final de la mañana, Shirley llamó a la puerta de Joséphine.
—He conseguido convencerle de que se vaya. Ha sido difícil, pero se ha ido. Le he dicho que no debía volver aquí, que había un tipo de la policía secreta que vivía en el edificio…
—¿Y te ha creído?
—Eso creo. Joséphine, he tomado una decisión esta noche. Me voy… Estamos a finales de noviembre, no va a volver enseguida, pero tengo que marcharme… Me voy a refugiar en Mosquito.
—¿Mosquito? La isla de los multimillonarios, la de Mick Jagger y la princesa Margarita…
—Sí. Tengo una casa allí… Allí no irá. Después, ya veré, pero lo que es seguro es que ya no puedo vivir aquí.
—¡Vas a mudarte! ¿Me vas a abandonar?
—Tú también querías mudarte, acuérdate.
—Era Hortense. No yo…
—¿Sabes lo que vamos a hacer? Vamos a ir todos a Mosquito en las vacaciones de Navidad, y yo me quedaré allí. Gary volverá contigo, hasta que acabe el curso y pase la selectividad. Sería un error que interrumpiese sus estudios, está tan cerca del final. ¿Podrás acogerlo?
Joséphine asintió con la cabeza.
—Haría lo que fuera por ti.
Shirley le tomó la mano y la estrechó.
—Después, ya veré… Nos mudaremos de nuevo. Estoy acostumbrada…
—¿No puedes decirme todavía lo que pasa?
—Te lo diré en Mosquito, en Navidad… Allí me sentiré más segura.
—No estarás en peligro, ¿verdad?
Shirley esbozó una débil sonrisa cansada.
—Por el momento, no, estoy bien.
* * *
Marcel Grobz se frotaba las manos. Todo iba sobre ruedas. Había agrandado su imperio comprando a los hermanos Zang, dejando en la estacada a los alemanes, a los ingleses, a los italianos y a los españoles que intentaban hacer lo mismo. Su jugada maestra había funcionado, y se había quedado con todas las fichas de la mesa. Ahora controlaba todos los botones. Había conseguido excluir a Henriette de sus negocios y acababa de alquilar un gran piso, justo al lado del trabajo, para instalar a Josiane y Júnior. En un hermoso edificio con conserje, interfono, techos altos, parqués encerados tipo Versalles y chimeneas con entrepaño. Sólo buen ganado: barones, baronesas, un primer ministro, un académico y la querida de un conocido empresario. Tenía confianza. Josiane iba a volver. Todo sobre ruedas, sobre ruedas. Por la mañana, cuando llegaba al despacho, subía las escaleras de puntillas, avanzaba muy despacio, metía la cabeza y se decía: va a estar allí mi costillita. Con su vientre abombado y su pelo rubio pajizo. Sentada detrás de la mesa, el teléfono bloqueado en su cuello, me va a decir el señor fulano ha llamado y el señor mengano espera su pedido, ¡mueve el culo, Marcel, mueve el culo! Y yo, no diré nada, meteré la mano en el bolsillo y dejaré sobre su mesa las llaves del piso completamente remodelado para que vaya a esperarme. Que se relaje, que se repanchingue, que devore costillas de buey y piernas de cordero para que Júnior sea un bebé gordito y mofletudo, berreón, fuerte como las dos piernas de un zuavo. Que se pase el día en la gran cama de nuestra habitación comiendo fruta escarchada, salmón bien graso y judías verdes por lo de la clorofila. En la habitación no faltan más que las cortinas… Voy a pedirle a Ginette que se encargue de ello.
Subía la escalera ligero y fresco. Había vuelto a su entrenamiento y se sentía vigoroso, como un pececillo de arroyo de montaña. Y voy a saltar encima de ella, rodearla con mis brazos, relamerla, a ponerla guapa, a masajearle los dedos de los pies, a empolvarla, a…
Allí estaba. Solemne detrás de su mesa. El vientre apuntando hacia delante. La mirada aguda.
—¿Qué tal andas, Marcel?
El balbuceó:
—¿Estás aquí? ¿Eres tú?
—La Virgen María en persona y su querubín bien calentito en mi vientre…
El se dejó caer a sus pies, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y murmuró:
—Estás aquí… Has vuelto…
Ella puso la mano sobre su cabeza, respiró el olor de su agua de colonia.
—Te he echado de menos, sabes Marcel.
—¡Oh, bomboncito! Si supieras…
—Lo sé. Me crucé con Chaval en el bar de Casa George…
Se le contó todo: su fuga en un hotel de lujo, su mes y medio comiendo los platos más caros de la carta, la gran cama mullida, la habitación con una moqueta tan gruesa que no necesitaba llevar zapatillas, el servicio de habitaciones y los sirvientes, decenas de sirvientes que se alineaban en cuanto ella pulsaba un botón dorado.
—Está bien el lujo, Marcel. Está bien, pero, al cabo de un rato, una se cansa. Siempre igual, siempre excelente, todo tan suave. Si quieres mi opinión, está falto de asperezas, y comprendo que los ricachones estén mustios… Entonces, un día que subía a mi camarote de quinientos euros la noche, vi a Chaval agarrado a la barra del bar, completamente derrumbado por la pequeña Hortense, que le vuelve tarumba; me contó todo lo de tu golpe, ¡y lo entendí todo! Las precauciones que tomabas con la Escoba, conmigo, con mi situación… Comprendí, gordito, que me amabas, que estabas montándole un imperio a Júnior. El corazón me dio un vuelco y me dije: «Voy a ir a ver a Marcel…».
—¡Oh, bomboncito! ¡Te he esperado tanto! Si tú supieras…
Josiane se repuso y soltó:
—La única cosa que me da rabia es que no hayas confiado en mí, que no me hayas soltado la información…
Marcel iba a responder, y ella le tapó la boca con su manita rosada y regordeta.
—¿Es por culpa de Chaval? ¿Tenías miedo de que me fuera de la lengua?
Marcel suspiró:
—Sí, lo siento, bomboncito, habría tenido que confiar pero, en este punto me atasqué.
—No importa. Lo borramos todo. Empezamos de cero. Pero ya no vuelvas a desconfiar de mí…
—Nunca más.
Se levantó, buscó en su bolsillo y exhibió el manojo de llaves del piso.
—Es para nosotros. Está todo decorado, arreglado, emperifollado. Faltan las cortinas de la habitación… No me decidía con el color, no quería producirte una urticaria con colores arriesgados…
Josiane agarró las llaves y las contó.
—Qué llaves tan bonitas, bien pesadas, bien gruesas… ¡Las llaves del paraíso! ¿Dónde está plantada?
—Aquí al lado. Así, no tendré que andar mucho tiempo para ir a mimarte, arrullarte y vigilar el progreso del pequeño…
Posó la mano sobre el vientre de Josiane y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Ya se mueve?
—Como un escapado del Tour de Francia. Espera un poco y te va a dar un golpe de pedal que te romperá el puño. ¡Es un marrullero!
—Como su padre —se pavoneó Marcel mientras masajeaba el vientre redondo con la esperanza de que Júnior despertase. ¿Puedo hablarle?
—Es hasta recomendable. Primero preséntate. He estado bastante tiempo cabreada, no le he hablado mucho de ti.
—¡Oh! No le habrás hablando mal de mí, espero…
—No. He evitado el tema pero estaba muy sulfurada por dentro, y ya sabes cómo son los niños: lo sienten todo. Así que vais a tener que hacer las paces…
Ginette, que entraba en el despacho, asistió entonces a una escena desconcertante: Marcel a los pies de Josiane y hablando con su vientre.
—Soy yo, Júnior, soy papá…
Su voz se apagó y se derrumbó, sacudido por los sollozos.
—¡Ay, joder! Hace treinta años que espero esto, ¡treinta años! ¿Que si voy a hablarte, Júnior? ¡Voy a marearte hasta que no puedas más! Josiane, si supieras, soy el hombre más feliz…
Josiane hizo una seña a Ginette para que volviese más tarde. Lo que hizo sin problemas, dejando a los dos padres ñoños a solas con su reencuentro.
* * *
Joséphine había cambiado de biblioteca. Eso le complicaba un poco la vida pero se resignaba. Al menos, no corría el riesgo de encontrarse frente a frente con Luca, el bello indiferente. Así es como le llamaba cuando venía a inmiscuirse en sus pensamientos. Merecía la pena cambiar dos veces de línea de autobús, esperar maldiciendo a que el 174 sucediese al 163 y volver más tarde a su casa.
Estaba, pues, de pie en el 174, embutida entre un carrito de niño cuya asa se le clavaba en la tripa y una africana en bubú que estaba pisándola cuando sonó su teléfono. Metió la mano en su bolso y descolgó.
—¿Joséphine? Soy Luca…
Ella se quedó muda.
—¿Joséphine?
—Sí —balbuceó.
—Soy yo, Luca. ¿Dónde está?
—En el 174…
—Joséphine, tengo que hablar con usted.
—No creo que…
—Bájese en la próxima parada, la estaré esperando…
—Pero…
—Tengo algo muy importante que decirle. Ya le explicaré. ¿Cuál es el nombre de la parada?
Ella susurró Henri-Barbusse.