Al día siguiente, comía con Bérengère.
—No tienes muy buen aspecto…
—Debería ponerme a escribir de nuevo, y estoy angustiada…
—Hay que reconocer que, para un primer intento, fue un golpe maestro. Conseguirlo una segunda vez no debe de ser fácil.
—Gracias por animarme —cortó Iris—. Debería comer más a menudo contigo, me subiría la moral.
—Escúchame, acabas de pasar tres meses en los que no se ha hablado más que de ti, en los que has estado por todos lados, es normal que te deprima un poco la idea de encerrarte de nuevo.
—Me gustaría que durase siempre…
—¡Pero si dura! Cuando hemos entrado en el restaurante, he oído a gente murmurar «es ella, Iris Dupin, ya sabes, la que acaba de escribir ese libro…».
—¿De verdad?
—Te lo prometo.
—Sí, pero se acabará…
—No. Porque vas a escribir otro.
—¡Es tan duro! Lleva su tiempo…
—¡O haz alguna locura! Te suicidas y…
Iris hizo una mueca.
—Te ocupas de los pequeños leprosos de Papúa Nueva Guinea…
—¡Muchas gracias!
—Das tu nombre a una rosa…
—¡Ni siquiera sé cómo se hace!
—Te dejas ver con un jovencito… Mira Demi Moore, ya no hace ninguna película, pero se habla de ella gracias a la juventud de su pareja.
—No conozco ninguno. Los amigos de Alexandre son demasiado jóvenes… Y, además, está Philippe, ¡no lo olvidemos!
—Le explicas que no es más que publicidad para el próximo libro. Lo entenderá. Tu marido lo entiende todo…
Les trajeron sus platos e Iris bajó los ojos ante la comida, asqueada.
—¡Come! Te vas a volver anoréxica.
—¡Es mejor para la tele! Con la imagen se ganan kilos, vale más que esté flaca.
—Iris, escúchame, te vas a volver loca… Olvida todo eso. Ponte a escribir, en mi opinión, es lo mejor que sabes hacer.
Tiene razón, tiene razón. Tengo que insistirle a Joséphine. Se resiste a escribir un segundo libro. Cuando le hablo, se pone tensa. El próximo sábado, me autoinvito a comer en su lejano extrarradio, le comento y me llevo a Hortense de compras conmigo…
* * *
—¡No, Iris, no insistas! ¡No lo volveré a hacer!
Estaban las dos en la cocina. Joséphine preparaba la cena. Había acogido a Gary y tenía la impresión de tener que alimentar a un ogro.
—Pero ¿por qué? ¿No te ha cambiado la vida ese primer libro?
—Sí… Y no tienes idea de hasta qué punto.
—¿Entonces?
—Entonces, no.
—Formamos un equipo formidable las dos. Ahora estoy lanzada, tengo un nombre, una reputación, sólo hay que seguir alimentando a la máquina. Tú escribes, yo vendo, tú escribes, yo vendo, tú escribes…
—¡Para! —gritó Joséphine tapándose los oídos—. No soy una máquina.
—No lo entiendo. Hemos hecho lo más difícil, nos hemos hecho con un nombre y tú te echas atrás…
—Tengo ganas de escribir para mí…
—¿Para ti? ¡Pero si no venderás ni uno!
—Muchas gracias.
—No es lo que quería decir. Perdóname… Venderás mucho, mucho menos. ¿Sabes en cuánto estamos con
Una reina tan humilde?
Cifras auténticas, no esas cifras imaginarias que se ponen en las fajas de publicidad…
—Ni idea.
—¡Ciento cincuenta mil en tres meses! Y sigue, Jo, sigue. ¿Y tú quieres parar eso?
—No puedo. Es como si hubiese traído al mundo a un hijo, con el que me cruzo en la calle y no lo reconozco.
—¡Ya estamos! No te ha gustado que me cortara el pelo en directo, que salga en todos los periódicos, que responda a entrevistas idiotas… Pero así es el juego, Jo, ¡es lo que hay que hacer!
—Quizás… Pero no me gusta. Me apetece actuar de otro modo.
—¿Tú sabes cuánto vas a ganar con esta historia?
—Cincuenta mil euros…
—¡No tienes ni idea! ¡Diez veces más!
Joséphine soltó un grito de horror y se cubrió la boca con su mano libre.
—Pero ¡es horrible! ¿Y yo qué voy a hacer?
—Lo que quieras, me da completamente igual…
—¿Y los impuestos? ¿Quién va a pagar los impuestos de esa suma?
—Existe una ley para los escritores. Pueden dividir sus ganancias en cinco años. Es menos sangrante. Engrosará los impuestos de Philippe, ni siquiera se dará cuenta.
—¡No puedo dejarle pagar impuestos de algo que gano yo!
—¿Por qué no? Ya te he dicho que ni siquiera se dará cuenta.
—¡Oh! no… —gimió Joséphine—. Es horrible, no podría.
—Sí que podrás, porque hemos hecho un pacto y tú vas a cumplirlo. Lo último que debe pasar es que Philippe se entere de algo. Además, estamos en horas bajas, así que no es el momento de soltarle toda la historia. Joséphine, piensa en mí, te lo suplico… ¿Quieres que me ponga de rodillas?
Joséphine se encogió de hombros y no respondió.
—Pásame la nata, voy a poner un montón. Un chico de un metro noventa ¡ni te cuento lo que come! Lleno el frigo, lo vacía, lo vuelvo a llenar, ¡lo vuelve a vaciar!
Iris le tendió el bote de nata con una mueca de niña suplicante.
—Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que…
—No insistas, Iris. La respuesta es no.
—Sólo uno más, Jo, después me las arreglaré. Aprenderé a escribir, observaré cómo lo haces, trabajaré contigo… ¿Cuánto te va a llevar? ¡Seis meses de tu vida y eso me salvará a mí!
—No, Iris.
—¡Eres realmente ingrata! No me he quedado nada para mí, te he dado todo, tu vida ha cambiado completamente, tú has cambiado completamente…
—¡Ah! ¿Tú también te has dado cuenta?
Hortense asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—¿Nos vamos, Iris? Me queda trabajo por hacer esta noche… No querría volver demasiado tarde.
Iris miró una última vez a Joséphine juntando las manos en ferviente plegaria, pero Joséphine sacudió la cabeza con firmeza.
—¿Sabes qué? —dijo Iris levantándose—. Eres realmente mala…
Ahora la culpabilidad, se dijo Joséphine. Quiere que me sienta culpable. Lo habrá intentado todo. Se secó las manos en el delantal, decidió añadir un paquete de lonchas de beicon en la quiche y la metió en el horno. Me relaja cocinar. Las pequeñas cosas de la vida me relajan. Es lo que le falta a Iris. Sólo coge de la vida las cosas artificiales, sin raíces, y así, a la menor contrariedad, se viene abajo. Debería más bien de enseñarle a hacer una quiche. Eso detendría el remolino que tiene en su cabeza.
Miró por la ventana de la cocina a su hermana y a su hija montar en el coche de Iris.
—¿Pasa algo con mamá? —preguntó Hortense a su tía mientras se ajustaba el cinturón de seguridad en el Smart.
—Le he pedido que me eche una mano para mi próximo libro, pero no quiere ayudarme…
En la cabeza de Iris surgió una idea y preguntó:
—¿Tú no podrías convencerla? Te quiere tanto. Si se lo pides, quizás te diga que sí…
—De acuerdo, hablaré con ella esta noche.
Hortense verificó que su cinturón estaba bien puesto, que no arrugaba su blusa Equipement recién estrenada, y después volvió a dirigirse a su tía.
—Pues debería ayudarte. ¡Después de todo lo que has hecho por ella y por nosotros desde siempre!
Iris suspiró y puso cara de víctima afligida.
—Ya sabes, cuanto más se ayuda a la gente, menos te lo agradecen.
—¿Adónde vamos de compras?
—No sé: ¿a Prada? ¿A Miu Miu? ¿A Colette?
—¿Qué es lo que quieres, exactamente?
—Tengo que hacerme unas fotos para
Gala
el martes que viene y me gustaría estar a la vez rompedora, elegantísima y muy clásica.
Hortense reflexionó y declaró:
—Vamos a Galeries Lafayette. Tienen toda una planta dedicada a los nuevos creadores. Yo voy a menudo. Es interesante. ¿Puedo asistir a la sesión de fotos el martes? Nunca se sabe, podría conocer a periodistas de moda…
—No hay problema.
—¿Puedo llevarme a Gary? Así me lleva en moto…
—De acuerdo. Dejaré vuestros nombres en la entrada del estudio.
Por la noche, cuando Hortense volvió a casa, cargada de paquetes con vestidos que su tía le había comprado en agradecimiento por haberle consagrado toda la tarde, preguntó a su madre por qué no quería echar una mano a Iris.
—Nos ha ayudado tanto estos últimos años.
—Eso no te concierne, Hortense. Es un problema entre Iris y yo…
—Pero, bueno, mamá… Por una vez que puedes hacerle un favor.
—Hortense, te repito que no es cosa tuya. Venga, ¡a la mesa! Llama a Gary y a Zoé.
No volvieron a tocar el tema y fueron a acostarse después de cenar. Hortense se había sorprendido del tono firme de su madre. Le había cerrado la boca con su seguridad. Una autoridad nueva, tranquila. Eso es nuevo, se dijo mientras se desnudaba. Estaba colgando en perchas los vestidos que su tía le había comprado, cuando le sonó el móvil. Se tumbó en la cama y respondió, en inglés, con una gracia lánguida que alertó a Zoé, en plena batalla por ponerse el pijama sin quitar los botones de la chaqueta. Cuando Hortense colgó y posó su móvil sobre su mesita de noche, Zoé preguntó:
—¿Quién es? ¿Un inglés?
—Nunca lo adivinarías —respondió Hortense, estirándose sobre su cama presa de una voluptuosidad desconocida.
Zoé la miró con la boca abierta.
—Dímelo. No diré nada. ¡Te lo prometo!
—No. Eres demasiado pequeña, te vas a chivar.
—¡Si me lo dices, te diré a cambio un secreto terrible! Un auténtico secreto de personas mayores.
Hortense miró a su hermana. Tenía el semblante serio, sus ojos parecían hipnotizados por la importancia de la revelación.
—¿Un auténtico secreto? ¿No una chorrada?
—Un secreto auténtico…
—Era Mick Jagger…
—¿El cantante? ¿El de los Rolling Stones?
—Lo conocí en Mosquito y hemos… simpatizado.
—Pero si es viejo, bajito, arrugado, delgaducho, con una boca enorme…
—¡Me gusta! ¡Me gusta mucho, incluso!
—¿Vas a volverlo a ver?
—Todavía no lo sé. Hablamos por teléfono. A menudo…
—¿Y el otro? Ese que llama todo el tiempo cuando duermo.
—¿Chaval? Se acabó… ¡Qué tío más pegajoso! Lloraba sobre mis rodillas y me llenaba de babas. ¡Qué tío más pesado!
—¡Guauuu! —dijo Zoé admirativa—. Sí que cambias deprisa.
—Hay que cambiar en la vida, conservar sólo lo que te interesa y que puede servirte. Si no, pierdes el tiempo… Bueno, ¿y tu secreto?
Su boca formaba una curva desdeñosa, como si el secreto de su hermana no llegara al tobillo de Mick Jagger.
—Te lo voy a decir… Pero prométeme que no se lo dirás a nadie.
—¡Te lo juro!
Hortense extendió la mano y escupió en el suelo.
—Yo sé por qué mamá no quiere ayudar a Iris a escribir el libro…
Hortense levantó una ceja extrañada.
—¿Tú sabes eso?
—Sí, lo sé…
Zoé se sentía importante. Tenía ganas de prolongar el suspense.
—¿Y cómo lo sabes?
Ante la cara extrañada y amable de su hermana, no se contuvo más tiempo y contó cómo se había encontrado encerrada en un ropero con Alexandre y lo que habían escuchado.
—Philippe decía a un señor que había sido mamá la que había escrito el libro…
—¿Estás segura?
—Sí.
—Entonces —concluyó Hortense—, por eso Iris insiste tanto a mamá. No quiere que le ayude, ¡quiere que le escriba el libro entero!
—Porque no escribió el primero. Fue mamá la que lo escribió. Mamá vale mucho, ¡vale muchísimo!
—Entonces, ahora lo entiendo mejor… Gracias, Zoíta.
Zoé se dobló de placer y lanzó una mirada de devoción a su hermana. ¡La había llamado Zoíta! Eso no pasaba muy a menudo. Normalmente la trataba con brusquedad, la empujaba, la llamaba bebé. Esa noche, la había tomado en serio. Zoé se acostó y se durmió sonriendo.
—Me gusta cuando eres así, Hortense…
—Duerme, Zoíta, duerme…
Hortense, en su cama, reflexionaba. La vida era apasionante. Mick Jagger la perseguía por teléfono, su madre resultaba ser una autora de éxito, su tía no podía dar un paso sin ella, el dinero iba a correr a chorros… A finales de curso pasaría la selectividad. Tendría que sacar una mención de honor para entrar en una buena escuela de diseño. En París o en Londres. Se había informado. Ya vería. Aprender para conseguir. No depender de nadie. Embrujar a los hombres para trazarse un camino. Tener dinero. La vida era simple cuando se aplicaban las buenas recetas. Asistía, afligida, a las dudas de sus compañeras de clase que perdían el tiempo intentando saber si un gigante lleno de granos había reparado en su existencia. Ella, en cambio, marcaba el camino. Chaval había perdido toda su dignidad y Mick Jagger la perseguía. Su madre iba a ganar mucho dinero… con la condición de que ingresara los derechos del libro. ¡Tendría que hacer lo posible para que no la timaran! ¿Cómo puedo hacerlo? ¿A quién podría pedir consejo?
Ya lo encontraría.
No era tan difícil, después de todo, hacerse un sitio en la vida. Bastaba con organizarse. No perder el tiempo con historias de amor. No enternecerse. Largar a Chaval, que ya no servía para nada, y hacer creer a un viejo roquero que era su príncipe azul. ¡Los hombres son tan vanidosos! Sus ojos se entornaron en la oscuridad de la habitación. Tomó su posición favorita para dormir: el brazo a lo largo del cuerpo, la cabeza recta, las piernas juntas en una larga cola de sirena. O de cocodrilo. Siempre le habían gustado los cocodrilos. Nunca le habían dado miedo. Los respetaba. Pensó un instante en su padre. ¡Cómo había cambiado la vida desde que se fue! Pobre papá, suspiró, cerrando los ojos. Bueno, se dijo recuperándose, no debo preocuparme por su suerte. ¡También le irá bien!
Mientras tanto, la vida se presentaba bajo los mejores auspicios.
* * *
Philippe Dupin consultó su agenda de citas y vio que Joséphine estaba inscrita a las quince treinta horas. Llamó a su secretaria y le preguntó si sabía de qué se trataba.
—Llamó y pidió una cita oficial… Insistió para tener tiempo. ¿He hecho bien?
Murmuró: sí, sí y colgó intrigado.
Cuando Joséphine entró en el despacho, quedó impresionado. Bronceada, más rubia, más delgada, había rejuvenecido y sobre todo, sobre todo, parecía sentirse liberada de un peso interior. Ya no avanzaba con la mirada gacha, los hombros encogidos, pidiendo perdón por existir, entró en su despacho sonriendo, le besó y fue a sentarse frente a él.