—Yo tampoco —afirmó Gary—. Y, además, ese maquillaje, ¡puaj!
—¡Pues a mí me encanta! Te miman, te ponen guapa, guapa, guapa… —gritó Iris estirándose—. En todo caso, bravo por tus compras, cariño, ha sido sublime.
Volvieron al plato donde los encargados de la iluminación guardaban los focos, los cables y los enchufes. Iris llevó a la redactora y al fotógrafo a un aparte y les invitó al Raphael.
—Me encanta el bar de ese hotel. ¿Venís con nosotros? —propuso a Hortense y a Gary.
Hortense miró su reloj, declaró que no se quedarían mucho tiempo: tenían que volver a Courbevoie.
Se encaminaron todos hacia el Raphael. La redactora previno al fotógrafo:
—No guardes tu equipo, hazme fotos de ese chico, es de una belleza que corta el aliento.
En el Raphael, Iris extendió el brazo y pidió una botella de champán. Gary pidió una coca-cola: conducía la moto de su amigo; Hortense también: todavía tenía deberes para esta noche. El fotógrafo y la periodista bebieron un dedo de champán. Fue Iris la que terminó la botella. Hablaba mucho, reía en alto, movía sus piernas, sacudía sus brazaletes. Atrapó a Gary por el cuello y lo atrajo hacia ella. Todo el mundo reía. El fotógrafo sacó algunas tomas. Después Iris se puso a hacer muecas, muecas de payaso, de carmelita, de estrella de cine mudo, y el fotógrafo la ametralló. Ella reía cada vez más fuerte y le aplaudían cada cara que ponía.
—¡Qué bien lo estamos pasando! —gritó vaciando su vaso.
Hortense la miraba sorprendida. Nunca había visto a su tía en ese estado. Se inclinó hacia ella y le susurró:
—Ten cuidado, has bebido demasiado.
—¡Oh! ¡Si una no se puede divertir de vez en cuando! —dijo ella dirigiéndose a la periodista, que la miraba extrañada—. Tú no sabes lo que es escribir. Pasar horas frente a una pantalla, con un café frío, buscando una palabra, una frase, con dolor de cabeza, con dolor de espalda, así que cuando podemos divertirnos, hay que aprovecharlo.
Hortense se volvió, molesta por los comentarios de su tía. Miró a Gary y le hizo una seña «¿nos largamos?». Gary asintió y se levantó.
—Tenemos que irnos. Joséphine nos espera. No querría que se preocupase…
Se despidieron y salieron. En la calle, Gary se pasó la mano por el pelo y dijo:
—¡Joder con tu tía! Qué rara estaba esta noche. No dejaba de manosearme.
—Había bebido demasiado, olvídalo.
Hortense se agarró a Gary y este arrancó. Por primera vez en su vida, Hortense sentía piedad. No reconocía muy bien ese sentimiento que la inundaba como una tibia ola, ligeramente repugnante. Había sentido vergüenza de Iris. Había sentido pena por Iris. Ya no la miraría nunca más de la misma forma. La vería siempre sobre el sofá rojo del bar del Raphael, intentando atraer a Gary hacia ella, incordiándole, besándole o vaciando su copa como si estuviese muerta de sed. Se sentía triste: acababa de perder una hada madrina, una cómplice. Se sentía sola y era un sentimiento desagradable. No pudo dejar de pensar: ¡afortunadamente mamá no ha visto esto! No le hubiese gustado nada. Ella nunca hubiera hecho eso. Y, sin embargo, ha escrito el libro. Sola. Sin decir nada. No habla de ello, no se exhibe, no monta el espectáculo…
Nunca hubiera podido pensar eso de Iris, pensó Hortense agarrándose a Gary. Y, de pronto, un temor vino a sacudirla en su pensamiento: ¡espero que no haya dejado los derechos de autor para Iris! La veo muy capaz. ¿Cómo podría asegurarme? ¿A quién podría dirigirme? ¿Cómo recuperar ese dinero? Esa pregunta le atormentó hasta que tuvo una idea que calificó de genial…
* * *
Tres semanas más tarde, mientras Henriette Grobz esperaba en el gabinete de su esteticista para su limpieza de cutis semanal y su sesión de masaje, cogió, sobre la pila de revistas de la sala de espera, una revista. Le llamó la atención porque creyó ver el nombre de su hija, Iris, en primera página. En la misma medida que Henriette Grobz se regocijaba del éxito literario de su hija y se regodeaba en él, reprobaba su exposición mediática. Se habla demasiado de ti, querida, no está bien aparecer así por todos lados.
Abrió la revista, la hojeó, encontró el artículo relacionado con Iris, sacó sus gafas y empezó a leerlo. Se extendía a doble página.
El título del artículo decía «La autora de
Una reina tan humilde
en brazos de su paje», y, como subtítulo: «Con cuarenta y seis años, Iris Dupin bate el récord de Demi Moore y se pasea del brazo de su nuevo amor, un chico de diecisiete». Ilustrándolo, aparecían fotos de Iris con un hermoso adolescente de rizos castaños, sonrisa resplandeciente, ojos verde oscuro, piel ambarina. ¡Qué guapo, ese chico!, se dijo Henriette Grobz. Una serie de fotos mostraban a Iris cogiéndolo por la cintura, estrechándole en sus brazos, apoyando la cabeza contra su torso o girando el cuello mientras cerraba los ojos.
Henriette cerró la revista con un gesto seco, sintió que la sangre le subía a las mejillas y la ruborizaba. Miró a su alrededor por si alguien se había dado cuenta de su turbación y se precipitó a la calle. Su chofer no estaba allí. Le llamó al móvil y le ordenó que viniese a buscarla. Acababa de colgar y estaba guardando el aparato en su bolso, cuando su mirada se fijó en el escaparate de un quiosco de prensa: ¡la foto de su hija tumbada en los brazos del joven Adonis cubría toda la superficie!
Creyó que iba a desmayarse y se derrumbó en el asiento trasero del coche sin esperar a que Gilíes le abriese la puerta.
—¿Ha visto usted a su hija, señora? —preguntó Gilíes con una gran sonrisa—. Hay carteles de ella por todos lados. ¡Debe de estar usted orgullosa!
—Gilíes, no mencione ni una sola palabra sobre ese asunto o me voy a poner enferma. Cuando lleguemos, irá usted a comprar todos los ejemplares de ese panfleto en los quioscos que hay alrededor de casa, no quiero que esto se sepa en el barrio.
—No servirá de mucho, señora, sabe usted… ¡Las noticias vuelan!
—Cállese y haga lo que le he dicho.
Sintió cómo la migraña le invadía la cabeza y entró precipitadamente en su casa, evitando la mirada de la portera.
* * *
Joséphine había salido a comprar una baguette. Aprovechó para llamar a Luca. Los niños le ocupaban todo el tiempo. Sólo con seguían verse por la tarde, cuando las niñas estaban en el colegio. Él vivía en un gran estudio en Asniéres. En el último piso de un edificio moderno, con una terraza con vistas a París. Ella ya no iba a la biblioteca, se encontraban en su casa. Él cerraba las cortinas del estudio y se hacía de noche.
—Pienso en usted —le dijo ella hablando en voz baja.
La panadera la miraba fijamente. ¿Es posible que adivine que hablo con un hombre al que amo, con el que me paso las tardes en la cama? —se preguntó Jo sorprendiendo la mirada curiosa que le lanzó la panadera mientras gritaba setenta céntimos.
—¿Dónde está?
—Estoy comprando el pan. Gary ha devorado dos baguettes al volver del colegio.
—Mañana le ofreceré un té con pastas, ¿le gustan las pastas?
Joséphine cerró los ojos de placer y la panadera la sacó de su ensoñación apremiándola para que cogiese su baguette y dejase sitio a los clientes que esperaban.
—Estoy deseando estar allí —retomó Joséphine saliendo a la calle—. ¿Sabe usted que mis días se han convertido en noches desde hace algún tiempo?
—Soy el sol y la luna a la vez, me honra usted…
Sonrió, levantó la cabeza y se fijó, ella también, en la foto de su hermana en el escaparate del quiosco.
—¡Dios mío!, Luca. ¡Si supiera lo que estoy viendo!
—Déjeme adivinar —dijo él riendo.
—¡Oh, no! No tiene ninguna gracia. Le volveré a llamar…
Se precipitó a comprar la revista y la leyó en la escalera.
* * *
Josiane y Marcel cenaban en casa de Ginette y René, cuando Sylvie, la hija de estos últimos, entró en la habitación y tiró sobre la mesa una revista diciéndoles «leedla, ¡os vais a divertir!».
Se abalanzaron y no tardaron en retorcerse de risa. Josiane reía tan fuerte que Marcel le ordenó parar:
—¡Te va a producir contracciones y vas a dar a luz prematuramente!
—Ay, ¡me gustaría haber visto la jeta de la Escoba! —hipó Josiane antes de callar, fulminada por la mirada furiosa de Marcel, que se había lanzado sobre su vientre para mantener al bebé en su sitio.
* * *
Esa noche, la señora Barthillet recibía a Alberto Modesto para cenar. Con este, se sabe siempre cuándo va a aparecer, se le oye cojear desde el bajo de la escalera. No le gustaba salir con él. Tenía la impresión de pasear a un inválido. Prefería recibirlo en su casa. Vivía en un tercero sin ascensor. A Alberto le costaba subir y llegaba siempre el último. Ella le había apodado Poulidor. Había comprado comida precocinada, vino, pan, prensa. Estaba deseando leer su horóscopo. Saber si iba a ganar, por fin, el premio gordo, porque ya no aguantaba al cojo. Se estaba volviendo sentimental y hablaba de divorciarse para casarse con ella. Hasta aquí hemos llegado, pensó sacando las compras de las bolsas de plástico. Cuanto más pienso en largarme, más se me pega.
Metió los platos ya elaborados en el microondas, abrió una botella de vino, tiró dos platos sobre la mesa, barrió con la mano una corteza de queso que se había quedado pegada a la mesa desde la cena del día anterior y esperó leyendo la revista. Fue entonces cuando vio a la hermosa señora Dupin en brazos de Gary. ¡Pero, bueno! Se palmeó los muslos y se rio a carcajadas. No disparaba bajo, el retoño real, ¡tirarse a la autora de moda! Gritó «¡Maxou, Maxou! Ven a ver»… Max no había vuelto. De hecho, ya no volvía; eso le venía bien, ya no le tendría que aguantar… Bostezó, miró el reloj, ¿qué estará haciendo Poulidor? Y retomó la lectura de la revista rascándose las costillas.
* * *
Philippe había ido a buscar a su hijo al colegio. Todos los lunes, Alexandre salía a las seis y media. Seguía clases de inglés complementarias. Se llamaban Inglés +. Alexandre estaba muy orgulloso.
«Lo entiendo todo, papá, lo entiendo absolutamente todo». Hacían el trayecto de vuelta a pie hablando en inglés. Se había convertido en un nuevo rito. Los niños son más conservadores que los adultos, pensó Philippe cerrando su mano sobre la de Alexandre. Sentía una alegría serena, profunda y hacía durar esos trayectos. Qué feliz estoy de haber comprendido a tiempo que estaba perdiéndome algo bueno.
Alexandre le contaba cómo había marcado dos goles seguidos al fútbol, cuando Philippe vio la primera página de la revista con una gran foto de Iris en su quiosco. Dio un rodeo para que Alexandre no viese nada. Subieron al piso y, en el descansillo, Philippe se golpeó la frente diciendo:
—
Oh my God! I forgot to buy
Le Monde!
Go ahead, son. I'll be back in a minute…
[20]
Volvió a bajar, compró la revista, la leyó subiendo las escaleras, la metió en el bolsillo de su abrigo y se quedó pensativo.
* * *
Hortense y Zoé volvían juntas del instituto. Lo hacían una vez a la semana, y Zoé aprovechaba para imitar el porte indolente y altanero que su hermana decía que era la forma de subyugar a los hombres. A Zoé le costaba, pero Hortense se aplicaba para enseñárselo. «Es la clave del éxito, Zoíta, ¡vamos! ¡Haz un esfuerzo!» Le parecía a Zoé que ella había ganado muchos puntos a ojos de su hermana desde que le había revelado EL secreto. Hortense era más suave con ella, menos insoportable en casa. Casi había dejado de ser del todo insoportable, incluso, pensó Zoé estirando los hombros como le pedía su hermana.
Fue entonces cuando vieron a su tía en la primera página de una revista, con una foto de Gary y ella en primer plano. Frenaron en seco al unísono.
—Hacemos como si no fuera con nosotras, Zoé, mantén la distancia —declaró Hortense.
—Pero volveremos a comprarla cuando nadie nos vea, ¿verdad?
—Ni eso. No merece la pena. ¡Ya sabemos lo que hay dentro!
—¡Oh, sí, Hortense!
—Mantén la distancia, Zoé, mantén la distancia, y eso se aplica a todo.
Zoé pasó al lado del quiosco sin volverse.
* * *
Iris, vagamente avergonzada, permanecía encerrada en su casa. Quizás había ido un poco lejos enviando las fotos en forma de anónimo a la redacción de la revista. Pensaba que sería divertido, que sería una pequeña noticia que la volvería a poner en primera plana… pero la reacción de su madre no dejaba lugar a dudas: se enfrentaba a un escándalo.
Cenaron los tres. Sólo Alexandre hablaba. Contaba cómo había marcado tres goles seguidos al fútbol.
—Hace un rato eran dos, Alexandre. No hay que mentir, hijo. No está bien.
—Dos o tres, ya no me acuerdo muy bien, papá.
Al final de la comida, Philippe dobló su servilleta y dijo: «Creo que voy a llevarme a Alexandre unos días a Londres, a casa de mis padres. Hace algún tiempo que no los ha visto y pronto serán las vacaciones de febrero. Llamaré al colegio para avisarles…».
—¿Vienes con nosotros, mamá? —preguntó Alexandre.
—No —respondió Philippe—. Mamá está muy ocupada en este momento.
—¿Otra vez ese libro? —suspiró Alexandre—. Estoy harto de ese libro.
Iris asintió con un gesto y volvió la cara para esconder las lágrimas que le llenaban los ojos.
* * *
Gary preguntó si podía coger el último trozo de baguette y Jo se lo tendió con la mirada taciturna. Las dos niñas callaban y le miraban en silencio mojar con el pan los restos de la salsa del pisto.
—¿Por qué me miráis todas con esa jeta? —preguntó después de tragarse su trozo de pan—. ¿Es por lo de las fotos en la revista?
Se miraron aliviadas. Lo sabía.
—¿Os molesta?
—Aún peor —suspiró Joséphine.
—Pero si no es nada, se hablará de eso durante una semana y después se acabará… ¿Puedo coger otro trozo de queso?
Joséphine le tendió el camembert.
—Pero tu madre… —dijo Jo.
—¿Mamá? Seguro que iría a partirle la cara a Iris. Pero no está aquí y no lo sabrá…
—¿Estás seguro?
—Pues claro, Jo. ¿Te crees que ese panfleto se lee en Mosquito? Además, es genial, ¡mi nivel de popularidad va a explotar entre las chicas! ¡Van a querer salir todas conmigo! Voy a ser la estrella del instituto. Durante unos días, en todo caso…
—¿Eso es todo el efecto que te provoca? —preguntó Jo estupefacta.
—¡Tendrías que haber visto la prensa inglesa en tiempos de Diana, entonces sí que estábamos acojonados! ¿Puedo acabarme el camembert? ¿Ya no queda pan?