—No puedo quedarme esta noche, bomboncito. Tengo cena en casa de la hija de la Escoba.
—¿La puntiaguda o la redonda?
—La puntiaguda… Pero la redonda también estará. Con sus dos hijas. De las que una, no te digo que no, está bien espabilada. Tiene una forma de mirarme… Qué quieres que te diga: me cae bien, esa chavalilla. Me gusta, tiene mucha clase, ella también…
—Me tienes frita con tu clase, Marcel. Si no estuvieses allí haciendo de banca, estarían pasándolas canutas, esas. Harían como todo el mundo, ¡poner la boca o el culo!
Marcel prefirió no armarla y le dio una palmadita en el trasero.
—No importa —siguió ella—, tengo que terminar las nóminas e invitaré a Paulette a venir a ver una película. Tienes razón, ¡hace un calor! No soporta una ni las bragas.
Le acercó un vaso de naranjada helada que él se bebió de un solo trago, y después, rascándose la barriga, emitió un sonoro eructo y se echó a reír.
—¡Ay, si Henriette me viese! Se le caerían las medias.
—No me hables de esa si quieres que siga siendo tu cariñito.
—Vamos, bomboncito, no te enfades… Sabes bien que ya no la toco.
—¡Faltaría más! ¡Que te encontrase en la cama con la señora marquesa!
Le faltaban palabras y estaba a punto de ahogarse de indignación.
—¡Esa golfa, esa puta!
Ella sabía que a él le gustaba oír insultar a la Escoba. Le excitaba que ella encadenara invectivas como quien desgrana un viejo rosario. El comenzó a retorcerse en la cama mientras ella continuaba con su voz grave y ronca: «Esa estirada con el culo seco, esa señoritinga amarilla como un membrillo, ¿es que se tapa la nariz cuando va al váter? ¿Es que no tiene nada entre las piernas, esa inmaculada? ¿Es que nunca se deja empalar por una buena pértiga bien afilada que la penetre hasta los dientes y le haga saltar los plomos?».
Esa él nunca la había oído. Fue como si un sablazo le atravesara los riñones y le proyectara hacia delante, las piernas estiradas, el cuello y la nuca proyectado contra la cabecera de la cama. Atrapó los barrotes de bronce con sus peludas manos, extendió las piernas, tensó el vientre, sintió cómo su sexo se endurecía hasta el dolor y, mientras ella continuaba soltando invectivas cada vez más groseras, cada vez más soeces, soltando insultos como quien tira de la cadena del váter, sintió que no podía más y la atrapó y la pegó contra él jurando que iba a comérsela una y otra vez.
Josiane se dejó caer en la cama suspirando de placer. Ella amaba a su osito. Nunca había visto otro hombre más generoso y vigoroso. ¡A su edad! Y dispuesto varias veces al día. No era del tipo de los que se aliviaban solos mientras que la otra contaba las moscas del techo. A veces había que ponerle a tono. Ella tenía miedo de que un día se le quedase tieso entre sus piernas, con su apetito de ogro hambriento.
—Qué haría yo si no estuvieses aquí, Marcel.
—Encontrarías a otro tan gordo, tan feo y tan tonto para que te mimara. Eres una llamada al amor, tortolita. Serían miles los que querrían relamerse contigo.
—No me hables así. ¡Me da miedo! Me sentiría tan indefensa si te fueses.
—Que no… que no… Venga, ven con papaíto… Se está poniendo triste…
—¿Seguro que me has dejado algo si alguna vez tú…?
—¿Si estiro la pata? ¿Es eso, tortolita? Por supuesto, y puedo incluso afirmar que estarás en la primera fila de los mejor servidos. Quiero que ese día te pongas guapa. Que te cuelgues tus perlas blancas y tus diamantes. Que estés a mi altura en el despacho del notario. Que se mueran todos de rabia. Que no se diga «¡y es esa golfa a la que ha dejado toda esa pasta!». Al contrario: ¡que se inclinen! Ay, me gustaría tanto estar allí para verle la jeta a la Escoba. No os haríais amigas…
Y Josiane, más contenta, descendió ronroneando hasta el sexo adornado de pelos blancos de su amante y se lo metió con apetito en su boca de tragona impenitente. No tenía ningún mérito: había aprendido desde muy pequeña lo que aplacaba a los hombres y les hacía felices.
* * *
Iris Dupin volvió a casa, dejó caer las llaves del coche y de la casa en la copa prevista para ese uso sobre el pequeño velador de la entrada. Después se libró de su chaqueta, tiró sus zapatos, su bolso y sus guantes sobre el gran kilim comprado en Drouot una tarde de invierno lúgubre y fría en compañía de Bérengère, pidió a Carmen, su fiel asistenta, que le trajera un whisky bien cargado con dos o tres hielos y un chorro de Perrier, y fue a refugiarse en la pequeña habitación que le servía de despacho. Nadie tenía permiso para entrar, salvo Carmen, una vez a la semana, para limpiar.
—¿Un whisky? —preguntó Carmen, los ojos como platos. ¿Un whisky en plena tarde? ¿Está usted enferma? ¿Se le ha caído el mundo encima?
—Algo parecido, Carmen, y sobre todo, sobre todo ninguna pregunta. Necesito estar sola, pensar y tomar una decisión…
Carmen se encogió de hombros y murmuró «y ahora se pone a beber sola. Una mujer tan bien educada».
En el pequeño despacho, Iris se acurrucó en el sofá.
Su mirada recorrió su guarida como si buscara argumentos para una respuesta inmediata o un perdón distraído. Pues, se dijo extendiendo sus piernas sobre el sofá de terciopelo rojo cubierto con un chal de cachemira, la cosa es simple: o me enfrento a Philippe, declaro que la situación es insoportable y emprendo la fuga llevándome a mi hijo, o espero, sufro, me aguanto, rezando para que este mal asunto no crezca demasiado. Si me voy, daré la razón a las malas lenguas, expondré a Alexandre al escándalo y perjudicaré los negocios de Philippe, y por ende los míos… Además, me convertiré en objeto de una piedad insana y malintencionada.
Si me quedo…
Si me quedo, prolongo un malentendido que dura mucho tiempo. Prolongo un confort en el que llevo adormilada desde hace mucho tiempo también.
Su mirada recorrió la pequeña habitación, elegante, refinada, de boiserie clara en la que le gustaba refugiarse. La mesa baja Leleu de tres patas con tabla redonda de vidrio transparente, el jarrón pico de loro Colotte de cuerpo ovalado en cristal blanco con detalles tallados a mano, la lámpara de techo Lalique de vidrio soplado y cordones dorados, el par de lámparas de cristal opalescente retorcido. Cada objeto le transmitía belleza y nada le gustaba más que permanecer encerrada en su despacho y desplazarse con la vista por la habitación para contemplarlos. Esa belleza me la enseñó Philippe, y ahora no puedo estar sin ella. Su mirada se detuvo en una foto que los representaba, a Philippe y a ella, el día de su boda, ella toda de blanco, él en traje gris. Sonreían a la cámara. El había colocado su brazo sobre su hombro, en un gesto de protección amorosa, ella se abandonaba como si nunca pudiese pasarle nada. Se distinguía el sombrero de su suegra en una esquina de la foto, arriba a la izquierda: una gran pamela rosa con lazos de gasa fucsia y malva.
—¿Y ahora se ríe sola? —preguntó Carmen que entraba en el despacho, trayendo la bandeja con un vaso de whisky, una botellita de Perrier y una cubitera.
—Mi querida Carmen… Créeme, es mejor que me ría.
—¿Tan grave es, que podría usted llorar?
—Si yo fuese normal, sí, Carmencita.
—Pero usted no es normal…
Iris suspiró.
—Déjame, Carmencita…
—¿Pongo la mesa para esta noche? He preparado un gazpacho, una ensalada y un pollo a la vasca. Hace tanto calor. No tendrán hambre… No he pensado nada para el postre, ¿fruta, quizás?
Iris lo aprobó y le hizo una señal con la mano para que la dejase sola.
Sus ojos se posaron sobre el cuadro que le había regalado Philippe cuando nació Alexandre: Los
enamorados
de Jules Bretón. Ella había sentido un flechazo ante ese óleo durante una subasta en beneficio de la Fundación para la Infancia, y Philippe, forzando la puja, se lo había regalado. Representaba a dos enamorados en el campo. La mujer pasaba el brazo alrededor del cuello del hombre, y él, arrodillado, la atraía hacia sí. Gabor… La fuerza de Gabor, el cabello negro y espeso de Gabor, los brillantes dientes de Gabor, las caderas de Gabor… Ella no habría renunciado a ese cuadro por nada del mundo. Se agitaba sobre su silla, y la mano de Philippe vino a posarse sobre su nuca. El había hecho una ligera presión para decirle: cálmate, querida, tendrás ese cuadro.
Iban a menudo a las salas de subasta. Compraban cuadros, joyas, libros, manuscritos y muebles. Compartían la pasión por descubrir, por catalogar y por pujar.
La Naturaleza muerta con flores
de Bramvan Velde, la habían comprado en Drouot, hacía diez años.
El ramo de flores
de Slewinski, el Barceló adquirido después de la exposición en la fundación Maeght, los dos jarrones del mismo artista, de cerámica, completamente abollados que ella misma había ido a buscar a su taller en Mallorca. Y la larga carta manuscrita de Cocteau en la que habla de su relación con Nathalie Paley… Sus palabras resonaron en la memoria de Iris. «Él quería un hijo, pero se comportaba conmigo de forma tan eficaz como lo puede ser un perfecto homosexual atiborrado de opio…». Si abandonaba a Philippe, quedaría privada de toda esa belleza. Si abandonaba a Philippe, debería empezar de nuevo.
Sola.
Esa única palabra le provocó un escalofrío. Las mujeres solas le horrorizaban. ¡Había tantas! Siempre corriendo, desviviéndose, el rostro pálido, el gesto ávido. La vida de la gente es terrible hoy en día, se dijo mojando los labios en su whisky. Flota en el aire una angustia espantosa. ¿Cómo podría ser de otro modo? Les agarran por el cuello, les obligan a trabajar de sol a sol, les embrutecen, les producen necesidades que no tienen nada que ver con ellos, que les pierden, que les pervierten. Se les prohíbe soñar, rezagarse, perder el tiempo. Se les usa y se les tira. La gente ya no vive, se gasta. A fuego lento. Gracias a Philippe, al dinero de Philippe, ella disfrutaba de ese privilegio incomparable: no se gastaba. Se tomaba su tiempo. Leía, iba al cine, al teatro, no tanto como hubiese podido, pero se divertía. Desde hacía algún tiempo, en el mayor de los secretos, escribía. Una página cada día. Nadie lo sabía. Se encerraba en su despacho y garabateaba palabras, en torno a las cuales, si la inspiración no llegaba, dibujaba alas, patas de mosca, estrellas. Avanzaba a duras penas. Copiaba fábulas de La Fontaine, releía
Los caracteres
de La Bruyére o
Madame Bovary
para ejercitarse en encontrar la palabra exacta. Se había convertido en un juego, a veces una delicia, a veces una tortura, el encontrar el sentimiento y vestirle con la palabra justa que debía envolverle, como un abrigo. Se encerraba entre las cuatro paredes de su despacho. E incluso si tiraba muchas de las hojas que escribía, debía reconocer que ese trabajo minucioso añadía cierta intensidad a su vida. Ya no tenía ganas de dejarla pasar entre comidas insípidas o tardes de compras.
Ya había escrito antes. Guiones que quería rodar. Lo había dejado todo cuando se casó con Philippe.
Si quisiera, podría volver a escribir… Si tuviese valor, claro. Porque hace falta valor para permanecer encerrada durante horas triturando palabras, dibujando patitas velludas o alas para que se echen a andar o a volar.
Philippe… Philippe, repitió estirando ampliamente una larga pierna bronceada mientras tintineaban los hielos de su whisky con Perrier, ¿para qué abandonarle?
¿Para meterme en esa estúpida carrera? ¿Para parecerme a esa pobre Bérengère que bosteza después de hacer el amor? ¡Ni hablar! Ahí no hay más que llanto y rechinar de dientes. ¿Dónde están los hombres? Gritan las mujeres amotinadas. Ya no hay hombres. Ya no puede una enamorarse.
Iris se sabía de memoria su lamento.
O bien son guapos, viriles e infieles ¡y lloramos!
O bien son vanidosos, fatuos e impotentes ¡y lloramos!
O bien son cretinos, pegajosos, idiotas ¡y les hacemos llorar!
Y lloramos por quedarnos solas llorando.
Pero continúan buscándoles, siempre esperándoles. Hoy son las mujeres las que buscan a los hombres, son las mujeres las que los reclaman a voz en grito, son las mujeres las que están en celo. ¡Y no los hombres! Contratan agencias y rebuscan en Internet. Es la última moda. Yo no creo en Internet, creo en la vida, en la carne de la vida, creo en el deseo que arrastra la vida, y si el deseo se agota, es que ya no eres digna de él.
En otro tiempo amaba la vida. Antes de casarse con Philippe Dupin, había amado la vida con locura.
Y en esa vida anterior, había deseo, esa «fuerza Misteriosa que hay detrás de cada cosa». ¡Cómo le gustaban esas palabras de Alfred de Musset! El deseo que hace que toda la superficie de la piel se alumbre y desee la superficie de otra piel de la que no se sabe nada. Antes de conocerse ya son íntimos. Ya no se puede vivir sin la mirada del otro, sin su sonrisa, sin su mano, sin sus labios. Se pierde el rumbo. Se vuelve uno loco. Se le seguiría al fin del mundo, mientras la razón dice: Pero ¿qué sabes tú de él? Nada, nada, ayer mismo no sabíamos ni su nombre. ¡Qué hermoso ardid inventado por la biología para el ser humano, que se creía tan fuerte! ¡Qué triunfo el de la piel sobre el cerebro! El deseo se infiltra en las neuronas y las embota. Nos encadenamos, nos privamos de libertad. En la cama, en todo caso…
El último eslabón de vida primitiva.
No existe la igualdad sexual. No estamos en igualdad porque nos volvemos salvajes. La hembra vestida con pieles bajo el macho vestido con pieles. ¿Qué era lo que decía Joséphine el otro día? Hablaba de la divisa del matrimonio en el siglo XII y eso me hizo estremecer. Yo la oía sin escucharla realmente, como de costumbre y, de pronto, fue como si me diera un hachazo entre las piernas.
Gabor, Gabor…
Su altura de gigante, sus largas piernas, su inglés duro y violento.
«Iris, please, listen to me… Iris, I love you, and it's not for fun, it's for real, for real, Iris…».
[1]
Su forma de decir Iris. Ella oía Irish…
Su forma de arrastrar las erres le daban ganas de arrastrarse bajo él.
«Con él y bajo él». ¡Esa era la divisa del matrimonio y el siglo XII!
Con Gabor y bajo Gabor.
Gabor se extrañaba cuando me resistía, cuando quería conservar mis privilegios de mujer liberada, hacía estallar su risa de hombre agreste: «¿Quieres excluir la fuerza?, ¿la dominación?, ¿la capitulación? Pero si es lo que produce la llama entre nosotros. Estás loca, mira en lo que se han convertido esas feministas americanas: en mujeres solas. ¡Solas! Y eso, Iris, es la desgracia de la mujer…».