—¡Hortense! Te prohíbo que me hables en ese tono… Si podemos comer últimamente ¡es precisamente gracias a mí, y al siglo XII! Te guste o no. Y te prohíbo que me mires así. Soy tu madre, no lo olvides nunca, ¡tu madre! Y debes… Y no debes… Debes respetarme.
Balbuceaba, se sentía ridícula. Una nueva preocupación se le subió a la garganta: jamás conseguiría educar a sus dos hijas, no tenía la autoridad suficiente, nunca podría estar a la altura.
Cuando volvió a abrir los ojos, vio cómo Hortense la examinaba con curiosidad, como si la viese por primera vez, y lo que percibió en la mirada extraña de su hija no la tranquilizó. Se sintió terriblemente avergonzada de haber perdido el control. No nos confundamos, se dijo, soy yo la que debo dar ejemplo ahora que sólo me tienen a mí como punto de referencia.
—Lo siento, hija.
—No te preocupes, mamá, no importa. Estás cansada, en tensión. Ve a acostarte un poco, después te sentirás mejor…
—Gracias, gracias hija… Voy a ver qué hace Zoé.
* * *
Después de la comida y de que sus hijas volviesen al colegio, Joséphine llamó a la puerta de Shirley, su vecina. Tan pronto, y ya no soportaba estar sola.
Fue Gary, el hijo de Shirley, el que abrió. Tenía un año más que Hortense y estaba en su misma clase, pero ella no quería volver con él del colegio con la excusa de que vestía desastrosamente. Para no deberle nada, prefería no pedirle los apuntes cuando estaba enferma y faltaba a las clases.
—¿No estás en el colegio? Hortense se ha ido ya.
—No tenemos las mismas optativas. Yo los lunes entro a las dos y media… ¿Quieres ver mi nuevo invento? Mira.
Y le mostró dos Tampax que movió sin que los hilos se enredaran. Era extraño: cada vez que un tampón se aproximaba al otro, a punto de tocarse los hilos de algodón blanco, se ponía a oscilar, y después a girar primero en pequeños círculos y luego en círculos cada vez más amplios sin que Gary moviese los dedos. Joséphine le miró, atónita.
—He inventado el movimiento perpetuo sin fuente de energía contaminante.
—Me recuerda al diábolo —dijo Joséphine por decir algo—. ¿Está tu mamá?
—Está en la cocina, recogiendo…
—¿No la ayudas?
—No quiere, prefiere que invente cosas.
—¡Buena suerte, Gary!
—¡Ni siquiera me has preguntado cómo lo hago!
Parecía decepcionado y sostenía los dos Tampax como dos puntos de interrogación.
—No eres guay…
En la cocina, Shirley estaba en plena actividad. Con un gran delantal anudado a la cintura, recogía los platos, amontonaba los restos, los tiraba a la basura, los aclaraba bajo el agua corriente mientras que, en el fuego, se cocinaba lo que, a juzgar por los delicados aromas que desprendían, debían de ser un conejo a la mostaza y un potaje de verduras. Shirley era una incondicional de los productos naturales y frescos. No comía ningún tipo de conserva, ningún congelado, leía atentamente las etiquetas de todos los productos lácteos y autorizaba a Gary a comer un alimento químico a la semana para, decía, inmunizarle contra los peligros de la alimentación moderna. Lavaba la ropa a mano y con jabón de Marsella, la dejaba secar extendida sobre grandes toallas, veía poquísimo la televisión, escuchaba la BBC todas las tardes, la única radio inteligente, en su opinión. Era una mujer alta, ancha de hombros, el pelo rubio, corto y tupido, de grandes ojos dorados, la piel de un bebé tostado al sol. De espaldas, la llamaban señor y la empujaban, de frente, se apartaban con deferencia para dejarla pasar. Mitad hombre, mitad vampiresa, decía divertida, puedo darle a alguien un puñetazo en el metro y reanimar a mi agresor parpadeando. Shirley era cinturón negro de jiu-jitsu.
Escocesa de origen, contaba que había venido a Francia para estudiar en una escuela de hostelería y que se había quedado para siempre. ¡El encanto francés! Se ganaba la vida dando clases de canto en el conservatorio de Courbevoie, clases particulares de inglés a directivos hambrientos de éxito, y confeccionaba deliciosos pasteles que vendía a quince euros la unidad a un restaurante de Neuilly que le encargaba una decena semanal. Y a veces, más. Su casa olía a verdura que se rehoga, pastelería que se hincha, choco-late que se funde, caramelo que cristaliza, cebollas que se confitan y pican tones dorándose. Criaba, sola, a su hijo Gary; nunca hablaba del padre del niño, emitiendo, cuando se aludía a él, ciertos murmullos que indicaban la pobre opinión que tenía de los hombres, en general, y de este último, en particular.
—¿Sabes con qué está jugando tu hijo, Shirley?
—No…
—¡Con dos Tampax!
—Ah… no se los estará metiendo en la boca, espero.
—No.
—Perfecto. Al menos no se asustará la primera vez que una chica le ponga uno debajo de sus narices.
—¡Shirley!
—Joséphine, ¿de qué te extrañas? Tiene quince años, ¡ya no es un bebé!
—Tu hijo no tendrá nada de poesía si le dices todo, le muestras todo, le explicas todo.
—¡A la mierda la poesía! Eso es algo que han inventado para pegárnosla. ¿Sabes tú de alguna relación poética? Yo sólo sé de fraudes y escabechinas.
—¡Eres dura, Shirley!
—Y tú, Joséphine, eres peligrosa con tus ilusiones… Bueno, ¿en qué punto estás?
—Tengo la impresión de vivir a cien por hora desde esta mañana. Antoine se ha marchado. Bueno, le he echado… Se lo he dicho a mi hermana, ¡se lo he dicho a mis hijas! ¡Por Dios, Shirley! Creo que he hecho una enorme tontería.
Se frotó los brazos como para entrar en calor, a pesar de las altas temperaturas de ese día de mayo. Shirley le acercó una silla y la obligó a sentarse.
—¡No eres la primera mujer abandonada del siglo XXI! ¡Somos un montón! Y te voy a contar un secreto: sobrevivimos, y, aún más, sobrevivimos muy bien. Al principio es difícil, cierto, pero después, ya no podemos dejar de vivir solas. Ponemos de patitas en la calle al macho una vez que nos ha satisfecho, como las hembras del reino animal. ¡Una auténtica delicia! A mí, a veces, me entran ganas de organizarme cenas a la luz de las velas, sola conmigo misma…
—No he llegado a ese punto…
—Ya veo. Venga, cuenta… ¡Hace tanto tiempo que tenía que pasar! ¡Gary! Va a ser la hora de ir al colegio, ¿te has lavado los dientes? Todo el mundo lo sabía menos tú. Resultaba indecente.
—Es lo que me ha dicho Hortense… ¿Te das cuenta? ¡Mi hija de catorce años sabía lo que yo ignoraba! Debían de pensar que era una imbécil, además de cornuda. Pero te voy a decir una cosa, ahora me da igual e incluso me pregunto si no hubiese preferido no saber nada de nada…
—¿Estás enfadada conmigo por habértelo contado?
Joséphine contempló el rostro tan puro, tan suave de su amiga, las minúsculas pecas sobre su nariz, corta y ligeramente torcida, los ojos color miel tachonados de verde, rasgados y grandes como los de una máscara y sacudió lentamente la cabeza.
—No podría enfadarme contigo. No tienes ninguna malicia. Debes de ser la persona más buena del mundo. Y además, esa chica, Mylène, ¡no tiene la culpa! Y él, si hubiese seguido trabajando, ni siquiera la habría mirado. Es… lo que ha pasado con su trabajo, el hecho de que lo hayan dejado en la cuneta con cuarenta años, ¡eso es inhumano!
—Déjalo, Jo. Estás ablandándote. ¡Dentro de poco va a ser culpa tuya!
—En todo caso soy yo la que le he echado. Me siento mal, Shirley. Hubiera debido mostrar más comprensión, más tolerancia.
—Lo estás mezclando todo. Lo que ha pasado hoy es lo que tenía que pasar… ¡Era mejor acabar antes de que no pudieseis soportaros más! Venga, anímate…
Chin up!
Joséphine sacudió la cabeza, incapaz de articular palabra.
—Pero mira esta mujer excepcional: ¡está a punto de morirse de miedo porque un hombre la ha dejado! Venga, un cafetito, una buena onza de chocolate y ya verás, todo irá mejor.
—No lo creo, Shirley. ¡Tengo tanto miedo! ¿Qué pasará ahora? Nunca he vivido sola. ¡Nunca! No lo conseguiré. ¿Y las niñas?
Voy a tener que criarlas sin la ayuda de su padre… Tengo tan poca autoridad.
Shirley se detuvo, se acercó a su amiga y, cogiéndola por los hombros, la obligó a mirarla.
—Jo, dime de qué tienes miedo exactamente. Cuando se tiene miedo, siempre hay que mirarlo a la cara y darle un nombre. Si no, te aplasta y te arrastra como una ola gigantesca.
—¡No, ahora no! Déjame… No tengo ganas de pensar.
—Sí. Dime exactamente qué te da miedo.
—¿No habías dicho algo de un café y una onza de chocolate?
Shirley sonrió y giró la cabeza hacia la cafetera.
—
Okay…
pero, aun así, no te vas a librar.
—Shirley, ¿cuánto mides exactamente?
—Un metro setenta y nueve, pero no intentes cambiar de conversación… ¿Lo quieres con arábica o de Mozambique?
—Lo que quieras. Me da igual.
Shirley sacó un paquete de café, un molinillo de madera, lo llenó, se sentó en un taburete, se encajó el molinillo entre sus largos muslos y se puso a moler sin dejar de mirar a su amiga a los ojos. Decía que moler los granos a mano molía también los pensamientos.
—Me pareces tan guapa sentada así, con el delantal y…
—No te vayas por las ramas con cumplidos.
—Y yo me encuentro tan fea.
—¡No va a ser eso lo que te da miedo!
—¿Quién te ha enseñado a ser tan directa? ¿Tu madre?
—La vida. Se gana tiempo. Pero sigues haciendo trampas… Sigues evitando el tema.
Entonces Joséphine levantó la mirada hacia Shirley y, escondiendo sus puños entre los muslos, se puso a hablar, a hablar a toda velocidad, farfullando, volviendo a empezar, repitiendo las mismas cosas.
—Tengo miedo, tengo miedo de todo, soy una montaña de miedo… Me gustaría morir, aquí, ahora, y no tener que ocuparme de nada nunca más.
Shirley la contempló un buen rato, animándola con los ojos que decían: venga, venga, vamos, adelante.
—Tengo miedo de no conseguirlo, tengo miedo de terminar debajo de un puente, de ser desahuciada, tengo miedo de no volver a amar, tengo miedo de perder mi trabajo, tengo miedo de que se me acaben las ideas para siempre, tengo miedo de envejecer, tengo miedo de engordar, tengo miedo de morir sola, tengo miedo de no volver a reír, tengo miedo del cáncer de mama, tengo miedo del mañana…
Vamos, vamos, decía la mirada de Shirley mientras manejaba el molinillo de café, vacíalo todo, dime cuál es tu mayor miedo… lo que te paraliza y te impide crecer, convertirte en Jo la magnífica, Jo la imbatible sobre la Edad Media y las catedrales, los señores y los castillos, los siervos y los comerciantes, las damas y las damiselas, los clérigos y los prelados, las brujas y las horcas, la que cuenta tan bien la Edad Media que, a veces, tengo ganas de que vuelva… Siento algo que falta, una herida, una locura dentro de ti que te haga cojear, que te haga encogerte de hombros. Te observo desde hace siete años, los que llevamos compartiendo el mismo descansillo y los cafés y las charlas cuando él no está aquí…
—Venga —murmuró Shirley—, suéltalo todo.
—Me encuentro fea, muy fea. Me digo a mí misma que un hombre nunca volverá a enamorarse de mí. Estoy gorda, no sé vestirme, no sé peinarme, cada día voy a ser más vieja.
—Eso le pasa a todo el mundo.
—No, a mí me va a pasar el doble de rápido. Porque, ya lo ves, no hago ningún esfuerzo, me abandono. Lo sé…
—¿Quién te ha metido esas ideas negativas en la cabeza? ¿El antes de irse?
Joséphine sacudió la cabeza sorbiéndose los mocos.
—No necesito que me ayuden. Sólo tengo que mirarme al espejo.
—¿Y qué más? ¿Qué es lo que te da más miedo del mundo? ¿Qué es lo que te parece imposible de afrontar?
Joséphine alzó hacia Shirley una mirada interrogante.
—¿No lo sabes?
Joséphine negó con la cabeza. Shirley la miró detenidamente a lo más profundo de los ojos y suspiró:
—Cuando hayas identificado ese miedo, ese miedo que es el origen de todos lo demás, entonces ya no tendrás ningún miedo y, por fin, te convertirás en ti misma.
—Shirley, hablas como una predicadora.
—O como una bruja. ¡En la Edad Media me habrían quemado!
Y es que, ciertamente, era un espectáculo extraño el de esas dos mujeres en la cocina entre cacerolas humeantes de tapas saltarinas; la una, con un largo delantal ceñido a la cintura, la espalda recta, apretando un molinillo de café entre sus largos muslos; y la otra, arrugada, roja, doblada sobre sí misma, acurrucándose a medida que hablaba… hasta que dejó de hablar del todo y terminó por echarse sobre la mesa y llorar, llorar mientras la otra la miraba, afligida, para tender después una mano y acariciarle la cabeza como se hace con los bebés para consolarles.
* * *
—¿Qué haces esta noche? —preguntó Bérengère Clavert a Iris Dupin alejando el trozo de pan de su plato—. Porque si estás libre, podríamos ir juntas a la inauguración de Marc.
—Tengo una cena familiar en casa. ¿La inauguración de Marc es esta noche? Creí que era la semana que viene…
Se habían citado en ese restaurante de moda como hacían todas las semanas. Para hablar y para seguir la actualidad que surgía y desaparecía bajo sus ojos. Políticos que se susurraban información, una actriz que agitaba sus densos cabellos para impresionar a un director de cine, una, dos, tres modelos extraplanas cuyas caderas acababan de golpear contra la mesa, un anciano habitual, solo, sentado a la mesa alerta, como un cocodrilo en la ciénaga, ante cualquier chisme que llevarse a la boca.
Bérengère había vuelto a coger el trozo de pan y lo vaciaba excavándolo con golpecitos impacientes de su dedo índice.
—Todo el mundo tiene puestos sus ojos en mí. Cada mirada ajena, atenta a mis cambios de humor. No van a decir nada, los conozco. ¡Demasiado educados! Pero podré leer perfectamente en sus ojos: ¿qué tal le va a la pequeña Clavert? ¿Un poco triste por haber sido abandonada? ¿Dispuesta a abrirse las venas? Marc desfilará en brazos de su nueva novia… Y yo me pondré enferma. De humillación, de rabia, de amor y de celos.
—No te creía capaz de tanto sentimiento.
Bérengère se encogió de hombros. La ruptura con Marc había sido, como decía ella, suficientemente dolorosa para no añadir los dardos de una humillación pública.
—Los conozco, ¿sabes? ¡Vendrán con la artillería preparada! Van a dejarme en ridículo…
—Sólo tienes que aparentar que estás relajada, y te dejarán tranquila. Se te da tan bien poner cara de mala, querida. ¡No tendrás que hacer ningún esfuerzo!