Y la besaba para hacerla callar.
Hoy, el siglo XII les daba de comer. Carraspeó para que ella se girara. No se había peinado y tenía el pelo recogido con un lápiz en lo alto del cogote.
—Voy a dar una vuelta…
—
¿
Vendrás a comer?
—No lo sé… Hazte la idea de que no.
—¡Y por qué no me lo has dicho antes!
No le gustaban las peleas. Hubiera sido mejor salir directamente mientras gritaba «me voy, ¡hasta luego!», y ¡hala! alcanzaba la escalera, y ¡hala! ella se quedaba con sus preguntas en la punta de la lengua, y ¡hala! sólo tendría que inventarse algo cuando volviese. Porque siempre volvía.
—¿Has consultado los anuncios por palabras?
—Sí… hoy no había nada interesante.
—¡Siempre hay trabajo para el que quiere trabajar!
Trabajar sí, pero no en cualquier cosa, pensó sin decírselo, pues ya conocía lo que seguiría. Habría tenido que irse, pero seguía pegado al quicio de la puerta.
—Ya sé lo que me vas a decir, Joséphine, ya lo sé.
—Lo sabes, pero no haces nada para que cambie. Podrías hacer cualquier cosa, simplemente para aportar algo al puchero…
El hubiera podido continuar la conversación, se la sabía de memoria, «socorrista, jardinero en un club de tenis, vigilante nocturno, empleado de una gasolinera…», pero sólo retuvo la palabra «puchero». Sonaba extraño relacionado con la búsqueda de empleo.
—¡Te parecerá gracioso! —gruñó ella apuñalándole con la mirada—. ¡Debo parecerte muy prosaica cuando te hablo del sucio dinero! ¡El señor quiere una montaña de oro! ¡El señor no quiere cansarse por cuatro perras! ¡El señor quiere estima y consideración! Y, por ahora, el señor sólo tiene una única forma de existir, ¡irse a casa de su manicura!
—¿De qué estás hablando, Joséphine?
—¡Sabes muy bien de QUIEN estoy hablando!
Ella le miraba ahora de frente, envarada, con un trapo anudado en el puño, desafiándole.
—Si te refieres a Mylène…
—Sí, me refiero a Mylène… ¿Todavía no sabes si va a hacer un descanso a la hora de comer? ¿Por eso no sabes responderme?
—Jo, detente… ¡esto va a acabar mal!
Demasiado tarde. Ella ya sólo pensaba en Mylène y en él. ¿Quién se lo habría contado? ¿Un vecino, una vecina? No conocían a mucha gente en el edificio pero, cuando se trataba de chismorrear, los amigos aparecían rápidamente. Alguien ha debido de verle entrar en el edificio de Mylène, a dos calles de allí.
—Vais a comer en su casa… Ella te habrá preparado una quiche y una ensalada, una comida ligera porque, después, ella tiene que trabajar, ella…
Rechinó los dientes para marcar la palabra «ella».
—Y después os echaréis una pequeña siesta, ella cerrará las cortinas, se desnudará dejando su ropa por el suelo e irá a tu encuentro bajo el grueso edredón de bordado blanco…
El escuchaba, estupefacto. Mylène tenía un edredón grueso de bordado blanco. ¿Cómo lo sabía?
—¿Has estado en su casa?
Ella lanzó una risa sarcástica y se ajustó el nudo del trapo con su mano libre.
—Aja, tenía razón. ¡El bordado blanco va con todo! Es bonito y práctico.
—Jo, déjalo.
—¿Dejar qué?
—Deja de imaginar cosas que no existen.
—¿Acaso no tiene un edredón de bordado blanco?
—Deberías dedicarte a escribir novelas. Tienes mucha imaginación.
—Júrame que no tiene un edredón de bordado blanco.
De pronto le invadió la cólera. Ya no podía soportarla. Ya no soportaba su tono de maestra de escuela, siempre con algo que reprocharle, diciéndole lo que tenía que hacer, cómo hacerlo; ya no soportaba su espalda encorvada, su ropa sin forma ni color, su piel enrojecida por la falta de cuidado, su pelo castaño, fino y lacio. Todo en ella olía a esfuerzo y parsimonia.
—¡Prefiero irme antes de que esta discusión vaya demasiado lejos!
—Prefieres irte con ella, ¿eh? Ten al menos el valor de decir la verdad, ya que no lo tienes para buscar trabajo ¡holgazán!
Esa fue la gota que colmó el vaso. Sintió cómo la cólera le bloqueaba la frente y golpeaba sus sienes. Escupió las palabras para no tener que arrepentirse:
—¡Pues sí! Nos vemos en su casa, todos los días a las doce y media. ¡Ella me calienta una pizza y nos la comemos en la cama, bajo el edredón de bordado blanco! Después recogemos las migas, le quito el sujetador, que también es de bordado blanco, y la beso por todos lados ¡por todos lados! ¿Estás contenta? ¡No deberías haberme obligado a decírtelo, te lo advertí!
—¡Tú tampoco deberías haberme obligado! Si te vas con ella, no te molestes en volver. Haces tus maletas y desapareces. No será una gran pérdida.
Él se separó del quicio de la puerta, giró los talones y, como un sonámbulo, entró en su habitación. Sacó una maleta de debajo de la cama, la colocó sobre la colcha y comenzó a llenarla. Vació sus tres cajones de camisas, sus tres cajones de camisetas, calcetines y calzoncillos en la gran maleta roja con ruedas, vestigio de su esplendor cuando trabajaba en Gunman and Co., el fabricante americano de fusiles de caza. Había ocupado el puesto de director comercial de la zona europea durante diez años, acompañando a sus ricos clientes cuando iban a cazar a África, a Asia, a América, por la selva, la sabana o la pampa. En aquel tiempo creía, todavía creía en la imagen de ese hombre blanco de bronceado eterno, siempre entusiasta, que bebía con sus clientes, los hombres más ricos del planeta. Se hacía llamar Tonio. Tonio Cortès. Sonaba más masculino, más responsable que Antoine. Nunca le había gustado su nombre, tan suave y afeminado. Era necesario estar a la altura de aquellos hombres: industriales, políticos, millonarios ociosos, hijos de… Él hacía tintinear los cubitos de su vaso dibujando una sonrisa infatigable, escuchaba sus historias, prestaba atención a sus quejas, opinaba, moderaba, observaba el baile de hombres y mujeres, la mirada aguda de los niños, viejos antes de haber tenido tiempo de crecer. Se felicitaba de frecuentar ese mundo sin formar parte de él. «¡Ah!, El dinero no hace la felicidad», repetía a menudo.
Tenía un excelente salario, una paga extraordinaria triplicaba su sueldo a finales de año, un buen seguro médico, periodos de descanso superiores casi a los de sus vacaciones. Se sentía feliz cuando volvía a su casa en Courbevoie, construida en los años noventa para una población de directivos jóvenes como él, que todavía no tenían suficientes ingresos para vivir en París pero que esperaban, al otro lado del Sena, a poder entrar en los barrios ricos de la ciudad cuyas luces adivinaban por las noches. Un brillante pastel de neón que les desafiaba de lejos. El edificio había envejecido mal, y rastros imperceptibles de óxido procedentes de los balcones manchaban la fachada, y el naranja brillante de los toldos se había marchitado con el sol.
Siempre regresaba de viaje sin avisar: abría la puerta, esperaba un segundo en la entrada antes de anunciarse con un corto silbido que quería decir: «¡Estoy aquí!». Joséphine estaba enfrascada en sus libros de historia, Hortense corría hacia él y metía su manita en los bolsillos buscando su regalo. Zoé aplaudía. Las dos niñas en camisón, la una rosa, la otra azul, Hortense, la guapa, la intrépida, su ojito derecho; y Zoé, redonda, lisa, glotona. Entonces se inclinaba hacia ellas y las cogía en sus brazos repitiendo: «¡Ay, mis niñas! ¡Ay, mis niñas!». Se había convertido en un rito. A veces sentía una punzada de remordimiento al recordar otro abrazo, el día anterior… las enlazaba más fuerte, y el recuerdo se desvanecía. Soltaba sus maletas y se consagraba a su papel de héroe. Inventaba cazas y persecuciones: un león herido al que había rematado con un machete, un antílope que había atrapado con un lazo, un cocodrilo al que había noqueado. Ellas le miraban con la boca abierta. Sólo Hortense se impacientaba y preguntaba: «¿Y mi regalo, papá?, ¿y mi regalo?».
Un día, Gunman and Co. fue absorbida por otra compañía y él despedido. De un día para otro. «Con los americanos es así-le había explicado a Joséphine-el lunes eres director comercial con un despacho de tres ventanas y el martes ¡estás en la cola del paro!». Así que le habían echado. Había recibido una buena indemnización que le había permitido durante cierto tiempo pagar las letras del piso, el colegio de los niños, los cursos de inglés en el extranjero, el mantenimiento del coche, las vacaciones en la nieve. El se lo había tomado con filosofía. No era el primero al que le pasaba algo así, no era un cualquiera, pronto encontraría trabajo. No de cualquier cosa, por supuesto, pero un trabajo… Y después, uno por uno, sus antiguos compañeros habían encontrando empleo, aceptando salarios inferiores, puestos de menor responsabilidad, traslados al extranjero, y él se había convertido en el único que seguía consultando las ofertas de empleo.
Ahora y ya sin ahorros, sentía cómo vacilaba su optimismo. Sobre todo por la noche. Se despertaba hacia las tres de la mañana, se levantaba sin hacer ruido, iba a servirse un whisky en el salón y encendía la tele. Se tumbaba en el sofá y zapeaba, con un vaso en la mano. Hasta entonces siempre se había sentido lleno de fuerza, de sabiduría, dotado de una gran perspicacia. Cuando veía a sus compañeros cometer errores no decía nada, pero se decía en voz baja: «¡A mí eso no me hubiese pasado ¡¡Yo sé de qué va esto!». Cuando oyó hablar de fusión y de posibles despidos, se dijo que diez años de dedicación en Gunman and Co. era un contrato de los de verdad, ¡no le echarían tan fácilmente!
Fue uno de los primeros en ser despedidos.
Había sido incluso el primero en ser convocado.
Hundió un puño de rabia en el bolsillo de su pantalón y la costura cedió con un crujido agudo que le hizo rechinar los dientes. Hizo una mueca de disgusto, sacudió la cabeza, se volvió hacia la cocina, hacia su mujer, para pedirle si podría reparar el daño, y entonces recordó que se marchaba. Estaba haciendo las maletas. Dio la vuelta a los bolsillos: los dos forros estaban rotos.
Se dejó caer sobre la cama y miró fijamente la puntera de sus zapatos.
Buscar trabajo era descorazonador: no era más que un número en un sobre con un sello pegado. Pensaba en ello en brazos de Mylène. Él le contaba que llegaría un día en el que sería su propio jefe. «Con mi experiencia, explicaba, con mi experiencia…». Había recorrido el mundo, hablaba inglés y español, sabía llevar un libro de contabilidad, soportaba el frío y el calor, el polvo y el monzón, los mosquitos y los reptiles. Ella le escuchaba. Ella confiaba en él. Ella tenía algunos ahorros que le habían dejado sus padres. El todavía no se había decidido. No perdía la esperanza de encontrar un compañero más seguro con quien compartir la aventura.
La había conocido cuando acompañó a Hortense a la peluquería, el día que cumplía doce años. Mylène se sintió impresionada por el aplomo de la jovencita que le había regalado una manicura. Hortense le había tendido la mano como si le concediera un privilegio. «Su hija es una princesa», le dijo cuando pasó a buscarla. Desde entonces, cuando tenía tiempo, pulía las uñas de la niña, y Hortense salía, con los dedos separados, mirando sus brillantes uñas.
Se sentía bien con Mylène. Era una rubita vivaracha, melosa hasta decir basta. Con un pudor y una timidez que le relajaban y le daban seguridad.
Descolgó sus trajes, todos del mejor talle, todos del mejor paño. Sí, había tenido dinero, bastante dinero. Y le gustaba gastárselo. «Y volveré a tenerlo, dijo en voz alta. A los cuarenta, la vida no se ha acabado, ¡no se ha acabado en absoluto!». Terminó de hacer la maleta. Sin embargo, simuló buscar un par de gemelos gruñendo en voz alta con la esperanza de que Joséphine viniese en su ayuda suplicándole que se quedara.
Avanzó por el pasillo y se detuvo delante de la puerta de la cocina. Esperó, confiando todavía en que ella diese un paso hacia él, que hiciera amago de querer una reconciliación… Como no reaccionaba y seguía dándole la espalda, anunció:
—Bueno, pues… ¡ya está! Me voy…
—Muy bien. Puedes quedarte con las llaves. Seguramente habrás olvidado cosas y tendrás que volver a buscarlas. Avísame para que no esté aquí. Será lo mejor.
—Tienes razón, me las guardo… ¿Qué vas a decir a las niñas?
—No lo sé. No lo tengo pensado.
—Preferiría estar presente cuando lo hicieses.
Ella cerró el grifo, se apoyó en la pila y, siempre de espaldas, dijo:
—Si no tienes inconveniente, les diré la verdad. No tengo ganas de mentir… Esto ya es lo bastante doloroso.
—Pero ¿qué vas a decirles? —preguntó angustiado.
—La verdad: papá no tiene trabajo, papá no está bien, papá necesita un cambio de aires, así que papá se ha ido…
—¿Cambio de aires? —repitió como un eco tranquilizador.
—¡Eso es! Se lo diré así. Un cambio de aires.
—Está bien «cambio de aires»… No suena definitivo. Está bien.
Había cometido el error de apoyarse en la puerta y se sentía invadido de nuevo por la nostalgia, que le mantenía allí clavado, privándole de todas sus fuerzas.
—Vete, Antoine. No tenemos nada más que decirnos. Te lo suplico… ¡vete!
Se había dado la vuelta señalándole el suelo con los ojos. Siguió su mirada y vio su maleta con ruedas, colocada a sus pies. Se había olvidado completamente de ella. Entonces era definitivo: ¡se iba!
—Pues… Adiós… Si quieres ponerte en contacto conmigo…
—Ya me llamarás… o dejaré un mensaje en la peluquería de Mylène. Supongo que ella sabrá dónde encontrarte, ¿no?
—En cuanto a las plantas, hay que regarlas una vez por semana y abonarlas una…
—¿Las plantas? ¡Que se mueran! Es la menor de mis preocupaciones.
—Joséphine, ¡por favor! No te pongas así… Puedo quedarme si quieres…
Ella le fulminó con la mirada. El se encogió de hombros, agarró su maleta y se dirigió hacia la puerta.
Entonces ella se echó a llorar. Apoyada en el borde de la pila, lloró y lloró. Su espalda temblaba en sollozos. Primero lloró por el vacío que ese hombre iba a dejar en su vida, dieciséis años de vida en común, su primer hombre, su único hombre, el padre de sus dos hijas. Después lloró pensando en las niñas. Ya no tendrían el sentimiento de seguridad, la certidumbre de tener un papá y una mamá que velasen por ellas. Por fin lloró aterrorizada ante la idea de encontrarse sola. Antoine se ocupaba de las cuentas, Antoine hacía la declaración de la renta, Antoine se encargaba del pago de la hipoteca del piso, Antoine elegía el coche, Antoine desatascaba el lavabo. Siempre contaba con él. Ella se ocupaba de la casa y del colegio de sus hijas.