—Vamos, Máximo, tolerancia, tolerancia… ¿De modo que si usted pudiese, al cura de Ulloa me lo metía en el buque con los demás, y con los demás me lo enviaba a tierra de salvajes?
—¡Pues claro, señor! ¿No hace falta un apóstol para convertir a los infieles? Pues así habría un apóstol entre muchos pillos… Y nos quedaríamos libres por acá de apóstoles, porque nosotros ya estamos convertidos hace rato.
En tomando la ampolleta Juncal sobre esta cuestión, no era fácil atajarle; y como Gabriel se reía a veces de sus extravagantes dichos, el médico sacaba todo su repertorio. Mientras el comandante apuraba el cigarro, el médico refería la vida y milagros de todos los abades del contorno, más o menos recargada de arabescos y viñetas.
—El de Boán… a ese ya lo habían despachado por bueno: lo atacaron veinte facinerosos en su casa, y les probó que servía mejor que ellos para el oficio: si se descuidan, me los escabecha a todos… Mire qué mansedumbre evangélica. El de Naya no me la da a mí con su carita complaciente: debe de ser un pillo redomado: más amigo de diversión y gaudeamus… Si le estuviesen dando la consagración de obispo y oyese que al lado se iban a disparar unos cohetes y a hinchar un globo, tira con la mitra y echa mano al tizón… El arcipreste de Loiro… dice que se come él solo un capón cebado y que le chorrea la grasa de la enjundia por el queso abajo, hasta el ombligo… ¡Pues no digo nada del nuevo que nos han mandado a Cebre! Más bruto no lo hace Dios aunque se empeñe… y tiene pretensiones de orador sagrado, porque en Santiago le dieron una faena de cavador; en un mismo día predicó por la mañana el sermón del Encuentro, al aire libre, y por la tarde el de la Agonía: total cuatro horas de echar el pulmón, y de hacer chacota de él los estudiantes. Y lo más célebre fue que en el sermón del Encuentro llevaba una pelliz, eso sí, muy planchada y muy rizadita; y cuando para enternecer al público hizo ademán de abrazar a la Virgen para consolarla de la ausencia de su hijo, los estudiantes gritaban: ¡Ay mi pelliz! Así que se enteró el Arzobispo, dicen que le pasó recado de que no predicase más… Aquí cuando echa la plática aturde la iglesia… Según dicen; que yo, ya imaginará usted que no asisto a semejante iniquidad… Usted está distraído, vamos; no le cuento a usted más cuentos de esa gente.
—No, cuente usted; así entretengo un poco la ansiedad inevitable. Porque sepa usted que a mí lo único que me saca de quicio y me desata los nervios, es la expectación y la incertidumbre. Para las desgracias verdaderas, para los males ya conocidos, creo que no me falta resistencia; y eso que no la doy de estoico.
Siguió Juncal refiriendo cuentos de curas; pero como todo se agota, la conversación iba languideciendo mucho. Gabriel, de cuando en cuando, entraba en el salón, recorría dos o tres habitaciones, y salía siempre diciendo:
—¡Nada… nada…! ¡La cosa va larga!
—Ya verá usted —respondía Juncal— cómo el bueno del cura le mete escrúpulos en la cabeza a la señorita.
—Queda muy sosegada, y en un estado de ánimo bastante bueno. Mañana, Dios mediante, recibirá al Señor —respondió el cura de Ulloa, fijando los ojos en un nudo de la madera del piso, pues aquella habitación de Gabriel Pardo era la misma, la de su hermana, y tender la vista alrededor una prueba muy fuerte para el espíritu del párroco.
—Y…
—Todo se lo he expuesto y se lo he manifestado de la mejor manera posible y apoyándolo con cuantas razones me sugirió mi pobre inteligencia. Le he dicho que usted le dispensaba una honra y le daba una prueba de afecto grandísima, elevándola al puesto de esposa suya, después de que…
—¡Ay Dios mío! —exclamó Gabriel tristemente—. Si se lo ha presentado usted como un favor, de fijo que se ha resentido su orgullo… y por altivez, por delicadeza, habrá sido capaz de negarse…
—No señor, no…
—¿Ha dicho que sí?, ¿ha dicho que sí? —preguntó Gabriel afanosamente.
—Se ha negado…
—¡Ya!
—Pero por otras causas, que usted y yo estamos en el caso de respetar.
—¿Otras causas?
—Manuela se encuentra sinceramente arrepentida… La desventura, el golpe que ha recibido le han abierto mucho los ojos del alma. No desea más que expiar y llorar su culpa…
—¡Su culpa! —exclamó Gabriel, con acento de protesta—. ¡Su culpa, pobre criatura abandonada, sin consejo, sin cariño de nadie! ¡Don Julián, don Julián! Ocasiones hay en que yo me condeno a mí mismo por mi detestable propensión a la indulgencia; porque creo que se me han roto todos los resortes morales; pero ahora… ¡quisiera tener en esta mano todo el perdón y todo el amor del mundo… para derramarlo sobre la cabeza de mi sobrina! ¡Ella es inocente… otros, otros somos los culpables!
—Otros —replicó con mansa firmeza el cura— son acaso más culpables que ella; pero ella tampoco es inocente, señor de Pardo. Ella lo comprende y lo reconoce, y desea, así que su padre se ponga bueno, retirarse a un convento de Santiago.
—¡Monja! —exclamó Pardo—. Monja… ¡Quiere ser monja!
—Por ahora, no señor. La vocación no viene en un día, y yo siempre le daría el consejo de que desconfiase de una vocación repentina, dictada por sinsabores o desengaños del mundo. Lo que Manuela quiere es retiro y descanso que le cure las heridas y sitio en que hacer penitencia de su pecado. Yo le he hablado de bodas, de esposo y de alegría; me ha respondido celda y llanto. En mí no estaba desviarla de ese propósito, desde que me lo manifestó. No me lo permitía mi oficio a aquella cabecera.
Gabriel se acercó al cura de Ulloa, y tomándole con agitación las manos.
—Sí, padre —exclamó—; sí, sí, usted es el único que podía apartarla de ese triste cautiverio en que va a caer voluntariamente… Entrará allí ahora, porque cree, porque piensa que se le ha acabado el mundo y que ha delinquido atrozmente; porque tiene vergüenza y dolor, porque no sabe lo que le pasa… Después de entrar allí, lo que sucede; ya no se atreverá a salir, y se creerá en el compromiso de tomar el hábito, y lo tomará, y sufrirá, y vivirá mártir, y acaso morirá desesperada… Don Julián, ¡usted que tanto ha querido a su madre…!
Pardo sintió temblar en la suya la mano del cura de Ulloa, y creyó que el argumento había hecho fuerza. En efecto, el cura se levantó, y como si despertase de un sueño, abrió sus ojos siempre entornados y los paseó por los muebles, por la habitación, los clavó en la ventana. Y con expresión de angustia, con acento hondo y muy distinto de la voz sorda y tranquila que tenía siempre, gritó:
—¡Ojalá que su madre hubiera entrado en el convento también! Dios llama a la hija… ¡Qué vaya! ¡Qué vaya! Virgen Santísima, ¡ampárala, recíbela, sosténla, quítala del mundo!
Por primera vez sintió el comandante un impulso de ira contra aquel hombre que poseía a sus ojos la aureola y el prestigio del santo, o —para emplear con más exactitud el lenguaje interno de Gabriel —del hombre honrado que ajusta a sus convicciones su vida, y no tiene para sus semejantes sino ternura y caridad. Rebosando enojo, le apostrofó rudamente:
—¡Don Julián, permítame usted que le diga que eso es un enorme desacierto! Manuela puede ser en el mundo feliz, buena y honrada… y es un horror que vaya a sacrificarse, a enterrarse y a consumirse entre cuatro paredes, sin chispa de devoción ni de humor para ello… ¿por qué? Por una desdicha que ha tenido, por una falta que todo disculpa, cuyo alcance ella no ha podido comprender, y cuya raíz y origen están, al fin y al cabo, en lo más sagrado y respetable que existe… ¡en la naturaleza!
—Señor de Pardo —respondió el cura, que ya había recobrado su apacibilidad de costumbre—lo que la naturaleza yerra, lo enmienda la gracia; y el advenimiento de Cristo y los méritos de su sangre preciosa fueron cabalmente para eso; para remediar la falta de nuestros primeros padres y sanar a la naturaleza enferma. La ley de naturaleza, aislada, sola, invóquenla las bestias: nosotros invocamos otra más alta… Para eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por él. Dejemos esto; yo desearía que usted no se quedase con el recelo de que he influido directamente en el ánimo de la señorita. Vaya usted junto a ella, pregúntele, ínstele… haga usted su oficio, que la Virgen Santísima no ha de descuidarse en hacer el suyo… Yo me vuelvo a mi casa, si no tiene usted nada que mandar a este humilde servidor y capellán.
—Voy junto a mi sobrina ahora mismo —respondió Gabriel retando al cura con su decisión y con su cólera.
Entró medio a tientas, porque el cuarto estaba casi a oscuras, a causa de que la jaqueca de la niña no le consentía ver luz. No tardaron sin embargo las pupilas de Gabriel en acostumbrarse a aquella penumbra lo bastante para distinguir, en el fondo del cuarto, la blancura de las sábanas y la cabeza de Manuela sobre el marco de su negrísimo pelo. Al acercarse el comandante, levantose Juncal y se retiró discretamente. La montañesa yacía inmóvil, con los ojos cerrados, y de la cama se alzaba ese olor especial que los enfermeros llaman olor a calentura, y que se nota por más ligera que sea la fiebre.
A la cabecera de la cama estaba vacante la silla que el médico había dejado; pero Gabriel la separó, e hincando una rodilla en tierra, puso la mano derecha sobre el embozo de la sábana.
—Manuela… —cuchicheó.
La enferma abrió los ojos, sin responder.
—¿Qué tal te encuentras?
—Muy bien… algo cansada.
—¿Te incomodo?
—No señor… Siéntese, por Dios.
—Quiero estar así. ¿Me das la mano?
Sacó Manuela su mano morena, ardiente, abrasada, y la entregó como se la pedían. Gabriel la tomó y la rozó suavemente con los labios. La niña hizo un movimiento para retirarla. Gabriel silabeó en tono suplicante:
—No, hija mía, déjamela… Oye, Manuela… ¿Te molesta oír hablar?
—Bajito, no.
—¿Y podrás responderme?
Inclinó la cabeza, diciendo que sí.
—Manuela… ¿Te ha dicho algo de mí el señor cura?
—Ya sé los favores que le merezco —articuló la montañesa.
—Ninguno. Ese es el error. ¡Favor! No disparates. Mira en qué postura estoy. Pues figúrate que en esa misma te lo pedía, ¿entiendes? Como favor para mí, para mí. Vivo muy solo en el mundo; no tengo a nadie, a nadie; y me hacías falta, y me darías la vida. Pero ya no se trata de eso. De otra cosa más pequeñita y más fácil. Anda, monina, no me lo niegues. ¿Verdad que no? Si es facilísimo; si no te cuesta trabajo ninguno. Que no pienses en rejas ni en conventos; ¡mira qué poco, y qué sencillo! Te quedas aquí, al lado de tu padre. Yo también me quedo. Si estás triste, te acompaño; si enferma, te cuido; verás cómo discurrimos maneras de distraerte. Y de aquello que te pedí primero, no se habla nada… Nada. Te lo juro por la memoria de tu pobre mamá: ¿a que así me crees?
Manuela no abrió los labios. Con el balanceo suave de su cabecita pálida y porfiada, daba el no más redondo del mundo.
—¿No quieres? ¿Qué no? ¿Qué te diré, qué te haré para convencerte y traerte a buenas? Terquita de mi alma… ¡pobrecita!, respóndeme con la boca, dime… ¿qué hago, cómo te conquisto? Pídeme tú algo… muy grande… ¡muy atroz! Verás cómo soy mejor que tú, cómo te doy gusto… Te me has vuelto muy mala.
Los lánguidos ojos de la montañesa resplandecieron un instante, entre el oscuro cerco que los rodeaba; alzó un poco la cabeza; apretó la mano de su tío, y dejó salir con afán:
—¿De veras me hará lo que yo le pida?
—Oro molido que fuese, monina… Di, di.
—¿Me da palabra?
—De honor, de caballero, de todo lo que exijas. ¿Qué es ello? Salga.
—Que se vaya por Dios, que se vaya a Madrid corriendo… antes que aquel que está allí solito… ¡y desesperado!, se desespere de vez, y… y… —No pudo proseguir: las lágrimas, de pronto, le nublaron las pupilas y le trabaron la voz en la garganta.
Aquel que ve el interior de los corazones sabe que Gabriel Pardo recibió el golpe como honrado y valiente, presentando el pecho y con animoso espíritu. Allá en el fondo, muy en el fondo de su conciencia, se alzó una voz que gritaba:
—Cura de Ulloa, ni tú ni yo… tú un iluso y yo un necio. Quien nos vence a los dos, es… el rey… ¡No, el tirano del mundo!
—Así se hará, hija mía —dijo en alta voz—. ¿Quieres que me marche hoy mismo?
—Pudiendo ser… ¡Dios se lo pague! Atienda, escuche… —silabeó acercando tanto su boca al oído de Gabriel, que este sentía en la mejilla un aliento enfermizo y volcánico—. Haga usted para que no se desconsuele mucho… y dígale que así que yo esté en el convento, él vuelve aquí, y mi padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien.
—Adiós —respondió lacónicamente el artillero, que se levantó del suelo, se inclinó sobre la montañesa y le dio un beso a bulto, hacia la sien.
…Quiso ir a pie hasta Cebre, y Juncal, por supuesto, se empeñó en acompañarle. En lo alto de la cuesta, donde se domina a vista de pájaro el valle de los Pazos, se volvió, y estuvo buen trecho con los brazos cruzados, la vista clavada en el tejado de la solariega huronera, en el estanque del huerto que destellaba fuego a los últimos rayos del sol, en los lejanos picos y azuladas crestas que servían de corona al valle. Estas contemplaciones paran, y debiera callarse por sabido, en un suspiro muy hondo. Pardo llenó este requisito, y acordándose de todo lo que había venido a buscar allí diez días antes, pensó, con humorística tristeza:
—Otro caballo muerto.
Aquella tarde, el gran ardor de la canícula daba señales de aplacarse ya, y eran preludio y esperanza de frescura, y acaso de agua las nubes redondas y los finos rabos de gallo que salpicaban caprichosamente el cielo. Una brisa fresca, vivaracha, que columpiaba partículas de humedad, hacía palpitar el follaje. A lo lejos chirriaban los carros cargados de mies, y las ranas y los grillos empezaban a elevar su sinfonía vespertina, saludando a la lluvia y al viento antes de que hiciesen su aparición triunfal y refrigerasen la tostada campiña. Todo era vida, vida indiferente, rítmica y serena.
Gabriel Pardo se volvió hacia los Pazos por última vez, y sepultó la mirada en el valle, con una extraña mezcla de atracción y rencor, mientras pensaba:
—Naturaleza, te llaman madre… Más bien deberían llamarte madrastra.
FIN DEL TOMO SEGUNDO Y ÚLTIMO.