Los pazos de Ulloa (63 page)

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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

BOOK: Los pazos de Ulloa
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—Reflexione usted bien, mire la cuestión por todos sus aspectos: hay que marcharse.

—¿No volveré ya en mi vida a ver a Manuela? —lloró el mozo, cayendo en el sofá e hincándose las uñas en la cabeza—. Pues entonces, el Avieiro, que es bien hondo… Así como así tendré mi merecido.

—Vamos… ¡qué estoy apelando a su razón de usted! No me responda con delirios… ¿No ha dicho usted allá cuando empezamos a reñir (Gabriel se sonrió) que Dios está en el cielo y nos oye? ¿Cree usted lo que dijo? ¿Lo cree?

—¿Soy algún perro para no creer en Dios?

—Pues… si hay Dios… y si usted cree en él… ¡mire que le está ofendiendo!

Perucho asió de una muñeca a Gabriel, y se la oprimió con toda su fuerza, que no era poca; y acercándole mucho la cara, arrojó:

—Pues si no hubiese Dios… ¡lo que es a Manola… soltar no la suelto!

Buena pieza se quedó el comandante Pardo sin saber qué contestar, dominado, vencido. En la encarnizada batalla llevaba, desde el principio, la peor parte; y lo extraño es que la derrota moral que sufría, conocida de él solamente, le ocasionaba íntimo placer, y le apegaba cada vez más al antes detestado bastardo de Ulloa.

Viendo callado a Gabriel, Perucho alentó un poco, y en tono de súplica humilde, murmuró:

—Me iré, me iré… haré cuanto me manden, y si quieren, me meteré en el Seminario de Santiago y seré cura… cualquier cosa… pero respóndame, señor, dígame la verdad… ¿Se va usted a casar con Manola cuando… después que… falte yo?

Gabriel alzó la vista y le miró cara a cara. Tardó bastante, bastante en responder: sus ojos brillaron, adquirió su fisonomía aquella expresión elevada y generosa que era su única hermosura, y respondió serenamente:

—Yo no le he de salvar a usted mintiéndole… Hoy más que nunca estoy dispuesto a casarme con mi sobrina… ¡No rechine usted los dientes, no se enfurezca, por todos los santos… oiga, oiga! Cuando ella, por su voluntad, sin imposiciones de ningún género, porque me cobre cariño o… porque necesite mi protección en cualquier terreno y por cualquier causa, se resuelva a casarse conmigo… yo estoy aquí; cuanto soy y valgo, de ella es… Pero jamás ¡jamás!, si ella no quiere… Y ella no querrá —fíese usted en mí, que tengo experiencia— ni en mucho tiempo, ni tal vez en su vida… Es aún más montañesa y más porfiada que usted… Sobre todo, ¡cómono le hemos de soltar el tiro de decirle lo que hay de por medio! Eso sí, usted tiene el deber de procurar… ¡con resolución!, ¡con heroísmo!, que ella le olvide, que ella no piense en usted… sino como se piensa en el compañero querido de la niñez… ¡Nada más! Usted se va, usted le escribe algo al principio… cariñosamente… pero… con cariño… fraternal… Luego escasean las cartas… Luego cesan… Luego… tiene usted novia, ¡novia!, y ella lo averigua… Si es verdad que usted quiere a Manuela, usted hará todo eso… ¡y mucho más!

El montañés tenía los párpados entornados, la mirada vagabunda por los rincones del aposento, repasando, probablemente sin verlas, las molduras barrocas de la cama, las pinturas del biombo, los remates de época del Imperio que lucía el vetusto sofá. Cuando acabó de hablar Gabriel, sus pupilas destellaron, hizo con la mano derecha ese movimiento de sube y baja que dice clarísimamente: —Plazo… espera… —y se dirigió a la puerta. Pero Gabriel saltó y se interpuso, estorbándole la salida.

—No se pasa… (en tono más cariñoso y festivo que otra cosa).

—Haga usted favor… Si por lo visto usted está para bromas, yo no, y sentiría cometer una barbaridad.

—En serio (con mucha energía), no le dejo a usted pasar sin que me diga adónde. De evitarle la barbaridad se trata.

—Bueno, pues sépalo; tanto me da que lo sepa, y si le parece mal… (gesto grosero). No me da la gana de creer, por su honrada palabra de usted, que Manola y yo… En fin, usted quiere a Manola… yo le estorbo… le viene de perillas que me largue… y como no soy ningún páparo… ¿eh?, no me mete usted el dedo en la boca… Voy a la fuente limpia… a saber la verdad, ¡la verdad!

—¿Cómo, cómo?, ¿a quién se la va usted a preguntar? ¡Cuidado… a mi sobrina nada!

—¡Eh!… ¿Si pensará usted que ha de tener más miramientos que yo con Manola? ¡Repuño, que ya me cargó a mí esto! La verdad se la voy a sacar de las mismísimas entrañas a don Pedro Moscoso… y apartarse, ¡y dejarme de una vez!

Ciñó los brazos al cuerpo del artillero, y de un empujón lo lanzó a dos varas de distancia. Luego se precipitó hacia fuera.

- XXIX -

Muchas veces bajaba el marqués de Ulloa a la científica tertulia de su cocina, sobre todo en invierno, cuando los vastos salones estaban convertidos en una nevera, y el lar con su alegre chisporroteo convidaba a acurrucarse en el banquillo del rincón y dormitar al arrullo de las discusiones. En verano, y habiendo labores agrícolas emprendidas, prefería don Pedro el corro al aire libre de los jornaleros y jornaleras, donde se comentaban verbosamente los mínimos incidentes del día, el peso y el color de la espiga, el grueso de la paja. Y en todas estaciones, podía asegurarse que el hidalgo, a las diez y media, estaba retirado ya en su dormitorio.

No lo había escogido como necio: era una habitación contigua al archivo, y aunque no de las mayores de la casa, abrigada del frío y del calor por lo grueso de las paredes. Parecía un nido de urraca, tal revoltillo de cachivaches había en ella. Olía allí a perro de caza, y a ese otro tufillo llamado de hombre, siendo cosa segura que no lo despide ningún hombre aseado, y sí el tabaco frío, la ropa mal cuidada y el sudor rancio. Escopetas, morrales, polainas raídas, sombreros de distintas formas y materias, bastones, garrotes, cachiporras, calabazas, frascos de pólvora, mugrientos collares de cascabeles, espigas enormes de maíz, conservadas por su tamaño, chaquetones de somonte, pantalones con perneras de cuero, yacían amontonados por los rincones, cubiertos con una capa de polvo, sobre la cual era dable, no sólo escribir con el dedo, sino hasta grabar en hueco con buen realce. Único mueble serio de la habitación era la cama, de testero salomónico y fondo de red, y la vasta mesa-escritorio, forrado por delante de un cuero de Córdoba que lucía los encantadores tonos pasados y mates del oro, la plata, los rojos y azules que suelen prevalecer en tan hermoso producto de la industria nacional. En el centro, sobre un medallón de damasco carmesí rodeado de orlas de oro, estaba pintado el montés blasón de los Moscosos, las cabezas de lobo, el pino y la puente. Al hidalgo le servía la mesa para toda clase de menesteres y usos. Allí picaba tabaco y liaba cigarrillos; allí amontonaba su escasa correspondencia, haciendo oficio de prensapapeles una pistola de arzón inservible; allí tenía libros de cuentas que no consultaba jamás, así como mazos de plumas de ganso y otras de acero comidas de orín, al lado de una resma de papel sucio por las orillas ya, aunque su virginidad estuviese intacta; allí rodaba la cajita de píldoras contra el estreñimiento y el cajón de ricos habanos, el rollo de bramante y la navaja mohosa; y cuando venía el tiempo de las perdices y don Pedro intentaba reverdecer sus lauros cinegéticos, allí se cargaban a mano los cartuchos y allí se limpiaban y atersaban a fuerza de gamuza y aceite las mortíferas armas.

Mientras Gabriel y Perucho discutían cosas harto graves en la estancia próxima, el hidalgo, recogido ya a la suya, entreteníase en contar las rayitas que durante la jornada había hecho en una caña con el cortaplumas. Cada rayita representaba una gavilla de trigo, y con este procedimiento sabía a punto fijo la cantidad de gavillas majadas. Abierta estaba la ventana, a causa del mucho calor, y por ella entraban las falenas enamoradas de la luz a girar dementes sobre el tubo del quinqué: alguna vez un murciélago negro y fatídico venía, revoloteando torpemente, a caer sobre la mesa o a batir contra un rincón del cuarto. En el cielo asomaba ya la luna, triste e indiferente.

La puerta se abrió con fragor y estruendo; el hidalgo soltó su caña y miró… Casi en el mismo instante se deslizaba en el corredor una sombra, un hombre que no hacía ruido al andar, por la plausible razón de que llevaba los pies descalzos. Una de las cosas mejor montadas en las aldeas —con mayor perfección que en los palacios, o con mayor descaro por lo menos —es el espionaje, y difícilmente hará un señor que vive rodeado de labriegos cosa que ellos no olfateen y atisben, siempre que el atisbarla convenga a sus miras o importe a su curiosidad. Este dato se refiere sobre todo al campesino de Galicia. Bajo el aspecto soñoliento y las trazas cariñosas y humildes del aldeano gallego, se esconde una trastienda, una penetración y una diplomacia incomparables, pudiéndose decir de él que siente crecer la hierba y corta un pelo en el aire, si no tan aprisa, quizás con mayor destreza que el gitano más ladino. A la perspicacia une la tenacidad y la paciencia; y si tuviese también la energía y el arranque, de cierto no habría raza como esta en el mundo. En suma, lo que el gallego se empeña en saber, lo rastrea mejor que el zorro rastrea el ave descarriada. Primero se dejaría nuestro Gallo arrancar la cresta y la cola, que no ir a pegar el oído a la puerta de los señores aquella noche memorable. Resignándose a la ignominia de la descalces, rondó el cuarto del comandante; pero ¡oh dolor!, nada se oía: el salón era extenso, y Gabriel precavido en cerrar y situarse. Ahora la cosa mudaba de aspecto: el dormitorio del marqués era chico, y allí sí que no se diría palabra que se le escapase al Gallo.

Una sola inquietud: ¿no saldría el comandante a cogerle con las manos en la masa? Se arrimó a la puerta de Gabriel y le oyó pasear arriba y abajo, con paso acelerado, indicio de agitación…

—¡No sale! —dedujo el sultán—: —¡aguarda ahí por el otro!.

Así era en efecto. Gabriel no quería meter la mano entre la cuña y la madera, y esperaba impaciente, pero esperaba. «Mis atribuciones no llegan a tanto…» —decía para sí —: «allá se las hayan padre e hijo… Que se desengañe, que se convenza… Ya veremos después».

Tranquilo por esa parte el sultán, volvió al observatorio. Algo le estorbaba una vieja mampara, que reforzando la puerta, apagaba el ruido de las voces. Con todo, las más altas le llegaban bien distintas, y él no necesitaba otra cosa para coger el hilo del diálogo.

Acalorado, muy acalorado… Perucho preguntaba y el señor de Ulloa daba explicaciones en tono brusco, a manera de persona que confirma una verdad sabida y conocida hace tiempo… ¡Calle!, aquí empieza el asombro del Gallo… el mocoso del rapaz, en vez de alegrarse, se pone como un potro bravo… ¡Un genio tan maino como gasta siempre, y ahora qué fantesía! ¡Dios nos libre! Está diciéndole trescientas al señor… Si este lo toma por malas, se va a armar la de saquinte… Le echa en cara que no lo reconoció desde pequeñito… ¡Se insolenta! Hoy hay aquí un terremoto… El señor… no se oye cuasimente… de indinado que está, parece que le sale la voz de dentro de una olla… ¿Y el rapaz? Ese berra bien… ¡ay lo que está diciendo…! Que se va y que se va y que se va de esta casa arrenegada… Que se larga aunque tenga que pedir limosna por el mundo adelante… Que más que se esté muriendo el señor y lo llame para cerrarle los ojos, no viene, sino que lo amarren con cordeles y lo traigan así codo con codo atado… Que se cisca en lo que le deje por testamento, y que no quiere de él ni la hostia… Ojo… habla el señor… ¡No se oye miga…!, todo lo entrapalla con toser y con la rabia que tiene… ¡El rapaz!… Que bueno, que si le mandan la Guardia Civil para traerlo acá de pareja en pareja, que vendrá a la fuerza pero que se ahorcará con la faja o se tirará al Avieiro… Que de lo que gane trabajando le ha de enviar el dinero que gastó con él, y que después no le debe nada, y ya lo puede aborrecer a su gusto… Ahora el señor alborota… Que no lo tiente, que conforme lo hizo también lo deshace… que le tira a la cabeza un demonio… Que maldito y condenado sea… ¡Arre!

Esta última exclamación la lanzó para sí el Gallo, porque estuvo a punto de ser aplastado segunda vez por la puerta, que el montañés empujó furioso para salir, al mismo tiempo que voceaba, volviendo el rostro hacia el interior del cuarto:

—Pues con más motivo le maldigo yo, y maldito sea por toda la eternidad, amén. ¡Qué no esté yo solo en el infierno!

Tan aturdido y ebrio salía, que ni reparó en la presencia de una persona arrimada a la puerta. Corriendo se volvió a la habitación del comandante, entró en ella… Bien quisiera continuar sus investigaciones el sultán, pero ni el rumor más mínimo llegó a sus oídos: si se hablaba allí, debía ser en voz muy queda, lo mismo que cuando se confiesan las gentes.

- XXX -

¡Bueno venía el Motín aquella mañana; bueno, bueno! La caricatura, de las más chistosas; como que representaba a don Antonio con una lira, coronado de rosas y rodeado de angelitos; y luego, en la sección de sueltos picantes, cada hazaña de los parroquidermos y clericerontes. Aquello sí que era ponerles las peras a cuarto. ¡Habrase visto sinvergüenzas! ¡Pues apenas andarían ellos desbocados si no hubiese un Motín encargado de velar por la moral pública y delatar inexorablemente todas las picardigüelas de la gente negra! ¡Si con Motín y todo…!

Juncal se regodeaba, partiéndose de risa o pegando en la mesa puñetazos de indignación, según lo requería el caso; pero tan divertido y absorto en la lectura, que no hizo caso del perrillo acostado a sus pies cuando ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa, frescachona y vertiendo satisfacción al preguntar a su marido:

—¿Qué no ciertas quién tay viene?

El alborozo de su mujer era inequívoco; el médico de Cebre cayó en la cuenta al punto, y saltó en la silla dando al Motín un papirotazo solemne y exclamando:

—¿Don Gabriel Pardo?

—¡El mismo!

—Mujer… ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya… No, voy yo también… ¡Qué mómara! ¡Menéate!

—Si todavía no llegó a casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de a caballo. ¡Y corre como un loco! ¡Parece que viene a apagar un fuego!

Máximo, sin querer oír más, bajó a paso de carga la escalera, salió al patio, y como la llave del portón acostumbraba hacerse de pencas para girar, la emprendió a puñadas con la cerradura; a bien que la médica le sacó del paso, que si no, de puro querer abrir pronto, no abre ni en un siglo. Y cuando la cabalgadura cubierta de sudor se detuvo y fue a apearse el comandante, Juncal no se dio por contento sino recibiéndole en sus brazos. Hubo exclamaciones, afectuosas palmadicas en los hombros, carcajadas de gozo de Catuxa; y antes de preguntarse por la salud, ni de entrar bajo techado, ya se le habían ofrecido al huésped toda clase de manjares y bebidas, insistiendo en saber qué tomaría, hasta no dejarle respirar. La respuesta de Pardo le llenó a la amable médica las medidas del deseo:

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