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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (109 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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—Y nosotros habríamos hecho tanto dinero como hizo Aliena —apuntó.

—Así es. —Waleran tomó un delicado bocado de la carne que tenía ante sí y la masticó en actitud meditativa—. De manera que has incendiado Kingsbridge, has arruinado a tu peor enemigo y has abierto una nueva fuente de ingresos para ti. En un solo día has realizado una fructífera tarea.

William tomó un largo trago de vino y sintió que le reconfortaba sobremanera el estómago. Miró hacia el otro extremo de la mesa y la mirada se le iluminó a la vista de una muchacha de pelo oscuro y curvas bien redondeadas que sonreía coqueta a dos de sus hombres.

Tal vez pudiera gozarla esa noche. Sabía lo que pasaría. Cuando la acorralara en un rincón, la derribara al suelo y le levantara la falda, recordaría la cara de Aliena y su expresión de terror y desesperación al ver en llamas toda su lana. Y sólo entonces él sería capaz de hacerlo. Sonrió ante aquella perspectiva y tomó otra tajada de pierna de venado.

El incendio de Kingsbridge había conmovido al prior Philip hasta lo más profundo del corazón. Lo inesperado de la acción de William, la brutalidad del ataque, las espantosas escenas que tuvieron lugar al cundir el pánico entre la muchedumbre, la aterradora matanza y su propia y absoluta impotencia. Todo ello combinado le había dejado en un terrible estado de aturdimiento.

Lo peor de todo fue la muerte de Tom Builder. Un hombre en el apogeo de sus dotes y un maestro en todos los aspectos de su oficio, del que se había esperado que dirigiera la construcción de la catedral hasta que estuviera terminada. Era también el amigo con quien Philip mantenía más estrecha vinculación fuera del claustro. Siempre habían hablado al menos una vez al día, esforzándose juntos por encontrar soluciones a la interminable variedad de problemas con los que se enfrentaban en su vasto proyecto. Tom tenía una combinación poco frecuente de discernimiento y humildad, por lo que era un auténtico gozo trabajar con él. Parecía imposible que se hubiese ido.

Philip tenía la impresión de que ya no comprendía nada, que carecía de capacidad y que no era apto ni para tener a su cargo una vaquería. Mucho menos una ciudad del tamaño de Kingsbridge.

Siempre había creído que si actuaba siempre con honradez, lo mejor que podía y confiaba en Dios, a fin de cuentas todo acabaría bien. El incendio de Kingsbridge parecía haberle demostrado su error. Había perdido toda motivación y permanecía sentado en su casa del priorato durante todo el día, contemplando cómo iba consumiéndose la vela en el pequeño altar, barajando ideas incoherentes y desoladas y sin hacer nada.

El joven Jack fue quien se ocupó de cuanto había que hacer. Cuidó de que los muertos fueran llevados a la cripta, acomodó a los heridos en el dormitorio de los monjes y organizó comida de emergencia para los supervivientes en la pradera, del otro lado del río. El tiempo era cálido y todo el mundo durmió al aire libre. Al día siguiente de la matanza, Jack organizó a los aturdidos ciudadanos y les hizo despejar el recinto del priorato de cenizas y escombros, mientras que Cuthbert Whitehead y Milius Bursar ordenaban suministros de alimentos de las granjas cercanas. Al segundo día, enterraron a sus muertos en las ciento noventa y tres tumbas recientemente cavadas en el lado norte del recinto del priorato.

Philip se limitaba a confirmar las órdenes que Jack le sometía. Jack hizo observar que la mayoría de los ciudadanos que habían sobrevivido al incendio habían perdido pocas cosas de valor; en la mayoría de los casos, tan sólo alguna que otra covachuela y unos pocos enseres sin importancia. Las cosechas todavía seguían en los campos, el ganado se encontraba en los pastos y los ahorros de las gentes permanecían en sus escondrijos. Por lo general en sus casas, debajo del hogar al que no había alcanzado el fuego que arrasó la ciudad. Los grandes perjudicados fueron los mercaderes que habían visto arder toda su mercancía. Algunos, como Aliena, habían quedado en la ruina; otros tenían parte de su riqueza en plata, escondida, y podrían comenzar de nuevo. Jack propuso que empezaran a reconstruir de inmediato la ciudad.

A sugerencia de Jack, Philip concedió un permiso extraordinario para que se cortaran libremente árboles en los bosques del priorato a fin de construir las casas; pero tan sólo durante una semana. En consecuencia, Kingsbridge quedó desierta durante siete días mientras las familias elegían y talaban los árboles que iban a utilizar para sus nuevas casas. Durante esa semana, Jack pidió a Philip que dibujara un plano para la nueva ciudad. Aquella idea despertó la imaginación de Philip sacándole de su marasmo.

Trabajó sin respiro en su plan durante cuatro días. En derredor de todos los muros del priorato, habría casas grandes para los artesanos y comerciantes acaudalados. Recordó el modelo en parrilla de las calles de Winchester, y proyectó la nueva Kingsbridge sobre la misma base práctica. Calles rectas, lo bastante anchas para permitir el paso de dos carretas, y que irían a desembocar al río, con calles transversales más estrechas. Estableció el terreno de edificación básico con un ancho de veinticuatro pies que constituía una fachada amplia para una casa urbana. Cada uno de los terrenos edificables tendría una profundidad de ciento veinte pies, lo que permitiría construir un patio trasero con un excusado y un establo, cobertizo para vacas o pocilga. El puente había quedado destruido por el fuego, y habría, pues, que construir uno nuevo en posición más adecuada, al final de la nueva calle mayor, la cual atravesaría la ciudad, yendo derecha desde el puente colina arriba, dejando atrás la catedral y hasta la parte más alejada, como en Lincoln. Otra calle ancha iría desde la puerta del priorato hasta un muelle nuevo en la orilla del río, siguiendo su curso desde el puente y contorneando el recodo. De esa manera, los cargamentos de suministros podrían llegar al priorato sin tener que pasar por la bulliciosa calle mayor, donde se concentraría todo el movimiento comercial. Habría un distrito de casas pequeñas, completamente nuevo, alrededor del segundo muelle. Los pobres quedarían instalados río abajo del priorato a fin de evitar que desaseadas costumbres emporcaran el suministro de agua pura al monasterio.

La planificación de aquella reconstrucción había sacado a Philip de su marasmo; pero, cada vez que levantaba la vista de sus dibujos, se sentía embargado por la ira y el dolor ante toda aquella pérdida de vidas humanas. Se preguntaba si William Hamleigh no sería, de hecho, la propia encarnación del demonio. Había producido más daños de lo que era humanamente posible. Philip descubrió la misma alternancia de esperanza y aflicción en los rostros de las gentes cuando volvían del bosque con sus cargamentos de madera. Jack, junto con los demás monjes, habían establecido sobre el suelo el plano de la nueva ciudad, con estacas y cuerdas y mientras la gente iba eligiendo sus parcelas se escuchaba de cuando en cuando decir tristemente a alguien: "¡Pero de qué servirá! Tal vez vuelvan a pegarle fuego el año que viene". Si hubiera existido alguna esperanza de justicia, alguna posibilidad de que los malvados fueran castigados, acaso la gente no se hubiera sentido tan desconsolada; pero aún cuando Philip había escrito a Stephen, a Maud, al obispo Henry, al arzobispo de Canterbury y al Papa, sabía que, en tiempos de guerra, existían escasas posibilidades de que un hombre tan poderoso e importante como William fuera llevado ante los tribunales.

Las parcelas para la construcción de edificaciones más grandes en el proyecto de Philip estaban muy solicitadas, pese a ser sus precios más altos, de manera que éste modificó el plan ampliando su número. Casi nadie quería construir en el barrio más pobre; pese a lo cual Philip decidió conservar el trazado para una posible utilización en el futuro. Diez días después del incendio, empezaron a alzarse casas de madera nuevas, la mayoría de las cuales quedaron terminadas una semana después. Una vez que la gente hubo construido sus casas, comenzó de nuevo el trabajo en la catedral. Se pagó a los constructores y éstos quisieron gastar su dinero, así que volvieron a abrirse las tiendas y los pequeños proveedores llevaron sus huevos y cebollas a la ciudad. Las fregonas y las lavanderas empezaron a trabajar de nuevo para los comerciantes y artesanos, de manera que, día a día, la vida cotidiana fue recuperando la normalidad en Kingsbridge.

Pero tan elevado había sido el número de muertos que parecía una ciudad de fantasmas. Cada familia había perdido al menos uno de sus miembros. Un hijo, una madre, un marido o una hermana. La gente no llevaba brazaletes negros pero sus rostros manifestaban el dolor al igual que los árboles desnudos dan constancia del invierno. Uno de quienes acusó el golpe con mayor fuerza fue Jonathan, que ya tenía seis años. Deambulaba por el recinto del priorato como alma en pena y Philip comprendió que echaba en falta a Tom quien, al parecer, había pasado más tiempo con el chiquillo de lo que todos creían. Una vez que Philip se dio cuenta de ello, tuvo buen cuidado de dedicar una hora diaria a Jonathan contándole historias, practicando juegos de cuentas y escuchando su voluble cháchara.

Philip escribió a los abates de todos los principales monasterios de benedictinos de Inglaterra y Francia preguntándoles si podrían recomendarle un maestro constructor que sustituyera a Tom. En circunstancias normales, un abad en la situación de Philip hubiera acudido a su obispo para tratar del tema, ya que los obispos hacían grandes y frecuentes viajes y sin duda tendrían conocimiento de buenos constructores. Pero el obispo Waleran no ayudaría a Philip. El hecho de que ellos dos estuvieran permanentemente enfrentados hacía que la tarea del prior fuera más solitaria de lo debido.

Mientras Philip esperaba la respuesta de los abates, los artesanos empezaron a considerar de manera instintiva a Alfred como el jefe. Alfred era hijo de Tom, maestro albañil y hacía ya algún tiempo que estaba trabajando en el enclave con su propio equipo medio autónomo. Por desgracia, no tenía el cerebro de Tom; pero sabía leer y escribir y era autoritario. Además iba ocupando de forma gradual el hueco que había dejado su padre.

Daba la impresión de que la construcción planteaba muchos más problemas e interrogantes que en la época de Tom, y Alfred parecía formular siempre una pregunta cuando no se encontraba a Jack por parte alguna. Sin duda era algo natural, en Kingsbridge todo el mundo sabía que los hermanastros se aborrecían mutuamente. Sin embargo la cuestión era que Philip se encontraba una vez más incomodado por interminables problemas de detalle. Pero, a medida que transcurrían las semanas, Alfred adquiría confianza hasta que un día habló con Philip.

—¿No preferiríais que la catedral fuese abovedada? —le preguntó.

El boceto de Tom se basaba en un techo de madera sobre la parte central de la iglesia y techos de piedra abovedados en las naves laterales más estrechas.

—Sí que me gustaría —respondió Philip—. Pero nos decidimos por el techo de madera para ahorrar dinero.

Alfred asintió.

—Lo malo es que un techo de madera puede arder mientras que la piedra es a prueba de fuego.

Philip se quedó mirándolo, al tiempo que se preguntaba si no lo habría juzgado mal. Philip no esperaba que Alfred propusiera variar el diseño de su padre. Era algo que parecía más bien propio de Jack. Pero la idea de una iglesia a prueba de incendios era algo muy atractiva, sobre todo después de haber ardido toda la ciudad.

—El único edificio que ha quedado indemne tras el incendio ha sido la nueva iglesia parroquial —alegó Alfred, siguiendo aquella misma línea de pensamiento.

Y la nueva iglesia parroquial, construida por Alfred, tenía una bóveda de piedra, se dijo Philip. Pero entonces se le ocurrió que podía haber una pega.

—¿Serían capaces los muros actuales de soportar el peso extra de un techo de piedra?

—Habríamos de reforzar los contrafuertes. Sobresaldrían algo más, eso es todo.

Philip vio que había pensado en todo.

—¿Y qué me dices del coste?

—Naturalmente a la larga será más alto. Y se tardarán tres o cuatro años más en que sea terminada. Sin embargo, no influirá sobre vuestro presupuesto anual.

A Philip le gustaba cada vez más la idea.

—¿Pero acaso habremos de esperar otro año antes de poder celebrar los oficios sagrados en el presbiterio?

—No. Con el techo de piedra o de madera, no podemos empezar a trabajar en él hasta la primavera próxima, porque el trifolio ha de endurecerse antes de que pongamos peso alguno sobre él. El techo de madera puede quedar terminado algunos meses antes que el de piedra. Sin embargo, en cualquier caso, el presbiterio quedaría cubierto al final del año próximo.

Philip reflexionó, sopesando la cuestión. Había de considerar la ventaja de un techo a prueba de fuego frente a la desventaja de prolongar la construcción otros cuatro años con los consiguientes gastos de ese periodo extra. Éstos parecían por el momento algo lejanos en el futuro en tanto que la garantía de seguridad era inmediata.

—Creo que discutiré el asunto con los hermanos durante el capítulo —dijo—. Pero a mí me parece una buena idea.

Alfred se retiró después de darle las gracias. Y una vez que hubo salido, Philip se quedó mirando hacia la puerta preguntándose si necesitaría de veras buscar un nuevo maestro constructor.

Kingsbridge dio una valerosa muestra el día uno de agosto, festividad de San Pedro Encadenado. Por la mañana, en todos los hogares de la ciudad se hizo una hogaza. Acababa de realizarse la recolección y la harina era abundante y barata. Quienes no tenían horno propio la llevaban al de algún vecino, o a los grandes hornos propiedad del priorato, y también a los dos tahoneros de la ciudad, Peggy Baxter y Jack-at-the-Noven. Hacia el mediodía, en todo el ambiente flotaba el olor a pan recién horneado, lo que hacía sentirse hambriento a todo el mundo. Las hogazas quedaron expuestas sobre mesas instaladas en la pradera al otro lado del río, y todo el mundo desfiló ante ellas admirándolas. No había dos iguales. Muchas tenían dentro frutas o especias. Había pan de ciruelas, pan de uva, pan de jengibre, pan de azúcar, pan de cebolla, pan de ajo y muchos más. Otras habían sido coloreadas de verde con perejil, de amarillo con yema de huevo, de rojo con sándalo o de púrpura con heliotropo. Había un sinfín de formas extrañas. Triángulos, conos, bolas, estrellas, óvalos, pirámides, flautas, rollos e incluso figuras en ocho. Otras eran aún más pretenciosas. Había hogazas con forma de conejos, de osos, monos y dragones. Se veían casas y castillos de pan. Pero todo el mundo se mostró unánime al reconocer que la hogaza hecha por Ellen y Martha era la de mayor magnificencia. Representaba la catedral con el aspecto que tendría una vez terminada, y se había guiado por el boceto de su difunto marido Tom.

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