Read Los Pilares de la Tierra Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (55 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
12.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Waleran levantó la vista y al verle mostró en su rostro una leve irritación.

—Buenos días —dijo Philip.

—Es mi prior —aclaró Waleran a Henry.

A Philip no le gustó demasiado que le presentaran como el prior de Waleran.

—Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge, mi señor obispo.

Iba dispuesto a besar la ensortijada mano del obispo pero Henry se limitó a decir:

—Espléndido —al tiempo que tomaba otro bocado de carne. Philip permaneció allí de pie, en situación incómoda. ¿Acaso no iban a invitarle a tomar asiento?

—Nos reuniremos contigo dentro de poco, Philip.

Philip comprendió que le estaban despidiendo. Dio media vuelta y se sintió humillado. Se incorporó de nuevo al grupo que se encontraba cerca de la puerta. El mayordomo que había intentado retenerle sonreía satisfecho, diciéndole con la mirada:
Te lo advertí
. Philip se mantuvo apartado de los demás. De súbito sintió vergüenza de su hábito pardo manchado que había estado llevando día y noche durante medio año. Los monjes benedictinos teñían con frecuencia sus hábitos de negro, pero Kingsbridge hacía años que había renunciado a ello por motivos de economía. Philip siempre había creído que vestir hermosos trajes era pura vanidad, del todo inapropiado para cualquier hombre de Dios, por elevada que fuera su dignidad. Pero en aquellos momentos descubría su conveniencia. Era posible que no le hubiesen tratado de forma tan displicente si hubiera ido vestido con sedas y pieles.

Bueno,
se dijo,
un monje debe ser humilde, así que resultará beneficioso para mi alma.

Los dos obispos se levantaron de la mesa y se dirigieron a la puerta. Un servidor presentó a Henry un manto con hermosos bordados y flecos de seda.

—Hoy no tendrás mucho qué decir, Philip —dijo Henry mientras se lo ponía.

—Deja que seamos nosotros quienes hablemos —añadió Waleran.

—Deja que sea yo quien hable —dijo Henry con levísimo énfasis en el yo—. Si el rey te hace una o dos preguntas contesta con toda sencillez y no intentes presentar los hechos con demasiadas florituras. Comprenderá que necesitas una nueva iglesia sin que hayas de recurrir a lamentos y lloriqueos.

Philip no necesitaba que le dijeran aquello. Henry estaba mostrándose desagradablemente condescendiente. Sin embargo, Philip hizo un ademán de aquiescencia disimulando su resentimiento.

—Más vale que nos pongamos en marcha —dijo Henry—. Mi hermano es madrugador y puede querer concluir rápidamente los asuntos del día para irse de caza al New Forest.

Salieron. Un hombre de armas con una espada al cinto, que llevaba un báculo, se colocó delante de Henry mientras caminaban por High Street y luego subían por la colina en dirección a la Puerta Oeste. La gente se apartaba al paso de los dos obispos, pero no así ante Philip, que acabó andando detrás. De vez en cuando alguien pedía la bendición y Henry trazaba el signo de la cruz en el aire sin aminorar el paso. Poco antes de llegar al puesto de guardia torcieron a un lado y atravesaron un puente de madera tendido sobre el foso del castillo. A pesar de que se le había asegurado que no tendría que hablar mucho, Philip sentía un hormigueo de temor en el estómago.

Estaba a punto de ver al rey.

El castillo se alzaba en la parte sudoeste de la ciudad. Sus muros occidental y meridional formaban parte de las murallas de la ciudad, pero los que separaban de la ciudad la parte de atrás del castillo no eran menos altos y fuertes que los de las defensas exteriores, como si el rey necesitara tanta protección frente a los ciudadanos como frente al mundo exterior.

Entraron por una parte baja que había en el muro y al instante se encontraron ante la maciza torre del homenaje que dominaba aquel extremo del recinto. Era una formidable torre cuadrada. Al contar las ventanas estrechas como flechas, Philip calculó que debía tener cuatro pisos. Como siempre, la planta baja consistía en almacenes y una escalera exterior conducía a la entrada de arriba. Un par de centinelas apostados al pie de la escalera se inclinaron al paso de Henry. Entraron en el vestíbulo; había en el suelo algunos asientos rebajados en el muro de piedra, bancos de madera y una chimenea. En una esquina dos hombres de armas protegían la escalera que conducía arriba, inserta en el muro. Uno de los hombres encontró la mirada del obispo Henry y con un gesto de asentimiento subió las escaleras para decir al rey que su hermano estaba esperando.

La inquietud hacía que Philip sintiera náuseas. En los próximos minutos podía quedar decidido todo su futuro. Hubiera deseado sentirse más a gusto con sus aliados. Hubiera deseado haber pasado las primeras horas de la mañana rezando para que las cosas salieran bien en lugar de vagar por Winchester. Hubiera deseado llevar un hábito limpio.

En el salón se encontraban unas veinte o treinta personas, en su mayoría hombres. Parecía haber una mezcolanza de caballeros, sacerdotes y prósperos ciudadanos. De repente a Philip le sobresaltó la sorpresa. Junto al fuego se encontraba Percy Hamleigh, hablando con una mujer y un joven. ¿Qué hacía allí? Las dos personas que se encontraban con él eran su horrible mujer y su embrutecido hijo. Habían colaborado con Waleran, si así podía decirse, en la caída de Bartholomew. Difícilmente podría ser una coincidencia el que se encontraran allí ese día. Philip se preguntó si Waleran los esperaba.

—¿Has visto...? —preguntó Philip a Waleran.

—Los he visto —replicó tajante Waleran, visiblemente descontento.

Philip tuvo la impresión de que su presencia en esos momentos era un mal presagio, aunque no supiera exactamente por qué. El padre y el hijo se parecían. Ambos eran hombres grandes y corpulentos, de pelo rubio y rostro taciturno. La mujer tenía todo el aspecto del tipo de demonio que torturaba a los pecadores en las pinturas del infierno. Se tocaba constantemente los granos de la cara con una mano esquelética e inquieta. Permanecía en pie apoyándose ora en un pie, ora en el otro, lanzando miradas todo el tiempo alrededor de la habitación. Sus ojos se encontraron con los de Philip y rápidamente desvió la mirada.

El obispo Henry iba de un lado a otro, saludando a los conocidos y bendiciendo a quienes no lo eran, pero al parecer sin perder de vista las escaleras, porque tan pronto como el centinela volvió a bajarlas, Henry le miró y ante el movimiento afirmativo de cabeza del hombre interrumpió la conversación a mitad de la frase.

Waleran subió las escaleras detrás de Henry, y Philip cerró la marcha con el corazón en la boca. El salón en el que entraron era del mismo tamaño y forma que el de abajo, pero el conjunto producía una sensación diferente. De las paredes colgaban reposteros y el suelo de madera, bien fregado, estaba cubierto de alfombras de piel de cordero. En la chimenea ardía un gran fuego y la habitación estaba brillantemente iluminada con docenas de velas. Junto a la puerta había una mesa de roble con plumas, tinta y un montón de hojas de vitela para cartas. Un clérigo se encontraba sentado a ella a la espera de que el rey le dictara.

Lo primero que observó Philip era que el rey no llevaba corona. Vestía una túnica púrpura sobre polainas de piel como si estuviera a punto de montar a caballo. A sus pies estaban tumbados dos grandes perros de caza semejantes a cortesanos favoritos. Se parecía a su hermano, el obispo Henry, pero las facciones de Stephen eran algo más finas, lo que le hacía mejor parecido. Tenía abundante pelo leonado. Sin embargo sus ojos eran igualmente inteligentes. Se reclinó en su gran sillón, que Philip supuso que era un trono, en actitud tranquila, con las piernas estiradas y los codos apoyados en los brazos del asiento. Pese a aquella actitud, en la habitación planeaba un ambiente de tensión. El rey era el único que parecía estar a sus anchas.

Al tiempo que entraban los obispos y Philip, se retiraba un hombre alto con costosa indumentaria. Saludó al obispo Henry con un movimiento familiar de cabeza e ignoró a Waleran. Philip se dijo que con toda probabilidad era un poderoso barón.

El obispo Henry se acercó al rey, inclinándose ante él.

—Buenos días, Stephen —dijo.

—Todavía no he visto a ese bastardo de Ranulf —dijo el rey Stephen—. Si no aparece pronto le cortaré los dedos.

—Estará aquí cualquier día de éstos, te lo prometo. Aunque de todos modos tal vez debieras cortarle los dedos.

Philip no tenía idea de quien era Ranulf, ni por qué el rey quería verle, pero tuvo la impresión de que, aún cuando Stephen estaba disgustado, no hablaba en serio en lo que se refería a la mutilación del hombre.

Antes de que Philip ahondara en aquella línea de pensamiento, Waleran dio un paso adelante y se inclinó.

—Recordarás a Waleran Bigod, el nuevo obispo de Kingsbridge —dijo Henry.

—Sí, pero ¿quién es ése? —dijo Stephen mirando a Philip.

—Es mi prior —dijo Waleran.

Waleran no dijo el nombre, por lo que Philip se apresuró a ampliar la información.

—Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge.

Su voz sonó más fuerte de lo que era su intención. Se inclinó.

—Acércate, padre prior —dijo Stephen—. Pareces atemorizado ¿Qué es lo que te preocupa?

Philip no sabía cómo responder aquello. Le preocupaban tantas cosas...

—Estoy preocupado porque no tengo un hábito limpio que ponerme —dijo a la desesperada.

Stephen se echó a reír, aunque sin malicia.

—Entonces deja de preocuparte —le dijo. Y mirando a su hermano, tan bien vestido añadió—. Me gusta que un monje parezca un monje, no un rey.

Philip se sintió algo mejor.

—Me he enterado de lo del incendio ¿Cómo os las arregláis? —preguntó Stephen.

—El día del incendio Dios nos envió a un constructor. Reparó los claustros con gran rapidez y para los oficios sagrados utilizamos la cripta. Con su ayuda estamos despejando el enclave para la reconstrucción y además ha dibujado los planos de una iglesia nueva —dijo Philip.

Al oír aquello Waleran enarcó las cejas. No estaba enterado de lo de los planos. Philip se lo habría dicho si le hubiera preguntado, pero no lo hizo.

—Loablemente rápido —dijo el rey—. ¿Cuándo empezaréis a construir?

—Tan pronto como pueda encontrar el dinero.

Entonces intervino el obispo Henry.

—Ése es el motivo de que haya traído conmigo para verte al prior Philip y al obispo Waleran. Ni el priorato ni la diócesis disponen de recursos para financiar un proyecto de tal envergadura.

—Y tampoco la Corona, mi querido hermano —dijo Stephen.

Philip se sintió desalentado. No era aquel un buen comienzo.

—Lo sé. Por eso he buscado la manera de que puedas hacer posible para ellos la reconstrucción de Kingsbridge, sin costo alguno para ti —dijo Henry.

Stephen se mostró escéptico.

—¿Y has tenido éxito en la concepción de un proyecto tan ingenioso, por no decir mágico?

—Sí. Y mi sugerencia consiste en que cedas las tierras del conde de Shiring a la diócesis para que pueda financiar el programa de reconstrucción.

Philip contuvo el aliento.

El rey pareció pensativo.

Waleran abrió la boca dispuesto a hablar, pero Henry le hizo callar con un gesto.

—Es una idea inteligente. Me gustaría hacerlo —dijo el rey.

A Philip le dio un salto el corazón

—Lo malo es que acabo de prometer virtualmente el condado a Percy Hamleigh —dijo el rey.

Philip no pudo acallar un lamento. Había pensado que el rey iba a decir que sí. La decepción fue como una puñalada.

Henry y Waleran quedaron pasmados. Nadie había previsto aquello.

Henry fue el primero en hablar.

—¿Virtualmente? —preguntó.

El rey se encogió de hombros.

—Podría zafarme del compromiso, aunque resultaría considerablemente embarazoso. Después de todo fue Percy quien condujo ante la justicia al traidor Bartholomew.

—No sin ayuda, mi señor —intervino rápido Waleran.

—Sabía que tuviste cierta parte en ello.

—Fui yo quien informó a Percy Hamleigh de la conspiración contra vos.

—Sí. Y a propósito ¿cómo lo supiste tú?

Philip se agitó nervioso. Estaban pisando terreno peligroso. Nadie debía saber que en su origen la información procedía de su hermano Francis, ya que éste seguía trabajando para Robert de Gloucester, a quien le había sido perdonada su intervención en la conspiración.

—La información me llegó a través de una confesión en el lecho de muerte —dijo Waleran.

Philip se sintió aliviado. Waleran estaba repitiendo la mentira que Philip le había dicho a él, pero hablando como si esa “confesión” se la hubieran hecho a él y no a Philip. Pero éste se sentía más que contento de que la atención se apartara de su propia persona en todo ese asunto.

—Aun así fue Percy y no tú quien lanzó el ataque contra el castillo de Bartholomew, jugándose el todo por el todo, y quien arrestó al traidor.

—Puedes recompensar a Percy de cualquier otra manera —le sugirió Henry.

—Lo que quiere Percy es Shiring —dijo Stephen—. Conoce la zona. Y la gobernará de forma efectiva. Podría darle Cambridgeshire, pero ¿le seguirían los hombres de los pantanos?

—Primero debes dar gracias a Dios y después a los hombres. Fue Dios quien te hizo rey —dijo Henry.

—Pero Percy arrestó a Bartholomew.

Henry se sintió ofendido ante tamaña irreverencia.

—Dios lo controla todo...

—No insistas en ello —dijo Stephen alzando la mano derecha.

—Está bien —repuso Henry en actitud sumisa.

Aquello fue una clara demostración del poder real. Por un momento habían estado discutiendo casi como iguales, pero Stephen con una breve frase había recuperado la ventaja.

Philip se sintió amargamente decepcionado. Al principio le pareció que era una petición imposible, pero poco a poco había empezado a pensar que se la concedería, imaginando incluso cómo utilizaría aquella riqueza. Ahora había vuelto a la realidad con un fuerte batacazo.

—Mi señor rey —dijo Waleran—. Os doy gracias por mostraros dispuesto a reconsiderar el futuro del condado de Shiring, y esperaré vuestra decisión con ansiedad y oración.

Era impecable, se dijo Philip. Parecía como si Waleran aceptara con elegancia. De hecho venía a recapitular que la cuestión quedaba todavía pendiente. El rey no había dicho eso. Bien analizada, la respuesta había sido negativa. Pero no había nada ofensivo en insistir en que el rey todavía podía inclinar su decisión a uno u otro lado.
Debo recordar esto
, pensó Philip;
cuando estés a punto de recibir una negativa, trata de lograr un aplazamiento.

BOOK: Los Pilares de la Tierra
12.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Playing for Keeps by Yahrah St. John
Gatecrasher by Young, Robert
My Dear Watson by L.A. Fields
Blonde by Joyce Carol Oates
Ruin: Revelations by Bane, Lucian
How to Disappear by Duncan Fallowell
Providence by Cocca, Lisa Colozza
Pursuit of a Parcel by Patricia Wentworth
Bonefire of the Vanities by Carolyn Haines