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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (56 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Stephen vaciló un instante, como si albergara una leve sospecha de que le estaban manejando. Luego pareció desechar cualquier duda.

—Gracias a los tres por haber venido a verme —dijo.

Philip y Waleran dieron media vuelta y se dispusieron a salir, pero Henry siguió en sus trece.

—¿Cuándo conoceremos tu decisión?

De nuevo Stephen pareció sentirse en cierto modo acorralado.

—Pasado mañana —dijo.

Henry se inclinó y los tres salieron de la habitación.

La incertidumbre era casi tan mala como una negativa. Philip encontraba insoportable la espera. Pasó la tarde con la maravillosa colección de libros del priorato de Winchester, pero ni siquiera ellos eran capaces de impedir que siguiera especulando sobre lo que el rey tendría en la mente. ¿Podía el rey desdecirse de la promesa que había hecho a Percy Hamleigh? ¿Hasta qué punto era Percy importante? Era un miembro de la pequeña aristocracia rural que aspiraba a un condado. Con toda seguridad Stephen no tenía motivo alguno para temer ofenderle. Pero ¿hasta qué punto Stephen quería ayudar a Kingsbridge? Era notorio que los reyes se hacían más devotos con la edad. Y Stephen era joven.

Philip se encontraba barajando una y otra vez las posibilidades en su mente y mirando, aunque sin leer, el
De Consolatione Philosophiae Libri V
de Boecio, cuando un novicio llegó prácticamente de puntillas por una de las galerías del claustro y se acercó a él con timidez.

—En el patio exterior hay alguien que pregunta por vos, padre —le susurró el muchacho.

Era evidente que no se trataba de un monje, ya que habían hecho esperar afuera al visitante.

—¿Quién es? —preguntó Philip.

—Es una mujer.

La primera y aterradora idea que acudió al pensamiento de Philip era que se trataba de la prostituta que le había abordado delante de la casa de la moneda. Pero aquel día se había encontrado con la mirada de otra mujer.

—¿Qué aspecto tiene?

El muchacho hizo un gesto de aversión.

Philip asintió comprensivo.

—Regan Hamleigh. —¿Qué nueva maldad estaría concibiendo?—. Voy en seguida.

Recorrió despacio y pensativo los claustros y salió al patio. Necesitaría de todo su ingenio para tratar con esa mujer.

Regan se encontraba en pie, delante del locutorio del intendente, envuelta en una gruesa capa, ocultando su rostro con una capucha. Miró a Philip con tan clara malevolencia que éste estuvo en un tris de dar media vuelta e irse de inmediato por donde había venido. Pero luego se sintió avergonzado de huir ante una mujer y se mantuvo firme.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—¡Monje necio! —escupió— ¿Cómo podéis ser tan estúpido?

Se sintió enrojecer.

—Soy el prior de Kingsbridge. Y mejor será que me llames Padre —le dijo. Pero se dio cuenta, fastidiado, de que parecía más bien petulante que autoritario.

—Muy bien,
padre
, ¿cómo es posible que os dejéis
utilizar
por esos dos obispos codiciosos?

Philip aspiró hondo.

—¡Habla sin rodeos! —dijo enfadado.

—Resulta difícil encontrar palabras bastante claras para alguien tan necio como vos, pero lo intentaré. Waleran está utilizando la iglesia incendiada como pretexto para hacerse con las tierras del condado de Shiring en su propio provecho. ¿He hablado con bastante claridad? ¿Habéis captado la idea?

El tono desdeñoso de Regan seguía sulfurando a Philip, pero no pudo resistir a la tentación de defenderse.

—No hay nada oculto en todo ello —dijo—. Los ingresos procedentes de la tierra están destinados a reconstruir la catedral.

—¿Qué os hace pensar eso?

—Esa era la idea —protestó Philip, aunque en el fondo de la mente empezara a sentir el resquemor de la duda.

Cambió el tono desdeñoso de Regan que se hizo malicioso.

—¿Pertenecerán las nuevas tierras al priorato? ¿O más bien a la diócesis? —insinuó.

Philip se la quedó mirando un instante y luego apartó la vista. El rostro de aquella mujer era demasiado repelente. Él había estado trabajando con la presunción de que las tierras pertenecerían al priorato y estarían bajo su control, y no la diócesis, en cuyo caso el control lo tendría Waleran. Pero en aquel momento recordó que cuando fueron recibidos por el rey, el obispo Henry había pedido específicamente al rey que aquellas tierras fueran dadas a la diócesis. Philip supuso en aquel momento que se trataba de un
lapsus linguae
. Pero no recordaba que lo hubieran subsanado entonces ni después.

Observó suspicaz a Regan. Era imposible que hubiera sabido de antemano lo que Henry iba a decir al rey. Tal vez tuviera razón respecto a ello. Quizá sólo estuviera intentando crear dificultades. Con una disputa entre Philip y Waleran, llegado a ese punto, ella llevaba todas las de ganar.

—Waleran es el obispo y ha de tener una catedral —dijo Philip.

—Ha de tener un montón de cosas —aclaró ella. Al empezar a razonar parecía menos malévola y más humana, pero aún así Philip no podía soportar mirarla por mucho tiempo—. Para algunos obispos lo primero sería una hermosa catedral. Waleran tiene otras necesidades. En cualquier caso, mientras tenga en su mano los cordones de la bolsa se encontrará en posición de conceder lo que le parezca, mucho o poco, a vos y a vuestros constructores.

Philip se dio cuenta de que, al fin, Regan tenía razón en algo. Si fuera Waleran quien cobrara las rentas, naturalmente retendría parte de ellas para sus gastos. Y únicamente él podría fijar esa parte. No habría nada que le impidiera desviar los fondos para asuntos ajenos a la catedral, si así lo deseaba. Y Philip nunca sabría de un mes para otro si estaría en condiciones de pagar a los constructores.

No cabía la menor duda de que sería preferible que fuera el priorato el que tuviera la propiedad de la tierra. Pero Philip estaba seguro de que Waleran se opondría a esa idea y de que el obispo Henry respaldaría a Waleran. Para Philip la única esperanza era el rey. Y el rey Stephen, al ver a los hombres de la iglesia divididos, era posible que resolviera el problema entregando el condado a Percy Hamleigh.

Que naturalmente era lo que Regan buscaba.

Philip negó con la cabeza.

—Si Waleran está intentando engañarme, ¿para qué habría de traerme aquí? Hubiera podido venir solo y presentar su súplica.

Ella asintió.

—Pudo haberlo hecho. Pero también el rey podía haberse preguntado hasta qué punto era sincero Waleran al decir que sólo quería el condado para construir una catedral. Vos habéis hecho que desapareciese cualquier duda que Stephen pudiese albergar al aparecer aquí para apoyar la solicitud de Waleran. —Su tono se hizo de nuevo desdeñoso—. Y vos tenéis un aspecto tan patético con vuestro hábito manchado que habéis inspirado lástima al rey. No, Waleran fue muy listo al traeros con él.

Philip tenía la horrible sensación de que tal vez Regan estuviera en lo cierto, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—Lo que pasa es que tú quieres el condado para tu marido —le dijo.

—Si pudiera daros la prueba, ¿cabalgaríais medio día para verla vos mismo?

Lo último que quería Philip era verse enredado en las manipulaciones de Regan. Pero tenía que averiguar si su alegato era verdadero.

—Sí, cabalgaré medio día —admitió a disgusto.

—¿Mañana?

—Sí.

—Estad preparado al amanecer.

Era William Hamleigh, el hijo de Percy y Regan, quien a la mañana siguiente estaba esperando a Philip en el patio exterior cuando los monjes empezaban a cantar prima. Philip y William salieron de Winchester por la Puerta Oeste, torciendo de inmediato hacia el Norte en la calle Athelynge. Philip pronto se dio cuenta de que el palacio del obispo Waleran estaba en esa dirección y se encontraba a medio día de viaje. De manera que allí era a donde iban. Pero ¿por qué?. Se sentía profundamente receloso, y decidió mantenerse alerta ante cualquier astucia. Era muy posible que los Hamleigh intentaran utilizarlo. Hizo cábalas de cómo podrían hacerlo. Tal vez Waleran poseyera algún documento que los Hamleigh quisieran ver o incluso robar, alguna especie de escritura o carta de privilegio. El joven Lord William podía decir al servicio del obispo que habían enviado a los dos a buscar el documento. Seguramente le creerían por ir Philip con él. Era muy posible que William escondiera una carta en la manga. Philip tenía que mantenerse en guardia. Era una mañana gris y melancólica, bajo una fina lluvia. William cabalgó a buena marcha durante las primeras millas, pero luego disminuyó el ritmo para dejar que descansaran los caballos.

—Así que quiere quitarme el condado, monje —dijo al cabo de un rato.

Philip quedó desconcertado ante su tono hostil. No había hecho nada para merecerlo y le molestó, así que su respuesta fue dura.

—¿A ti? —dijo—. Tú no vas a tenerlo, muchacho. Puede que lo reciba yo, o tu padre, o quizás el obispo Waleran. Pero nadie ha pedido al rey que te lo dé a ti. Eso suena a broma.

—Yo lo heredaré.

—Eso está por verse —Philip llegó a la conclusión de que no valía la pena discutir con William—. No te deseo ningún mal —dijo en tono conciliatorio—. Lo único que yo quiero es construir una nueva catedral.

—Entonces quedaos con el condado de algún otro —dijo William—. ¿Por qué la gente ha de tomarla siempre con nosotros?

Philip se dio cuenta de que había una gran amargura en el tono del muchacho.

—¿La toma la gente siempre con vosotros? —le preguntó.

—Cabía esperar que hubieran aprendido la lección de lo ocurrido a Bartholomew. Insultó a nuestra familia y mirad dónde está ahora.

—Creí que era su hija la responsable del insulto.

—Esa zorra es tan orgullosa y arrogante como el padre. Pero también ella sufrirá. Al final todos se arrodillarán ante nosotros, ya verá.

Esos no eran los sentimientos naturales de un muchacho de veinte años, se dijo Philip. William se asemejaba más a una mujer de mediana edad envidiosa y virulenta. Philip no disfrutaba en modo alguno con aquella conversación. La mayoría de la gente disimulaba su enconado odio con una cierta elegancia, pero William era demasiado tosco para hacerlo.

—Más vale dejar la venganza para el día del Juicio Final —dijo Philip.

—¿Por qué no esperáis vos al día del Juicio Final para construir vuestra iglesia?

—Porque para entonces será demasiado tarde para salvar las almas de los pecadores de los tormentos del infierno.

—¡No empecéis con eso! —dijo William con una nota de histeria en la voz—. ¡Reservadlo para vuestros sermones!

Philip se sintió tentado de darle otra réplica mordaz, pero se mordió la lengua. Había algo muy extraño en aquel muchacho. Tenía la sensación de que William podía ser presa en cualquier momento de una furia incontrolable y que si se enfurecía podía ser extraordinariamente violento. Philip no le tenía miedo. No temía a los hombres violentos, tal vez porque de niño había visto lo peor que eran capaces de hacer y había sobrevivido. Pero nada se ganaba enfureciendo a William con reprimendas, así que le habló con calma.

—El cielo y el infierno es de lo que yo me ocupo. La virtud y el pecado, el perdón y el castigo, lo bueno y lo malo. Me temo que no puedo guardar silencio respecto a ellos.

—Entonces hablad con vos mismo —dijo William y espoleando al caballo lo puso al trote apartándose de Philip.

Cuando se encontraba ya a cuarenta o cincuenta yardas de distancia de Philip, volvió a reducir la marcha. Éste se preguntó si el muchacho reduciría la marcha y volvería para cabalgar a su lado, pero no lo hizo y durante el resto de la mañana cabalgaron separados.

Philip se sentía inquieto y algo deprimido; había perdido el control de su destino. En Winchester había dejado que Waleran Bigod llevara la voz cantante y en esos momentos permitía que William Hamleigh le indujera a hacer ese viaje misterioso.
Todos están intentando manipularme,
se dijo.
¿Por qué permito que lo hagan? Es hora de que sea yo quien empiece a tomar la iniciativa.
Pero en ese momento no había nada que pudiera hacer, salvo dar media vuelta y volver a Winchester, y ello parecía un gesto fútil, de manera que siguió tras William, contemplando meditabundo los cuartos traseros del caballo de éste mientras continuaban cabalgando.

Poco antes del mediodía llegaron al valle donde se alzaba el palacio del obispo. Philip recordaba haber acudido allí a principios de año, terriblemente agitado, llevando consigo un secreto mortal. Desde entonces habían cambiado extraordinariamente un montón de cosas.

Ante su sorpresa, William dejó atrás el palacio y empezó a subir por la colina. El camino se estrechaba hasta convertirse en un pequeño sendero entre los campos. Philip sabía que no conducía a ninguna parte importante. A medida que alcanzaban la cima de la colina, Philip observó que se estaban llevando a cabo obras de edificación. Algo por debajo de la cima les detuvo, un banco de tierra que parecía cavada recientemente. A Philip le asaltó una terrible sospecha.

Apartándose, cabalgaron a lo largo del banco hasta encontrar un hueco. En el interior del banco había un foso seco, relleno a esa altura para permitir que pasara la gente. Lo atravesaron.

—¿Es esto lo que hemos venido a ver? —preguntó Philip.

William se limitó a asentir con la cabeza.

Había quedado confirmada la sospecha de Philip. Waleran estaba construyéndose un castillo. Sintió una inmensa tristeza.

Aguijó a su caballo y atravesó la cuneta con William a la zaga. La cuneta y el banco rodeaban la cima de la colina. Junto al borde interior de la cuneta se había levantado un grueso muro de piedra hasta una altura de dos o tres pies. Era evidente que el muro estaba sin terminar, y a juzgar por su grosor se había pensado que fuera muy alto.

Waleran estaba construyendo un castillo, pero allí no había trabajadores ni se veían herramientas ni almacenamientos de piedras o madera. Se había hecho mucho en poco tiempo. Y de repente habían suspendido los trabajos. Era evidente que Waleran se había quedado sin dinero.

—Supongo que no habrá duda de que es el obispo quien está construyendo este castillo —dijo Philip a William.

—¿A quién iba a permitir Waleran Bigod que construyera un castillo cerca de su palacio? —repuso William.

Philip se sintió dolido y humillado. La cuestión era de una claridad meridiana. El obispo Waleran quería el condado de Shiring, con su cantera y su madera para construir su propio castillo, no una catedral. Philip era tan sólo un instrumento, el incendio de la catedral de Kingsbridge una excusa oportuna. Su papel consistía en avivar la devoción del rey para que concediera el condado a Waleran.

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