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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (119 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Correspondió a Joharran la tarea de encender la primera fogata y una antorcha para llevarla al interior del refugio, y se alegró de poder contar para ello con las piritas. El fuego prendió enseguida y encendió la antorcha. A continuación la gente aguardó con impaciencia a que la Zelandoni retirara la figurilla de formas femeninas colocada frente al refugio para protegerlo. Tras dar gracias a la Gran Madre por vigilar su hogar mientras estaban ausentes, se encendieron varias antorchas más. La caverna formó una procesión tras la corpulenta mujer mientras ésta devolvía la donii a su lugar detrás de la gran hoguera, al fondo del espacio protegido, y luego todos se dispersaron, dirigiéndose cada cual a su propia morada para desprenderse por fin de la carga.

El primer trabajo inevitable consistía en inspeccionarlo todo en busca de posibles daños causados por las alimañas durante su ausencia. Había algunos excrementos de animales, las piedras de algún hogar estaban fuera de su sitio, y algunas cestas habían sido derribadas; pero los desperfectos eran mínimos. Dentro se encendió el fuego de los hogares y se acomodaron las provisiones y reservas. Se extendieron las pieles de dormir en las correspondientes plataformas. La Novena Caverna de los zelandonii había vuelto a casa.

Ayla se encaminó hacia la morada de Marthona, pero Jondalar la llevó en otra dirección. Lobo los siguió. Sosteniendo una antorcha en una mano y cogiendo la mano de Ayla con la otra, la guio hacia otra estructura, una que ella no recordaba haber visto allí. Jondalar se detuvo ante la entrada, apartó la cortina y le indicó que pasara.

–Esta noche dormirás en tu propia morada, Ayla –anunció Jondalar.

–¿Mi propia morada? –repitió ella, tan abrumada que apenas podía hablar.

Cuando entró en el oscuro espacio, el lobo la acompañó. Jondalar penetró después, manteniendo la antorcha en alto para que ella viese bien el interior.

–¿Te gusta? –preguntó él.

Ayla miró alrededor. En esencia, la morada estaba vacía, pero había estantes adosados a la pared adyacente a la entrada y, a un lado, una plataforma para las pieles de dormir. El suelo se había recubierto con secciones planas y lisas de piedra caliza procedentes de la cercana pared rocosa y se habían soldado entre ellas con arcilla endurecida del río. Se habían dispuesto ya las piedras del hogar, y una estatuilla femenina ocupaba el nicho situado justo enfrente de la entrada.

–Mi propia casa. –Ayla, con ojos chispeantes, empezó a dar vueltas en el centro de la estructura vacía–. ¿Una morada para nosotros dos solos?

Lobo se sentó sobre las patas traseras y la observó. Aquél era un lugar nuevo, pero dondequiera que Ayla estuviese era para él su hogar.

Una extraña sonrisa surcaba el rostro de Jondalar.

–Bueno, para nosotros tres –dijo dándole una palmada en el vientre–. Prácticamente está vacío...

–Me encanta. Me gusta muchísimo. Es preciosa, Jondalar.

Tan complacido estaba por las muestras de satisfacción de Ayla que sintió que se le anegaban los ojos en lágrimas, y tuvo que esforzarse por contenerlas. Entregó a Ayla la antorcha.

–Si es así, tienes que encender el candil, Ayla. Con ese gesto das a entender que la aceptas. Guardo aquí un poco de grasa derretida; la he traído todo el camino desde nuestro último campamento.

Se llevó la mano bajo la túnica y sacó una bolsa pequeña, la vejiga curada de un ciervo, envuelta en otra bolsa algo mayor hecha de piel del mismo animal, con el pelo vuelto hacia dentro. La vejiga era casi impermeable, pero con el tiempo rezumaba un poco, especialmente debido al calor. La segunda bolsa tenía la función de absorber esa mínima filtración, y el pelo añadía una capa más para embeber la grasa que pudiera traspasar la membrana de la vejiga. En su parte superior, la vejiga se había atado con tendón de la pata del animal en torno a una vértebra de la espina dorsal del ciervo, rebajado el hueso superfluo hasta obtenerse una forma circular. El orificio natural de la vértebra, donde antes había estado alojada la médula espinal, era el agujero por el que se vertía el contenido. A modo de tapón, llevaba una correa de cuero atada repetidas veces hasta formar un nudo que encajaba en el agujero.

Jondalar tiró del extremo de la correa para retirar el nudo y vertió un poco de grasa líquida en un candil de piedra nuevo. Empapó una punta de una mecha absorbente de liquen extraído de las ramas de los árboles próximos al campamento de la Reunión de Verano y la colocó en el aceite. Luego acercó la antorcha. Prendió al instante. Cuando la grasa, ya caliente, se fundió por completo, Jondalar sacó un paquete de mechas envueltas con una hoja de árbol; éstas se habían elaborado a partir de hongos porosos cortados en tiras y dejados a secar. Le gustaba usar mechas de hongo, porque ardían durante más tiempo y proporcionaban una iluminación más acogedora. Desplazó a un lado la primera mecha y la colocó de forma que sobresaliera un poco más del borde del recipiente poco profundo. Luego añadió una segunda y una tercera mecha al mismo candil, para que uno solo alumbrara como si tuvieran tres.

Después llenó el segundo candil y entregó la antorcha a Ayla. Ella acercó la llama a la mecha. Prendió, chisporroteó y al cabo de un momento se estabilizó en un vivo resplandor. Jondalar llevó el candil al nicho que contenía la donii y lo dejó frente a la estatuilla. Ayla lo siguió. Cuando él se dio la vuelta, ella alzó la vista y le miró la cara.

–Ahora esta morada es tuya, Ayla –declaró Jondalar–. Si me dejas encender mi hogar entre estas paredes, todos los niños nacidos aquí serán de mi hogar. ¿Me lo permites?

–Sí, claro –contestó ella.

Jondalar volvió a coger la antorcha de la mano de ella y, a grandes zancadas, se dirigió al espacio reservado al hogar, delimitado ya mediante un círculo de piedras. Dentro había leña lista para arder. Acercó la antorcha a las astillas y observó hasta que las llamas de la leña menuda prendieron en los troncos mayores. No estaba dispuesto a correr el menor riesgo de que el fuego se apagara. Cuando alzó la vista, Ayla lo miraba con amor. Jondalar se irguió y la tomó entre sus brazos.

–Jondalar, soy tan feliz… –dijo ella, quebrándosele la voz, al mismo tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas.

–¿Entonces por qué lloras?

–Lloro de alegría –contestó ella, y se estrechó contra él–. Nunca había soñado que llegaría a ser tan feliz. Voy a vivir en esta preciosa casa, y los zelandonii son mi pueblo, y voy a tener un hijo, y soy tu compañera. Pero soy feliz sobre todo porque me he emparejado contigo. Te quiero, Jondalar; te quiero mucho.

–Yo también te quiero, Ayla. Por eso he construido esta morada para ti –dijo él, e inclinó la cabeza para unir sus labios a los de ella. Notó el sabor de sus lágrimas.

–Pero ¿cuándo la construiste? –preguntó ella tras apartarse de él–. ¿Cómo? Hemos pasado todo el verano en la reunión.

–¿Recuerdas la expedición de caza que hice con Joharran y otros? No era sólo una expedición de caza. Volvimos aquí y construimos la morada.

–¿Recorristeis todo el camino hasta aquí para construir nuestra casa? ¿Por qué no me lo dijiste?

–Quería que fuera una sorpresa –contestó Jondalar, complacido por la reacción de feliz asombro de ella–. No eres tú la única capaz de planear sorpresas.

–Es la mejor sorpresa que me han dado nunca –declaró ella, de nuevo con lágrimas en los ojos.

–Has de saber, Ayla –dijo él con repentina seriedad–, que si alguna vez tiras las piedras de mi hogar, tendré que regresar con mi madre o irme a alguna otra parte. Significaría que quieres cortar el nudo de nuestra unión.

–¿Cómo se te ocurre decir una cosa así, Jondalar? –protestó Ayla, horrorizada–. ¡Nunca haría eso!

–Si fueras zelandonii de nacimiento, no tendría que decírtelo –aclaró Jondalar–; ya lo sabrías. Sólo quiero asegurarme de que lo entiendes. Esta morada es tuya, Ayla, y de tus hijos. Sólo el hogar es mío.

–Pero tú la has construido. ¿Cómo puede ser mía?

–Si quiero que tus hijos nazcan en mi hogar, tengo la responsabilidad de proporcionaros un sitio donde vivir a ti y a los niños. Y este lugar será tuyo pase lo que pase.

–¿Quieres decir que estabas obligado a construir una morada para mí? –preguntó Ayla.

–No exactamente. Estoy obligado a asegurarme de que tienes un sitio donde vivir, pero no a darte una casa para que sea tuya. Podríamos habernos quedado con mi madre; es bastante corriente cuando un joven está recién emparejado. O si fueras zelandonii, podríamos haber acordado que te quedaras con tu madre, o algún otro pariente, hasta que yo pudiera proporcionarte un sitio tuyo. En tal caso, naturalmente, quedaría en deuda con tu familia.

–No me hacía cargo de las obligaciones que asumías respecto a mí al unirnos –dijo Ayla.

–No es sólo respecto a una mujer, sino también respecto a los hijos. Ellos no pueden cuidarse por sí solos; hay que mantenerlos. Algunas parejas viven con parientes toda la vida, a menudo con la madre de la mujer. Cuando ésta muere, su morada pasa a pertenecer a sus hijos, pero si uno vivía con ella, es quien tiene prioridad. Si la casa de una mujer pasa a su hija, el compañero de ésta no ha de proporcionarle ya una morada, pero puede quedar en deuda con los hermanos de su compañera. Si la casa pasa a un hijo, puede que éste quede en deuda con sus propios hermanos.

–Creo que aún tengo mucho que aprender sobre los zelandonii –admitió Ayla frunciendo el ceño.

–Y yo aún tengo mucho que aprender sobre ti –dijo él tendiéndole los brazos.

Ella se dejó abrazar de buena gana. Jondalar sintió crecer su propio deseo mientras se besaban y percibió también la reacción de Ayla.

–Espera aquí –dijo.

Salió y regresó con las pieles de dormir. Desató los fardos y extendió las pieles sobre la plataforma. Lobo los observaba desde el centro de la vacía estancia principal, y de pronto alzó la cabeza y aulló.

–Me parece que está inquieto –comentó Ayla–. Quiere saber dónde va a dormir él.

–Será mejor que vaya a la casa de mi madre y traiga la cama de Lobo. No te marches –dijo Jondalar sonriéndole.

Enseguida volvió y colocó la ropa vieja de Ayla que servía de cama a Lobo y su cuenco de comer junto a la entrada. El animal olfateó sus cosas, se paseó alrededor y, finalmente, se tendió sobre la ropa hecho un ovillo.

Jondalar fue con la mujer que lo esperaba aún junto al fuego, la levantó en brazos, la llevó a la plataforma de dormir y la dejó sobre las pieles. Empezó a desnudarla lentamente, y ella se dispuso a desatarse un cordón para ayudar.

–No –dijo Jondalar–. Quiero hacerlo yo, por favor.

Ayla bajó la mano. Él continuó desnudándola despacio, con delicadeza, y luego se despojó de su propia ropa y se tendió junto a ella. Y suavemente, con exquisita ternura, le hizo el amor durante media noche.

La caverna pronto se adaptó de nuevo a su rutina de siempre. Fue un otoño magnífico. En los campos, la hierba formaba ondas doradas agitadas por el impetuoso viento, y los árboles de las orillas del Río despedían destellos amarillos y rojos. Los arbustos estaban colmados de bayas; las manzanas presentaban un color rosado pero seguían agrias, esperando a las primeras heladas para endulzarse; los frutos secos caían de las ramas. Mientras duró el buen tiempo, los días se empleaban en reunir los abundantes frutos secos, frutas, bayas, raíces y plantas de la temporada veraniega. Cuando por la noche comenzaron a alcanzarse temperaturas inferiores a cero grados, se organizaron regularmente partidas de caza para acumular una reserva de carne fresca con la que complementar la cecina de las cacerías del verano.

Durante los días cálidos, poco después de su regreso, se revisaron los pozos de almacenamiento y se cavaron otros nuevos en la tierra reblandecida durante el verano a fin de que quedaran por debajo del nivel habitual de
permafrost
, y se revistieron con piedras. La carne fresca procedente de las últimas cacerías se cortaba y se dejaba durante la noche en plataformas elevadas, lejos del alcance de las alimañas, para que se congelara. Al llegar la mañana, se guardaba en el interior de los profundos pozos, con lo cual se evitaba que se descongelara al subir las temperaturas durante el día. Varios de estos depósitos fríos se encontraban cerca de la Novena Caverna. Se cavaron también otros pozos menos profundos para guardar la fruta y las verduras de modo que se conservaran frías, pero no heladas, durante la primera etapa de la temporada de invierno. Más adelante, cuando avanzara el glacial invierno y se endureciera la tierra por efecto del frío, las frutas y verduras se trasladarían al fondo del refugio.

El salmón, que en esa época del año remontaba los ríos, se capturaba y se ahumaba o congelaba. También se pescaban otras variedades de peces mediante un método nuevo para Ayla: las trampas para peces de la Decimocuarta Caverna. Había visitado Pequeño Valle, y Brameval, que siempre la había tratado amablemente, le había explicado que las trampas tejidas, que estaban lastradas, permitían que los peces entraran fácilmente, pero no les dejaban salir. Ayla también se alegró de ver a Tishona y Marsheval. Pese a que no había tenido ocasión de conocerlos bien durante la ceremonia matrimonial, las dos parejas sentían ciertos lazos entre ellos por haberse emparejado en la misma ceremonia.

Había también quien pescaba con anzuelo. Brameval le entregó uno de aquellos pequeños fragmentos de hueso, afilado por ambos extremos y sujeto en su parte central por un cordel fino, pero resistente, y le dijo que atrapara ella misma su comida. Tishona y Marsheval la acompañaron, en parte para ver si necesitaba ayuda, pero también para disfrutar de su compañía. Jondalar le había enseñado a utilizar un anzuelo, y ella tenía lombrices y trozos de pescado para usarlos como cebo, así que empezó insertando una lombriz en el hueso. Se hallaban de pie en la orilla del Río, y lanzó el cordel. Cuando notó un tirón del primer pez que había mordido el anzuelo, tiró con fuerza confiando en que el hueso afilado se hubiera alojado horizontalmente en la garganta del animal, hincándose por ambos extremos. Sonrió al sacar un pescado del agua.

Cuando paró en la Undécima Caverna en el camino de regreso, Kareja no estaba, pero vio a la donier de la Undécima con Marolan, su alto y apuesto amigo, y se detuvo a charlar con ellos. Los había visto juntos varias veces en la Reunión de Verano, y se había dado cuenta de que Marolan era algo más que un simple amigo para la donier, algo parecido a un compañero, pese a que no se habían unido mediante una ceremonia matrimonial. Pero la ceremonia oficial de emparejamiento se celebraba básicamente de cara al futuro nacimiento de niños. Muchas personas optaban por vivir juntas sin celebrar ceremonia de emparejamiento: además de aquellos que sentían interés por los de su mismo sexo, tomaban esta opción sobre todo parejas de edad avanzada que ya no podían tener hijos y algunas mujeres que habían tenido hijos sin un compañero y más adelante decidían convivir con uno o dos amigos.

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