Los refugios de piedra (120 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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Ayla acompañaba a Jondalar a menudo cuando él salía con una partida de caza. Pero cuando los cazadores de animales grandes se alejaban, ella permanecía cerca de la caverna y utilizaba su honda o se ejercitaba en el manejo de la vara arrojadiza. En las llanuras del otro lado del Río habitaban tanto perdices blancas como urogallos. Sabía que podía haber cazado a las aves con la honda, pero quería aprender a utilizar la vara arrojadiza con igual destreza. También quería aprender a hacerlas. Era difícil separar secciones finas de los troncos –labor que se realizaba normalmente con cuñas– y después darles forma y alisarlas, para lo que se requería bastante tiempo. Aún más difícil era aprender a lanzarlas con un movimiento especial que las hacía girar horizontalmente a través del aire. En una ocasión había visto a una mujer mamutoi usar una de diseño similar; la había lanzado contra una bandada de aves en vuelo bajo y había abatido a tres o cuatro a la vez. A Ayla siempre le había gustado cazar con armas que exigieran habilidad.

Disponer de una nueva con que practicar le permitía sentirse menos excluida; además, cada vez manejaba mejor la vara arrojadiza. Casi nunca volvía a casa sin una o dos aves. Siempre se llevaba también la honda, y con frecuencia tenía una liebre que añadir a la olla. Eso le daba asimismo cierta independencia para poder intercambiar con los demás y conseguir las cosas que necesitaba. Aunque le complacía ya el aspecto que empezaba a tener su casa –había encontrado buen uso para muchos de los regalos que ella y Jondalar habían recibido al unirse–, estaba aprendiendo a comerciar, y a menudo intercambiaba plumas de aves, y también su carne, por objetos que deseaba para decorar su nuevo hogar. Incluso los huesos huecos de los pájaros, cortados, servían para hacer abalorios o pequeños instrumentos musicales, como flautas de tonos muy agudos, y también se empleaban como piezas de diversas herramientas o utensilios.

No obstante, se guardaba muchas de las pieles de las liebres y conejos que cazaba con la honda, o las finas y suaves pieles de las aves. Tenía previsto utilizarlas para confeccionar ropa para el bebé cuando llegaran los fríos y se viera obligada a permanecer en el refugio.

Un día fresco y tonificante de finales de la estación, Ayla decidió reorganizar sus cosas y dejar espacio para las del bebé. Cogió la ropa interior masculina de invierno que Marona le había regalado, y sostuvo la túnica extendida ante sí. Se le había quedado pequeña hacía tiempo, pero pensó que podría ponérsela más adelante. Era un conjunto cómodo. «Podría hacerme otro con la parte de arriba más holgada», pensó. Tenía pieles de ciervo de sobra. Plegó la túnica y la guardó.

Había prometido visitar a Lanoga esa tarde, y decidió llevarle un poco de comida. Había cogido verdadero afecto a la niña y a su hermana pequeña, y las visitaba con frecuencia pese a que ello implicara ver y hablar con Laramar y Tremeda más de lo que habría deseado. También llegó a conocer un poco mejor a los otros niños, sobre todo a Bologan, aunque su relación con éste era un tanto forzada.

Vio a Bologan al llegar a la morada de Tremeda. Había empezado a aprender a elaborar barma con el hombre de su hogar. Ayla albergaba sentimientos encontrados al respecto. Era correcto que un hombre enseñara a los hijos de su hogar, pero los hombres que rondaban siempre por allí para beber la barma de Laramar no eran la clase de personas con las que, en opinión de Ayla, Bologan debía relacionarse; sin embargo, ése no era asunto de ella.

–Saludos, Bologan –dijo–. ¿Está Lanoga?

Aunque Ayla lo había saludado varias veces desde su regreso a la Novena Caverna, el muchacho aún parecía sorprenderse cuando ella se dirigía a él y nunca parecía encontrar palabras para contestarle.

–Saludos, Ayla. Está dentro –dijo, y de inmediato se dio media vuelta para marcharse.

Probablemente porque había estado ordenando su propia ropa, Ayla recordó de pronto una promesa que le había hecho a Bologan.

–¿Has tenido suerte este verano? –preguntó.

–¿Suerte? –preguntó él desconcertado–. ¿A qué te refieres?

–Varios jóvenes de tu edad cazaron su primera presa importante en la Reunión de Verano –respondió Ayla–. Me preguntaba si también tú habías tenido suerte en la caza.

–Un poco. Maté dos uros en la primera cacería.

–¿Conservas las pieles?

–Cambié una por ingredientes para preparar barma. ¿Por qué?

–Te prometí que te haría ropa interior de invierno si tú me ayudabas –recordó Ayla–. Me pregunto si quieres utilizar esa piel de uro, aunque creo que una de ciervo daría mejor resultado. Quizá podrías conseguir alguna cambiándola por algo.

–Pensaba cambiar también la otra piel por más ingredientes. Creía que te habrías olvidado de eso. Lo dijiste hace mucho tiempo, al poco de llegar aquí.

–Te lo dije hace mucho, sí, pero ahora estoy pensando en confeccionar ropa, y se me ha ocurrido que a la vez podría hacerte algo a ti –dijo Ayla–. Me sobran unas cuantas pieles de ciervo, pero tendrías que venir a casa para que te tome las medidas.

Bologan la miró con una expresión extraña, casi especulativa.

–Has estado ayudando mucho a Lorala, y también a Lanoga. ¿Por qué?

Ayla reflexionó un momento.

–Al principio fue sencillamente porque Lorala era muy pequeña y necesitaba ayuda. La gente siempre quiere ayudar a un bebé, y por eso las mujeres empezaron a amamantarla cuando se enteraron de que a su madre se le había retirado la leche. Pero ahora, además, le he cogido cariño, y también a Lanoga.

Bologan guardó silencio un momento y luego la miró.

–De acuerdo –dijo–. Si de verdad quieres hacerme ropa, tengo la piel de ciervo que necesitas.

Jondalar participaba en una expedición de caza junto con Joharran, Solaban, Rushemar y Jacsoman. Este último era de la Séptima Caverna y recientemente se había trasladado a la Novena con su nueva compañera, Dynoda. Su misión era localizar renos más que cazarlos, para averiguar dónde se hallaban y cuándo se acercarían a su región en la época de migración, a fin de organizar una gran cacería. Ayla se sentía inquieta. Había iniciado el viaje con la partida de caza, pero luego había regresado a la caverna. Por el camino, Lobo había espantado a un par de perdices, todavía no del todo blancas pero casi, que ella abatió de inmediato.

Willamar también se había marchado, en lo que probablemente sería su última misión comercial de la temporada. Se había dirigido hacia el oeste, para obtener sal de la gente que vivía cerca de las Grandes Aguas. Ayla invitó a Marthona, Folara y la Zelandoni a compartir una comida para ayudarla a terminar las perdices. Les dijo que las prepararía tal como las guisaba para Creb cuando vivía con el clan. Había cavado un pequeño hoyo en el Valle del Bosque al pie del sendero que descendía desde el refugio, lo había rodeado de piedras y encendido en el interior un buen fuego. Mientras la leña se consumía, desplumó a las aves, incluidas las patas, donde les crecían plumas para protegerse de la nieve, y luego cogió un haz de heno para envolverlas.

Si hubiera encontrado también los huevos, los habría usado para rellenar las aves, pero no era temporada de cría. Las aves no intentaban criar polluelos cuando se acercaba el invierno. En lugar de eso, cogió un puñado de hierbas aromáticas, y Marthona le había ofrecido un poco de la escasa sal que le quedaba, lo cual Ayla agradeció. Las perdices estaban haciéndose en el hoyo, junto con algunos frutos secos, y Ayla había pasado un rato cepillando los caballos, así que buscaba algo en qué ocuparse hasta que las aves estuvieran listas.

Decidió pasarse por la morada de la Zelandoni para ver si podía ayudarla en algo. La donier dijo que necesitaba un poco de ocre rojo molido, y Ayla se ofreció a ir a buscárselo. Regresó al Valle del Bosque, llamó con un silbido a Lobo, al que antes había dejado explorando nuevos e interesantes montículos y agujeros, y se encaminó hacia el Río. Excavando, extrajo el mineral de hierro de color rojo y encontró un bonito canto rodado que podía utilizar para moler el ocre. Volvió a llamar a Lobo con un silbido cuando empezó a ascender por la cuesta, sin prestar atención a quién más transitaba por el sendero.

Se sobresaltó cuando prácticamente tropezó con Brukeval. El hombre la había eludido desde la reunión en el alojamiento de los zelandonia para discutir el asunto de Echozar y el clan, pese a que la observaba continuamente desde lejos. Veía con satisfacción su embarazo cada vez más avanzado, sabiendo que pronto sería madre, e imaginando que el niño que llevaba dentro era de su espíritu. Cualquier hombre podía fantasear con que el niño de una mujer embarazada era de su propio espíritu, y la mayoría de ellos se lo preguntaba de vez en cuando respecto a una mujer en particular, pero la fantasía de Brukeval se había convertido en una obsesión. A veces se despertaba en plena noche imaginando toda una vida con Ayla, remedando en su mayor parte lo que subrepticiamente la veía hacer con Jondalar, pero al encontrarse cara a cara con ella en el sendero, no supo qué decir. Allí no había manera de eludirla.

–Brukeval –dijo ella intentando sonreír–. Hace tiempo que quiero hablar contigo.

–Bien, pues aquí me tienes.

–Sólo quería que supieras que no pretendía insultarte en aquella reunión –se apresuró a decir Ayla–. Jondalar me contó que antes se burlaban de ti llamándote cabeza chata, hasta que obligaste a los demás a cambiar de actitud. Admiro el hecho de que te defendieras y les exigieras que dejaran de llamarte así. No eres un cabeza chata, no perteneces al clan. Nadie debería haberte llamado así nunca. Eres uno de los Otros al igual que cualquier zelandonii, y así te verían los miembros del clan.

La expresión de Brukeval pareció relajarse.

–Me alegra que te hayas dado cuenta de eso.

–Pero debes comprender que, para mí, los miembros del clan son personas –prosiguió Ayla–. No pueden ser animales. Nunca he pensado en ellos más que como seres humanos. Me encontraron sola y herida, y me acogieron y cuidaron de mí. Me criaron. Hoy no estaría viva si no fuera por ellos. Descubrí que eran gente admirable. No pensaba que considerarías un insulto mi afirmación de que tu abuela podía haber vivido con ellos cuando se perdió y estuvo ausente durante tanto tiempo, que quizá la gente del clan cuidó también de ella.

–Bueno, supongo que no podías saberlo –dijo él con una sonrisa.

Con una sensación de alivio, Ayla le devolvió la sonrisa y trató de explicarse con mayor claridad.

–Es simplemente que me recuerdas a personas por las que siento un gran afecto. Por eso me sentí atraída por ti desde el principio. Había un niño al que conocí, al que amé, y tú me recuerdas a él…

–¡Un momento! ¿Sigues creyendo que ellos son parte de mí? Acabas de decir que yo no soy un cabeza chata –protestó Brukeval.

–Y no lo eres. Ni Echozar tampoco. Que su madre fuera del clan no quiere decir que él lo sea. No lo criaron ellos, como tampoco te criaron a ti…

–Pero sigues pensando que mi madre era una abominación. ¡Ya te dije que no lo era! Ni mi madre ni mi abuela tenían nada que ver con el clan. Ninguno de esos animales inmundos ha tenido nada que ver conmigo, ¿me oyes? –vociferaba y había enrojecido de ira–. ¡No soy un cabeza chata! Me parece muy bien que a ti te criaran esos animales, pero yo no tengo nada que ver con ellos.

Lobo gruñía al hombre alterado dispuesto a saltar sobre él en defensa de Ayla. Daba la impresión de que Brukeval quisiera agredirla.

–¡Lobo! ¡No! –ordenó Ayla.

Había vuelto a cometer el mismo error. ¿Por qué no había podido callarse cuando él le había sonreído? Aun así, Brukeval no tenía por qué llamar animales inmundos a los miembros del clan, porque no lo eran.

–Probablemente crees que ese lobo también es humano –dijo Brukeval con sorna–. Eres incapaz de distinguir entre una persona y un animal. No es natural que un lobo actúe como éste entre la gente. –No se daba cuenta de lo cerca que estaba de los colmillos de Lobo con aquellos gritos, pero probablemente no habría importado. Brukeval estaba fuera de sí–. Déjame decirte una cosa: si esos animales no hubieran atacado a mi abuela, no habría estado tan asustada como para dar a luz a una mujer débil, y mi madre hubiera sobrevivido para cuidar de mí, para amarme. Esos miserables cabezas chatas mataron a mi abuela y también a mi madre. Por lo que a mí se refiere, no son útiles para nadie. Deberían estar todos muertos, como mi madre. No te atrevas a decirme nunca más que tienen algo que ver conmigo. Si de mí dependiera, los mataría a todos con mis propias manos.

A la vez que vociferaba, se acercaba cada vez más a Ayla, obligándola a retroceder cuesta abajo. Ella sujetaba a Lobo del pelo del cuello para impedir que atacara al hombre iracundo. Finalmente, Brukeval se fue apartándola de un empujón y alejándose sendero abajo a toda prisa. Ayla nunca lo había visto tan colérico. Su ira no sólo se debía a que ella le hubiera atribuido una ascendencia del clan, sino a que en su estado había dado rienda suelta a sus sentimientos más profundos. Brukeval había deseado más que nada en el mundo tener una madre a la que acudir cuando los otros se burlaban de él. Pero la mujer que heredó a Brukeval junto con el resto de las pertenencias de su madre no sentía el menor cariño por el bebé al que de mala gana amamantó. Brukeval era una carga para ella, que lo consideraba repulsivo. Tenía varios niños propios, incluida Marona, con lo cual le resultaba aún más fácil olvidarse de él. Pero no era una buena madre ni siquiera para sus propios hijos, y Marona había aprendido de ella su manera de ser fría e insensible.

Ayla estaba temblando. Realmente había complicado las cosas. Intentó serenarse mientras, tambaleándose, subía por la cuesta y entraba en la morada de la Zelandoni, quien alzó la vista cuando la vio entrar. Advirtió inmediatamente que ocurría algo grave.

–Ayla, ¿qué te pasa? Parece como si acabaras de ver un espíritu maligno –dijo.

–Creo que sí lo he visto, Zelandoni. Acabo de cruzarme con Brukeval –respondió entre sollozos–. He tratado de explicarle que no pretendí insultarlo en aquella reunión, pero por lo visto siempre he de decirle lo menos apropiado.

–Siéntate y cuéntamelo.

Ayla explicó lo que había ocurrido durante su encuentro con Brukeval en el sendero. Después, la Zelandoni guardó silencio un momento y preparó una infusión a la joven. Ayla se calmó; hablar del asunto le había ayudado a desahogarse.

–Llevo mucho tiempo observando a Brukeval –dijo la Zelandoni al cabo de un rato–. Acumula mucha rabia dentro de él, desea vengarse del mundo que le ha hecho tanto daño, y ha decidido echar la culpa a los cabezas chatas, al clan. Los considera la raíz de su sufrimiento. Detesta todo y a todos aquellos que guardan relación con él. Lo peor que podías hacer es insinuar que él podría estar emparentado de algún modo con esa gente. Lo siento, Ayla, pero me temo que te has creado un enemigo. Ahora ya nada puede hacerse.

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