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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (15 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Después de vivir entre los Otros durante un tiempo, no se sentía ya tan extraña, pero aún era incapaz de verse hermosa, a pesar de que Jondalar le decía con mucha frecuencia que lo era. Ayla sabía qué se consideraba atractivo en el clan; sin embargo, no sabía definir exactamente la belleza desde el punto de vista de los Otros. Para ella, Jondalar, con sus marcadas facciones masculinas y sus ojos de intenso color azul, era mucho más hermoso que ella.

–Creo que le sienta a la perfección –declaró Willamar, que se había acercado para aportar su opinión. Ni siquiera él estaba enterado de que Marthona guardaba aquel collar. La vivienda era de ella, y él se había mudado allí. Marthona había habilitado espacio para Willamar y sus enseres, acomodándolo lo mejor posible. A él le gustaba el modo en que ella disponía y ordenaba las cosas, y no deseaba en absoluto husmear por rincones y rendijas, ni revolver sus pertenencias.

Jondalar se encontraba detrás de Willamar, mirando sonriente por encima del hombro de éste.

–Nunca me habías dicho que la abuela te dio ese collar cuando yo nací, madre.

–No me lo dio para ti. Era para la mujer que se uniese a ti, la mujer con quien crearas un hogar al que pudiera traer a sus hijos, con la bendición de la Madre –repuso Marthona retirando el collar del cuello de Ayla y depositándoselo en las manos.

–Entonces se lo has dado a la persona indicada –dijo Jondalar–. ¿Vas a ponértelo esta noche, Ayla?

Ella contempló el collar un momento.

–No. Es demasiado bonito para llevarlo con ese viejo conjunto. Esperaré a tener algo más apropiado con que ponérmelo.

Marthona sonrió y movió la cabeza en un ligero gesto de aprobación.

Cuando salían del dormitorio, Ayla vio otro orificio abierto en el muro de piedra caliza, encima de la plataforma de dormir. Era de diámetro algo mayor y parecía más profundo. Enfrente ardía un pequeño candil de piedra, a cuya luz distinguió parte de una redondeada estatuilla, la figura de una mujer de amplias formas. Como Ayla sabía, era una donii, una representación de Doni, la Gran Madre Tierra, y cuando Ella así lo elegía, un receptáculo para Su Espíritu.

Sobre dicha hornacina, Ayla vio colgada en el muro una esterilla, semejante al tapete de la mesa, de selectas fibras entretejidas en intrincados dibujos. Deseó observarla con más atención y averiguar cómo estaba confeccionada. Al instante cayó en la cuenta de que probablemente tendría ocasión de hacerlo. Ya no seguirían viajando. Vivirían allí.

En cuanto Ayla y Jondalar salieron, Folara abandonó de inmediato la morada y corrió a otra cercana. Había estado a punto de preguntarles si podía acompañarlos, pero percibió la mirada y el estricto gesto de negación de su madre y comprendió que su hermano y Ayla querían quedarse a solas. Además, sabía que sus amigas tendrían un sinfín de preguntas que hacerle. Llamó suavemente al panel de la entrada de la siguiente estructura.

–¿Ramila? Soy yo, Folara.

Al cabo de un momento, apartó la cortina una joven regordeta y atractiva de cabello castaño.

–¡Folara! Estábamos esperándote, pero al final Galeya ha tenido que marcharse. Ha dicho que nos reuniéramos con ella junto al tocón.

Salieron juntas de la caverna charlando animadamente. Cuando se aproximaban al alto tocón de un enebro derribado por un rayo vieron apresurarse hacia allí, desde otra dirección, a una muchacha delgada y fibrosa que acarreaba con esfuerzo visible dos voluminosos y húmedos odres de agua.

–Galeya, ¿acabas de llegar? –preguntó Ramila.

–Sí. ¿Esperáis desde hace mucho rato?

–No. Folara ha venido a buscarme hace un momento. Veníamos hacia aquí cuando te hemos visto –contestó Ramila cogiéndole uno de los odres a la vez que se disponían a volver.

–Déjame llevarte el otro odre de agua el resto del camino –se ofreció Folara descargando a su amiga–. ¿Es para el festejo de esta noche?

–¿Para qué va a ser si no? Tengo la sensación de no haber hecho nada más que acarrear cosas de un lado a otro todo el día, pero será divertido celebrar una reunión imprevista. Aunque creo que va a venir más gente de la que prevén. Quizá terminemos en el Campo de Reunión. Según he oído, varias cavernas cercanas han enviado ofrecimientos de comida para el festejo mediante mensajeros, y como sabéis, cuando una caverna hace eso, significa que la mayoría de los ocupantes quiere asistir –anunció Galeya. De pronto se detuvo y, volviéndose hacia Folara, dijo–: ¿Y bien? ¿No vas a hablarnos de ella?

–Aún no sé gran cosa. Acabamos de conocernos. Vivirá con nosotros. Ella y Jondalar están prometidos; atarán el nudo en la ceremonia matrimonial de este verano. Viene a ser como una zelandonii. No exactamente; no lleva una marca ni nada semejante, pero conoce los espíritus y es curandera. Salvó la vida a Jondalar. Thonolan viajaba ya por el otro mundo cuando ella los encontró. ¡Los había atacado un león cavernario! No vais a creer las historias que tienen que contar –parloteó Folara con entusiasmo mientras regresaban a lo largo del porche de piedra de la comunidad.

Muchos andaban ocupados con diversas tareas relacionadas con el festejo, pero varios se interrumpieron para observar a las jóvenes, sobre todo a Folara, conscientes de que había pasado un rato con la forastera y el hombre zelandonii recién regresado. Y algunos la escuchaban, en particular una mujer atractiva de pelo rubio muy claro y oscuros ojos grises. Llevaba en las manos una bandeja de hueso con carne cruda y fingía no haberse fijado en las jóvenes, pero iba en su misma dirección y se mantenía a corta distancia de ellas para escuchar su conversación. Inicialmente se proponía ir por otro camino, hasta que oyó hablar a Folara.

–¿Cómo es esa mujer? –preguntó Ramila.

–A mí me parece simpática. Tiene un acento un poco raro, pero viene de un lugar muy lejano. Incluso su ropa es distinta… la poca que tiene. Sólo traía un conjunto de repuesto. Es muy sencillo, pero no cuenta con nada más elegante para ponerse esta noche. Ha dicho que quiere un poco de ropa zelandonii, pero no sabe qué es lo apropiado y desea vestir correctamente. Mi madre y yo la ayudaremos a confeccionar algunas prendas. Mañana me llevará a conocer a los caballos. Quizá incluso monte en uno. Ella y Jondalar han bajado hace un momento, para nadar y bañarse en el río.

–¿De verdad subirás al lomo de un caballo, Folara? –preguntó Ramila.

La mujer que la escuchaba no esperó la respuesta. Se había detenido por un instante y luego, con una sonrisa maliciosa, se alejó apresuradamente.

Lobo corría delante y se paraba de vez en cuando para cerciorarse de que la mujer y el hombre aún lo seguían. El sendero que descendía desde el extremo noreste del saliente iba a dar a un prado situado en la margen derecha de un pequeño río, cerca de donde éste confluía con la corriente principal. El campo llano y cubierto de hierba estaba delimitado por un bosque abierto y variado, más denso río arriba.

Cuando llegaron al prado, Whinney los saludó con un resoplido, y algunas personas que miraban a lo lejos hicieron gestos de asombro cuando el lobo corrió derecho hasta la yegua y ambos se rozaron los hocicos. A continuación el canino adoptó una pose juguetona: alzó la cola y la parte trasera de cuerpo, agachó la parte delantera y empezó a ladrar como un cachorrillo al joven corcel. Corredor levantó la cabeza a la vez que relinchaba y piafaba, también en actitud juguetona.

En apariencia, los caballos se alegraron de ver a Jondalar y Ayla. La yegua se aproximó a ellos y colocó la cabeza en el hombro de Ayla mientras ella abrazaba su cuello robusto. Se apoyaron la una en la otra como solían hacer; para ambas era un abrazo reconfortante y tranquilizador. Jondalar primero acarició y dio unas palmadas al joven corcel; luego le frotó y rascó donde le picaba, según Corredor le iba indicando. El caballo de color castaño oscuro avanzó unos pasos y tocó a Ayla con el hocico, buscando también su contacto. Después todos, incluido el lobo, formaron una estrecha piña, agradeciendo su mutua y familiar presencia en aquel lugar donde había tantos desconocidos.

–Me apetece cabalgar un rato –propuso Ayla. Alzó la vista para comprobar la posición del sol en el cielo vespertino–. Todavía nos queda tiempo para un paseo corto, ¿no?

–Seguramente. Nadie se presentará para el festejo hasta que sea casi de noche. –Jondalar sonrió–. ¡Vamos! Ya nadaremos después. Continuamente tengo la sensación de que alguien me observa.

Unas cuantas personas más se habían congregado para observarlos a lo lejos. Vieron a la mujer saltar ágilmente al lomo de la yegua de color pardo amarillento y al hombre alto montar en el caballo castaño como si no hiciera mayor esfuerzo que pasar la pierna por encima del animal. Se marcharon al galope, y el lobo los siguió.

Jondalar encabezó la marcha, primero un corto trecho río arriba hasta un vado y luego, tras cruzar, siguieron un poco más en la misma dirección por la orilla opuesta hasta que vieron a su derecha un angosto valle, casi un desfiladero. Continuaron hacia el norte alejándose del pequeño río a lo largo del valle, por el lecho seco y rocoso de un arroyo que se convertía en torrentera durante las épocas lluviosas. Al final del valle había una vereda escarpada pero practicable que ascendía hasta una meseta alta y barrida por el viento desde donde se veían los cauces de agua y el terreno de los alrededores. Se detuvieron a contemplar la imponente vista.

Con una altura de unos doscientos metros, la meseta era una de las cotas más elevadas de las inmediaciones y ofrecía una sobrecogedora panorámica, no sólo de los ríos y las tierras llanas de aluvión, sino también de los sinuosos montes situados más allá. Los Causses de piedra caliza que se alzaban sobre las cuencas fluviales no eran mesetas planas.

Con el debido tiempo y suficiente contenido ácido, la piedra caliza es soluble en agua. A lo largo de miles de años, los ríos y el agua acumulada en la tierra erosionaron la base de piedra caliza de la región, formando montes y valles en el lecho llano del antiguo mar. Los ríos existentes crearon los valles más hondos y los precipicios más abruptos, pero si bien las paredes de piedra que delimitaban los valles a menudo presentaban una altura uniforme en una sección determinada, la elevación variaba de una parte a otra y su contorno adquiría la silueta de un terreno montañoso.

A simple vista, la vegetación de los Causses secos y ventosos que se alzaban a ambas orillas del río principal parecía toda igual, semejante a la de las llanuras despejadas de las estepas continentales situadas al este. Predominaba la hierba, con raquíticos enebros, pinos y piceas aferrados a las áreas más expuestas a las inclemencias, cerca de arroyos y lagunas, y maleza y árboles pequeños en depresiones y hondonadas.

Pero, según los lugares donde crecía, la flora podía ser de una sorprendente diversidad. Las cumbres dispersas y las laderas orientadas hacia el norte eran terreno propicio para plantas de un carácter más ártico, que se desarrollaban mejor en medios fríos y secos, en tanto que las pendientes orientadas al sur eran más verdes y en ellas abundaban las plantas propias de latitudes menos septentrionales y climas templados.

El ancho valle del río principal tenía una vegetación más exuberante, con árboles tanto de hoja caduca como de hoja perenne en ambas orillas. Con un verde algo más pálido que el que presentarían más avanzada la estación, los árboles recién retoñados eran en su mayoría variedades de hoja pequeña, como abedules y sauces; pero incluso las coníferas, tales como píceas y pinos, tenían agujas de color más claro en las puntas, señal de nuevo crecimiento. Los enebros, así como alguna que otra encina, se hallaban ya más salpicados por los colores de la primavera, visibles en los extremos de las ramas grandes y pequeñas.

En algunos tramos, el cauce de agua serpenteaba a través de verdeantes praderas situadas al mismo nivel que las tierras llanas de aluvión, donde la hierba alta de principios del verano adquiría un tono dorado. En otros puntos, los meandros y recodos del curso del río se estrechaban y obligaban a sus aguas a aproximarse a las paredes rocosas de los precipicios, primero a un lado y luego a otro.

En algunas zonas donde las condiciones resultaban especialmente idóneas, las tierras de aluvión de algunos ríos, sobre todo afluentes, acogían pequeños bosques mixtos. Las áreas menos expuestas, en particular laderas con orientación sur protegidas del viento, estaban pobladas de castaños, avellanos, nogales y manzanos, muchos raquíticos, que permanecerían improductivos aún durante unos años, pero otros colmados de frutos. Junto a los árboles crecían diversas parras, plantas y arbustos provistos de bayas, entre ellas fresas, frambuesas y casis, así como uvas, grosellas y moras y, en menor proporción, una especie de zarzamoras amarillas semejantes a las frambuesas y distintas variedades de arándano.

A alturas mayores se imponía la frágil vegetación de la tundra, especialmente en el macizo que se extendía al norte, cubierto de hielo glaciar, pese a contar entre sus cimas con varios volcanes en actividad. Ayla y Jondalar habían encontrado allí fuentes termales al cruzar la zona unos días antes de llegar a casa. El liquen se adhería a las rocas, las plantas asomaban apenas unos centímetros por encima del terreno, y arbustos enanos yacían postrados en la gélida tierra bajo la que había un subsuelo permanentemente helado. Musgos de una amplia gama de verdes y grises, junto con carrizos, juncos y ciertas clases de hierba, suavizaban el paisaje en las partes más húmedas. La gran diversidad de la flora en toda la región creaba una sensación de abundancia y fertilidad, y propiciaba la existencia de una fauna igual de variada.

Siguieron cabalgando por una senda que se desviaba hacia el noreste a través del elevado campo hasta el borde de un precipicio con vistas al río, que allí corría casi con toda exactitud de norte a sur, bañando a su paso la pared de piedra caliza. En terreno relativamente llano, la senda cruzaba un arroyo y luego doblaba hacia el noroeste; el arroyo continuaba hasta precipitarse al vacío en forma de cascada. Se detuvieron cuando la senda inició un gradual descenso por la ladera opuesta y se dieron media vuelta. En el camino de regreso arrearon a los caballos y atravesaron al galope el campo alto y abierto hasta que los animales aminoraron la marcha por voluntad propia. Cuando llegaron de nuevo al pequeño arroyo pararon para dejar abrevar a los caballos y al lobo, y desmontaron para beber también ellos.

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