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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (19 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Va, déjate pintar –repitió Lorava–. No lo estropees todo.

–¡No, no quiero pintarme la cara! –exclamó, y lo hizo con tan firme determinación que las otras por fin se rindieron.

Las observó mientras se hacían unas a otras intrincados peinados con trenzas y bucles, colocándose con buen gusto peinetas ornamentadas y horquillas. Por último, añadieron los adornos faciales. Ayla no reparó en los agujeros estratégicamente situados de sus rostros hasta que se pusieron pendientes en los lóbulos de las orejas y ornamentos parecidos a tapones en la nariz, las mejillas y bajo los labios inferiores, pero vio entonces que algunos de los dibujos pintados hacían resaltar los adornos añadidos.

–¿No tienes hecho ningún agujero? –preguntó Lorava–. Tendrás que hacerte alguno. Lástima que ahora ya no estemos a tiempo.

A Ayla no le atraía mucho la idea de hacerse agujeros, salvo quizá en los lóbulos de las orejas para ponerse los pendientes que llevaba consigo desde la Reunión de Verano de los Cazadores Mamutoi. Contempló a las otras mujeres mientras se engalanaban con collares de cuentas, colgantes y pulseras.

Notó que de vez en cuando lanzaban un vistazo a algo que se hallaba detrás de un panel divisorio. A la postre, ya un poco aburrida de tanto peinado y ornamentación, se levantó y se acercó a ver qué miraban. Oyó la exclamación ahogada de Lorava cuando ella vio la plancha de madera ennegrecida y lustrosa, similar al reflector de la vivienda de Marthona, y se miró.

Ayla no quedó muy satisfecha del reflejo. Tenía el pelo arreglado en trenzas y bucles, pero éstas no estaban dispuestas en un orden simétrico y agradable como las de las otras mujeres, sino de la manera más extraña posible, sin ningún encanto. Vio que Wylopa y Marona cruzaban una mirada y luego desviaban la vista. Cuando Ayla intentó mirar a los ojos a alguna de ellas, todas la eludieron. Allí pasaba algo raro, y empezaba a no gustarle. Desde luego, no le gustaba en absoluto lo que le habían hecho con el pelo.

–Me parece que llevaré el pelo suelto –dijo mientras comenzaba a sacarse las peinetas, horquillas y pasadores–. A Jondalar le gusta más así.

Una vez liberada de toda la parafernalia, cogió el peine y se lo pasó por el pelo, que caía en una melena larga, espesa y trigueña, con una elástica ondulación natural de cabello recién lavado.

Se acomodó el amuleto alrededor del cuello –procuraba llevarlo siempre, aunque a menudo quedaba oculto bajo la ropa– y volvió a mirarse en el reflector. Tal vez algún día aprendiera a arreglarse ella misma el pelo, pero por el momento le agradaba mucho más tal como caía de manera natural. Lanzó un vistazo a Wylopa y se preguntó por qué aquella mujer no se había dado cuenta del extraño aspecto de su peinado.

Ayla observó en el reflector el saquito de piel del amuleto y trató de verlo como lo veían las demás personas. Presentaba una forma irregular a causa de los objetos que contenía, y la piel, debido al sudor y el desgaste, era mucho más oscura que al principio. El pequeño saquito ornamentado se había concebido originalmente como costurero. En el presente quedaban sólo los oscuros cañones de las plumas blancas que en otro tiempo adornaban el borde inferior, pero el dibujo formado con cuentas de marfil se conservaba intacto y, unido a la sencilla túnica de piel, creaba un efecto interesante. Decidió dejarlo a la vista.

Recordó que fue su amiga Deegie quien la había persuadido para que lo utilizara como amuleto al ver el saquito vulgar y mugriento que Ayla usaba anteriormente. Ahora éste estaba también viejo y gastado. Pensó que pronto debería confeccionarse otro nuevo para reemplazarlo, pero éste no lo tiraría. Le traía muchos recuerdos.

Ayla oyó actividad en el exterior. Ya estaba cansada de contemplar a las cuatro mujeres mientras se hacían unas a otras retoques insignificantes que, a juicio de ella, no aportaban nada al resultado global. Finalmente, alguien llamó con suavidad al panel de cuero crudo contiguo a la entrada de la vivienda.

–Todos esperan a Ayla –avisó una voz. Parecía Folara.

–Diles que enseguida saldrá –contestó Marona–. ¿Seguro que no quieres que te pinte un poco la cara, Ayla? Al fin y al cabo, se trata de una celebración en tu honor.

–No, no quiero, francamente.

–Bueno, ya que están esperándote, quizá sea mejor que te adelantes. Nosotras iremos dentro de un rato –propuso Marona–. Aún tenemos que cambiarnos.

–Eso haré –convino Ayla, complacida de tener un pretexto para marcharse. Llevaban en el interior de aquella morada mucho tiempo, o eso le parecía. Antes de irse, se acordó de decir–: Gracias por vuestros regalos. Este conjunto es realmente cómodo. –Cogió su ajada túnica y sus calzones cortos y salió.

No vio a nadie bajo el saliente. Folara se había ido sin esperarla. Ayla se apresuró a la morada de Marthona para dejar la ropa vieja junto a la entrada y luego se encaminó rápidamente hacia la multitud que vio fuera, más allá de la sombra proyectada por la alta repisa de piedra que protegía las viviendas agrupadas debajo.

Cuando Ayla salió al sol de última hora de la tarde, algunas de las personas situadas más cerca advirtieron su presencia y, boquiabiertas, dejaron de hablar. Luego, cuando otros la vieron, la contemplaron atónitos, y empezaron a dar codazos a los que tenían al lado para que la miraran también. Ayla aminoró el paso y, observando a quienes la observaban, finalmente se detuvo. Pronto cesaron todas las conversaciones. De repente, en medio de aquel silencio, alguien intentó en vano contener una carcajada. Luego otro se echó a reír, y otro más. Instantes después todos reían.

¿Por qué reían? ¿Se reían de ella? ¿Qué ocurría? Abochornada, Ayla enrojeció. ¿Había cometido alguna torpeza imperdonable? Echó un vistazo alrededor, deseando escapar pero sin saber hacia dónde correr.

Vio acercarse a Jondalar con paso enérgico y una expresión airada en el rostro. Marthona iba también apresuradamente hacia ella desde otra dirección.

–¡Jondalar! –gritó Ayla cuando él se aproximaba–. ¿Por qué se ríe todo el mundo de mí? ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? –Hablaba en mamutoi sin darse cuenta.

–Llevas la ropa interior de invierno de un muchacho, y esa clase de cinturón lo usan los hombres más jóvenes durante su iniciación a la pubertad para que la gente sepa que están ya preparados para la mujer-donii –explicó Jondalar en la misma lengua. Le enfurecía que hubiesen convertido a Ayla en blanco de una broma tan cruel en su primer día en la caverna.

–¿De dónde has sacado esa ropa? –preguntó Marthona al acercarse.

–De Marona –respondió Jondalar por ella–. Cuando estábamos en el río, ha venido a ofrecerse a ayudar a Ayla a vestirse para la celebración de esta noche. Debería haber imaginado que tramaba algo para vengarse de mí.

Todos se volvieron y miraron hacia la morada del hermano de Marona. Allí donde empezaba la sombra del saliente estaban las cuatro mujeres, con las manos en los costados, apoyándose unas en otras y riéndose a carcajadas de Ayla, a quien, mediante engaños, habían inducido a ponerse ropa de chico, absolutamente inadecuada. A las cuatro mujeres se les saltaban las lágrimas, que resbalaban por sus rostros cuidadosamente pintados, dejando a su paso manchurrones rojos y negros. Ayla comprendió que se regodeaban de su vergüenza y malestar.

Contemplándolas, sintió crecer la ira en su interior. ¿Ése era el obsequio que querían hacerle a modo de bienvenida? ¿Querían que la gente se riera así de ella? Cayó de pronto en la cuenta de que todos los conjuntos que le habían mostrado eran impropios de una mujer. Le resultaba ya obvio que eran ropas de hombre. Pero la broma no se reducía a la ropa, dedujo Ayla. ¿Por eso la habían peinado de una manera tan extraña? ¿Para que la gente se riera de ella? ¿Y planeaban asimismo pintarle la cara de forma tal que su apariencia fuera aún más ridícula?

A Ayla siempre le había gustado reír. Cuando vivía con el clan, era la única que reía con sinceras ganas hasta que nació su hijo. Cuando la gente del clan esbozaba una mueca semejante a una sonrisa, no era señal de alegría, sino que expresaba nerviosismo o temor, o anunciaba una amenaza de posible agresión. Su hijo era el único niño de corta edad que sonreía y reía como Ayla, y a ella le encantaban las alegres risas de Durc, pese a que inquietaban a los demás.

Cuando vivía en el valle, reía a gusto las gracias de Whinney y Bebé antes de que se convirtieran en animales adultos. La sonrisa fácil y la risa desinhibida de Jondalar, tan poco comunes, habían servido a Ayla para saber que había encontrado a alguien como ella, y habían aumentado su amor por él. Y la sonrisa de bienvenida de Talut y sus bramidos de entusiasmo la habían animado a visitar el Campamento del León tras su primer encuentro. Había conocido a muchas personas en sus viajes y había reído muchas veces con ellas, pero nadie se había reído de ella jamás. Ignoraba que la risa pudiera utilizarse para ofender. Ésa era la primera vez que la risa no le causaba alegría sino dolor.

Tampoco Marthona veía bien la broma pesada de que había sido víctima la visitante, la invitada de la Novena Caverna de los zelandonii, a quien su hijo había llevado allí para que se uniera a él y se convirtiera en una de ellos.

–Ven conmigo, Ayla –dijo Marthona–. Te buscaré una ropa más apropiada. Sin duda, encontraré algo entre mis cosas que puedas ponerte.

–O algo mío –ofreció Folara, que había presenciado el incidente y acudido a ayudar.

Ayla hizo ademán de marcharse con ellas, pero de pronto se detuvo.

–No –respondió.

Aquellas cuatro mujeres le habían entregado la ropa inapropiada como «obsequio de bienvenida» para que apareciera en público con un aspecto estrafalario, diferente, para que quedara demostrado que aquél no era su sitio. Pues bien, les había dado las gracias por sus «obsequios» y estaba dispuesta a usarlos. No era la primera vez que se convertía en centro de todas las miradas. Entre la gente del clan siempre había sido la rara, la fea, la distinta. Nunca se habían reído de ella –no sabían reírse de ese modo–, pero todos la habían observado con extrañeza al verla llegar a la Reunión del Clan.

Si había soportado ser la única diferente, la única fuera de lugar, la única forastera en la Reunión del Clan al completo, sin duda lo soportaría ante los zelandonii. Al menos éstos tenían el mismo aspecto físico que ella. Ayla enderezó la espalda, apretó las mandíbulas, levantó el mentón, y dirigió una mirada feroz a la muchedumbre, que no paraba de reír.

–Gracias, Marthona. Y también a ti, Folara. Pero esta ropa me servirá. Me la han ofrecido como regalo de bienvenida. No cometeré la descortesía de rechazarla.

Echó una ojeada atrás y advirtió que Marona y las otras se habían ido. Habían regresado a la habitación de Marona. Ayla se encaró a la gran multitud de gente congregada y se encaminó hacia allí. Marthona y Folara, estupefactas, miraron a Jondalar al ver pasar a Ayla ante ellas, pero él se limitó a encogerse de hombros y negar con la cabeza en un gesto de incomprensión.

Con el rabillo del ojo, Ayla percibió un movimiento familiar. Lobo había aparecido en lo alto del sendero y corría hacia ella. Cuando la alcanzó, Ayla se dio unas palmadas, y el animal se irguió, apoyó las patas delanteras en sus hombros y luego le lamió la garganta y se la rodeó con las fauces. Entre los presentes se produjo una conmoción audible. A continuación Ayla le indicó que bajara y la siguiera de cerca, tal como le había enseñado en la Reunión de Verano de los mamutoi.

Mientras se abría paso entre la gente, su manera de andar, su determinación, su expresión desafiante en medio de quienes se reían de ella y, también, la presencia de Lobo a su lado hicieron acallar las carcajadas. Pronto no quedaba ya nadie con ganas de reír.

Se acercó a un grupo de personas a algunas de las cuales ya conocía. Willamar, Joharran y la Zelandoni la saludaron. Volvió la cabeza y vio detrás de ella a Jondalar, seguido por Marthona y Folara.

–No conozco aún a todas estas personas. ¿Podrías presentarme, Jondalar? –preguntó Ayla.

Joharran se adelantó a su hermano.

–Ayla de los mamutoi, miembro del Campamento del León, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario y protegida por el espíritu del Oso Cavernario… y amiga de los caballos y un lobo, te presento a mi compañera, Proleva, de la Novena Caverna de los zelandonii, hija de…

Willamar sonreía mientras se llevaban a cabo las presentaciones formales a parientes cercanos y amigos, pero su expresión no era en absoluto burlona. Marthona, cada vez más asombrada, observó con interés creciente a la joven que su hijo había llevado a casa consigo. Cruzó una mirada de complicidad con la Zelandoni; más tarde hablarían de aquello.

Mucha gente miró a Ayla más de una vez, en especial los hombres, que empezaban a notar lo bien que le sentaban las prendas y el cinturón a la persona que las llevaba puestas, pese al significado que poseían para ellos. Ayla había estado viajando durante un año, a pie o a caballo, y tenía unos músculos marcados. La ajustada ropa interior masculina de invierno sentaba bien a su cuerpo esbelto, musculoso y bien formado. Como no había podido atarse las correas de la pechera, el escote dejaba a la vista el canal de sus senos amplios pero firmes, y por alguna razón ello resultaba más tentador que los pechos completamente desnudos que a menudo veían. Los calzones revelaban sus piernas largas y torneadas y sus redondas nalgas, y el ceñido cinturón, pese a lo que simbolizaba, le realzaba la cintura, sólo algo más ancha debido al incipiente embarazo.

En Ayla, aquellas prendas adquirían un significado nuevo. Aunque muchas mujeres lucían afeites y adornos faciales, el hecho de que ella no los llevase ponía aún más de manifiesto su belleza natural. Su largo cabello, cayendo suelto en el desorden de las ondas y rizos naturales que reflejaban los últimos rayos del sol poniente, ofrecía un contraste atractivo y sensual respecto a los cuidadosos peinados de las demás mujeres. Se la veía joven, y recordaba a los hombres adultos su propia juventud y su despertar al don del placer de la Gran Madre Tierra. Alimentaba en ellos el deseo de ser jóvenes otra vez y tener a Ayla por mujer-donii.

Pronto olvidaron todos lo mucho que les había sorprendido la vestimenta de Ayla; aquellas ropas le sentaban bien a aquella hermosa forastera de voz grave y acento exótico. Desde luego, no resultaba más extraña esa circunstancia que su dominio sobre los caballos y el lobo.

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