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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (21 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Mucha gente sabía imitar animales; era una estrategia de caza útil si la imitación era relativamente buena. En el caso de Ayla la perfección era tal que resultaba increíble. Ésa había sido la causa de aquella momentánea consternación; pero la gente, que estaba habituada a cierta tendencia a bromear por parte de los oradores cuando la ocasión no era de una seriedad extrema, pensó que Ayla había emitido aquel sonido con intención humorística. El inicial desconcierto dio paso a risas ahogadas y sonrisas a medida que se relajaban.

Ayla, que había experimentado cierta inquietud ante la reacción inicial de la concurrencia, notó la gradual distensión y se relajó también. Cuando la gente le sonrió, no pudo evitar devolverles la sonrisa, una de aquellas magníficas y preciosas sonrisas con las que parecía resplandecer.

–Jondalar, ¿cómo vas a mantener a raya a los jóvenes sementales con una potranca así? –preguntó alguien a voz en grito.

Era la primera vez que se reconocía públicamente su belleza y atractivo.

El hombre de cabello amarillo sonrió.

–Habré de montarla a menudo, para tenerla ocupada –dijo–. Ya sabéis que he aprendido a montar mientras estaba fuera, ¿no?

–¡Jondalar, ya sabías montar de sobra antes de marcharte!

La gente prorrumpió en carcajadas, y esta vez, advirtió Ayla, era por diversión.

Joharran tomó de nuevo la palabra cuando se apaciguaron.

–Sólo tengo una cosa que añadir –dijo–. Deseo invitar a todos los zelandonii que han venido desde las cavernas vecinas al festejo que la Novena Caverna ha organizado para dar la bienvenida a Jondalar y Ayla.

Capítulo 7

A lo largo de todo el día habían emanado deliciosos aromas de las zonas reservadas para cocinar en el extremo más suroccidental del refugio, un espacio deshabitado, lo que había estimulado el apetito de la gente. Un grupo de hombres y mujeres había estado ocupado en preparativos de última hora hasta poco antes de que Joharran empezara a hablar. Después de las presentaciones, cuando la muchedumbre comenzó a agolparse en esa dirección, Jondalar y Ayla se vieron arrastrados hacia allí, aunque nadie se acercaba demasiado al lobo, que seguía a la mujer a un paso de distancia.

La comida estaba magníficamente servida en fuentes y cuencos de hueso labrado, hierba y fibras entretejidas y madera tallada, dispuestos en mesas bajas y alargadas hechas con bloques y placas de piedra caliza. A mano había utensilios tales como pinzas de madera alabeada, cucharas de asta y grandes cuchillos de pedernal. La mayoría de la gente llevaba sus propios platos, aunque había de más por si alguien los necesitaba.

Ayla se detuvo a admirar el espectáculo por un momento. Había ancas enteras de reno joven asadas, urogallos carnosos, fuentes de truchas y lucios, y de verduras –raíces recientes, hojas frescas, nuevos brotes y jóvenes helechos de apretadas frondas–, todavía escasas por ser principios del verano y por ello mismo aún más preciadas. Las flores comestibles de algodoncillo adornaban muchos de los platos. Había también frutos secos y pasas elaboradas con la cosecha del otoño anterior, así como recipientes llenos de espeso caldo con trozos de carne de uro desecada y reconstituida, raíces y setas.

Ayla pensó de pronto que el hecho de que aún tuvieran tan codiciados alimentos después de los rigores del largo invierno hablaba en favor de su capacidad para organizar la recolección, conservación, almacenamiento y distribución de provisiones suficientes para mantener a las varias cavernas de zelandonii durante toda la época fría. Sólo los aproximadamente doscientos integrantes de la Novena Caverna habrían sido una comunidad demasiado numerosa para sustentarse a lo largo de todo el año en una región menos productiva; pero aquel entorno tan fecundo, unido a la gran cantidad de refugios naturales insólitamente bien situados y habitables, fomentaba el crecimiento de la población de varias cavernas.

La Novena Caverna de los zelandonii se hallaba establecida en un elevado precipicio de piedra caliza en cuya pared la erosión había creado un enorme saliente curvo orientado hacia el sur, formando casi un semicírculo completo de este a oeste y siguiendo el cauce del río. El ancho saliente abarcaba un área de unos doscientos metros de longitud por unos cuarenta y cinco de profundidad, proporcionando un espacio habitable cubierto de unos nueve mil metros cuadrados. El suelo de piedra del refugio, sobre el que a lo largo de los siglos se habían acumulado capas de polvo compactas y piedras menudas, se extendía más allá del gran saliente de roca en la parte delantera, formando una especie de terraza o porche al descubierto.

Con tanto espacio disponible, los miembros de la Novena Caverna no ocupaban toda la superficie cubierta con viviendas. Nadie había tomado una decisión consciente acerca de ello, pero quizá intuitivamente para poder reivindicar como propio un territorio y declarar unos límites bien definidos respecto a la zona adyacente, donde solían congregarse los artesanos de la vecindad, las estructuras residenciales de la Novena Caverna se arracimaban en el extremo oriental del refugio. Dado que tenían espacio de sobra para expandirse, el área situada inmediatamente al oeste de las moradas se destinaba a los lugares de trabajo de la comunidad. Al suroeste de dicha área, y de ahí hasta el extremo, había un amplio espacio deshabitado para que jugaran los niños y se reuniera la gente fuera de las moradas, pero aún protegido de las inclemencias del tiempo.

Puesto que ninguna de las otras cavernas se aproximaba siquiera a las dimensiones de la Novena, moraban otras muchas cavernas zelandonii a orillas del río y sus afluentes, la mayoría en refugios de piedra caliza similares con amplios porches del mismo mineral. Aunque la gente no lo sabía, y sus descendientes no pensarían siquiera en tales términos hasta transcurridos muchos milenios, la región de los zelandonii se hallaba situada a medio camino entre el Polo Norte y el Ecuador. No necesitaban saberlo para comprender las ventajas de esa latitud intermedia. Vivían allí desde hacía muchas generaciones, y habían aprendido por experiencia, transmitida de padres a hijos a través del ejemplo y la tradición, que a aquellas tierras podía sacárseles provecho en todas las estaciones del año si se sabía explotarlas.

En verano la gente acostumbraba a viajar por la amplia región que consideraba la tierra de los zelandonii, por lo general acampando al aire libre en tiendas o cabañas, sobre todo cuando se congregaban en grandes grupos y a menudo cuando iban de visita o cazaban o recolectaban alimentos vegetales en abundancia. Pero cuando era posible preferían encontrar un refugio de piedra orientado hacia el sur para utilizarlo temporalmente o compartir los refugios de amigos y parientes por sus ventajas obvias.

En las latitudes intermedias, incluso durante la época glaciar –cuando el extremo más cercano de la masa de hielo se encontraba a sólo unos centenares de kilómetros al norte–, se alcanzaban temperaturas relativamente altas en los días despejados de la estación templada. En su recorrido por el cielo, semejante a un círculo en torno al planeta de la Gran Madre, el sol se elevaba al suroeste sobre el horizonte a gran altura. El saliente enorme y protector de la Novena Caverna, al igual que todos aquellos orientados hacia el sur o el suroeste, proyectaba su sombra en el caluroso mediodía, creándose debajo un agradable remanso de frescor.

Y cuando empezaban los primeros fríos, anunciando la cruda estación de extremos rigores en los territorios periglaciales, los zelandonii agradecían sus hogares más permanentes y protegidos. Durante los gélidos inviernos, pese a predominar los vientos cortantes y las temperaturas muy por debajo de cero grados, los días de frío intenso eran a menudo secos y claros. En esa época del año, la radiante esfera surcaba el cielo a baja altura y sus oblicuos rayos vespertinos penetraban casi hasta el fondo en los refugios orientados hacia el sur, siendo la receptiva piedra acariciada por el calor solar. Los grandes refugios de piedra caliza guardaban tan preciado regalo hasta la noche, y entonces, cuando fuera empezaba a helar, la piedra devolvía el calor al espacio protegido.

El fuego y la ropa de abrigo eran imprescindibles para sobrevivir en los continentes septentrionales cuando los glaciares cubrían casi una cuarta parte de la superficie terrestre; en la tierra de los zelandonii, no obstante, el calor natural del sol contribuía de manera considerable a calentar el espacio de vivienda. Los enormes precipicios, con sus refugios protectores, eran una de las principales razones por las que esa región se hallaba entre las más pobladas en aquel mundo frío y antiguo.

Ayla sonrió a la responsable de la organización del festejo.

–Ha quedado todo precioso, Proleva. Si los exquisitos olores no me hubieran abierto tanto el apetito, me conformaría simplemente con mirar.

Proleva, complacida, le devolvió la sonrisa.

–Ésa es la especialidad de Proleva –explicó Marthona, y Ayla se volvió, un tanto sorprendida de ver allí a la madre de Jondalar; había intentado en vano localizarla antes de bajar de la Piedra de los Oradores–. Nadie sabe ocuparse de los preparativos de un festejo o una reunión como Proleva. Es buena cocinera, desde luego, pero es su habilidad para la organización de las aportaciones de comida y ayuda de los demás lo que la hace tan valiosa para Joharran y la Novena Caverna.

–Lo aprendí de ti, Marthona –dijo Proleva, con manifiesta satisfacción ante los grandes elogios de la madre de su compañero.

–Me has superado con creces. Yo nunca conseguí preparar los festejos como lo haces tú –aseguró Marthona.

Ayla reparó en la muy concreta alusión a la preparación de festejos, recordando que la «especialidad» de Marthona no había sido organizar festejos y reuniones. Había destinado su aptitud organizativa a la función de jefa de la Novena Caverna antes que Joharran.

–Espero que la próxima vez me dejes ayudarte, Proleva –dijo Ayla–. Me gustaría aprender de ti.

–Recibiré tu ayuda con mucho gusto, pero como esta celebración es en tu honor y la gente está esperando a que seas tú quien empiece, permíteme que te sirva un poco de asado de reno joven.

–¿Y tu lobo? –preguntó Marthona–. ¿Querrá algo de carne?

–Sí, pero él no necesita carne tierna de animales jóvenes. Probablemente se dé por satisfecho con un hueso si hay por ahí alguno con restos de carne que no vaya a usarse para el caldo –respondió Ayla.

–Hay varios allí, junto a las hogueras –indicó Proleva–, pero coge antes para ti un trozo de este reno y unos cuantos botones de lirio de día.

Ayla tendió su cuenco para aceptar el trozo de carne y la cucharada de verdura. Luego Proleva llamó a otra mujer para que empezara a servir la comida y ella acompañó a Ayla hacia las hogueras usadas para cocinar, permaneciendo, eso sí, a su izquierda, alejada de Lobo. Los guio hasta los huesos apilados a un lado de una gran hoguera y ayudó a Ayla a elegir un hueso largo y roto, con una reluciente protuberancia en un extremo. Se había extraído la médula, pero aún quedaban adheridos pedazos de carne cruda, parduzca y medio seca.

–Éste servirá –dijo Ayla mientras Lobo la observaba con la lengua colgando en actitud expectante–. ¿Te gustaría ofrecérselo tú misma, Proleva?

La mujer arrugó la frente en un gesto de nerviosismo. No quería ser descortés con Ayla, y menos tras la mala jugada de Marona, pero no le entusiasmaba la idea de dar un hueso a un lobo.

–A mí sí me gustaría –terció Marthona, consciente de que los demás perderían el miedo si la veían a ella dar de comer al animal–. ¿Qué he de hacer?

–Puedes tendérselo con la mano o lanzárselo –explicó Ayla. Notó que se habían acercado varias personas, incluido Jondalar, que sonreía divertido.

Marthona cogió el hueso y se lo tendió a Lobo al tiempo que éste se aproximaba, pero de pronto cambió de idea y lo lanzó en dirección al animal. Lobo, de un brinco, lo atrapó en el aire con los dientes, un truco que arrancó comentarios de admiración entre los presentes; luego miró expectante a Ayla.

–Llévalo allí, Lobo –dijo ella, haciendo a la vez una seña para indicarle el gran tocón carbonizado al borde de la terraza.

El lobo acarreó el hueso como una preciada posesión, se acomodó junto al tocón y comenzó a roerlo.

Cuando regresaron a las mesas donde se servía la comida, todos querían dar a probar a Ayla y Jondalar manjares especiales que, como ella advirtió, tenían sabores distintos de los que había conocido en su infancia. En sus viajes, no obstante, Ayla había descubierto que cualesquiera que fuesen las comidas preferidas de la gente de una determinada región, y por insólitas que resultaran, generalmente sabían bien.

Un hombre algo mayor que Jondalar se aproximó al grupo apiñado en torno a Ayla. Aunque a ella le pareció bastante desaliñado –con el pelo rubio sin lavar, oscurecido por la grasa, y la ropa mugrienta y necesitada de algún que otro remiendo–, mucha gente le sonrió, en especial los jóvenes. Llevaba al hombro un recipiente, similar a un odre de agua, hecho con el estómago casi impermeable de un animal y dilatado hasta deformarse por el líquido que contenía.

A juzgar por el tamaño, Ayla supuso que se trataba del estómago de un caballo; no parecía tener los contornos definidos propios de los recipientes confeccionados con el estómago de un rumiante, dividido en múltiples cámaras. Y por el aroma, adivinó que no contenía agua. El olor recordaba más bien a bouza, la bebida fermentada que preparaba Talut, el jefe del Campamento del León, con savia de abedul y otros ingredientes, que él prefería mantener en secreto, pero que normalmente incluían granos de algún cereal.

Un joven que rondaba a Ayla hacía rato alzó la vista y sonrió.

–¡Laramar! –exclamó–. ¿Has traído un poco de esa barma tuya?

Jondalar se alegró de que el joven desviara su atención. No lo conocía, pero había averiguado que se llamaba Charezal. Era un nuevo miembro de la Novena Caverna, procedente de un grupo de zelandonii bastante lejano. Era asimismo muy joven. «Probablemente ni siquiera conocía aún a su primera mujer-donii cuando yo me marché, pensó Jondalar, pero ha estado revoloteando alrededor de Ayla como un mosquito.»

–Sí –contestó Laramar sonriendo a Ayla–. He pensado que debía hacer una aportación al festejo de bienvenida en honor de esta joven.

La sonrisa de Laramar parecía poco sincera, lo cual despertó en Ayla la susceptibilidad adquirida con el clan. Se fijó más en su lenguaje corporal y enseguida concluyó que aquel individuo no era de fiar.

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