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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (25 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Jondalar la tuvo abrazada hasta que la notó dormida; había procurado permanecer despierto para asegurarse de que ella finalmente se dormía. Luego cerró los ojos y también a él lo venció el sueño. Pero Ayla despertó en plena noche, sintiendo una presión y necesitando orinar. Lobo la siguió en silencio hasta el cesto de noche situado junto a la entrada. Cuando regresó a la cama, el animal se aovilló junto a ella. Ayla agradeció el calor y la protección que le proporcionaban el lobo a un lado y el hombre al otro, pero tardó mucho en volver a conciliar el sueño.

Capítulo 8

Ayla durmió hasta tarde. Cuando se incorporó y miró alrededor, Jondalar se había ido, y Lobo también. Estaba sola en la morada, pero alguien le había dejado un odre lleno de agua y un aguamanil de tupida tela impermeable para refrescarse. Cerca, había un vaso de madera tallada que contenía un líquido. Olía a infusión de menta, pero en ese momento no le apetecía beber nada.

Se levantó para orinar en el enorme cesto colocado junto a la puerta, constatando la mayor frecuencia de sus necesidades. Luego se apresuró a quitarse el amuleto a fin de que no le estorbara al usar el aguamanil, no para lavarse, sino para vaciar el contenido de su revuelto estómago. Esa mañana las náuseas eran más intensas que de costumbre. «La barma de Laramar, pensó. Resaca unida a las náuseas matinales del embarazo. Creo que en adelante renunciaré a la bebida. En todo caso, ahora probablemente no es buena para mí ni para el niño.»

Tras vaciar el estómago, utilizó la infusión de menta para enjuagarse la boca. Advirtió que alguien había colocado junto a las pieles de dormir la ropa limpia pero manchada que inicialmente pensaba llevar en el festejo de la noche anterior. Mientras se la ponía, recordó haberla dejado cerca de la entrada. Se proponía conservar el conjunto que Marona le había regalado, en parte porque tenía la firme determinación de seguir usándolo por principio, pero también porque era cómodo y no veía nada malo en llevarlo. Pero no aquel día.

Se ató a la cintura la resistente correa que había usado durante el viaje, acomodó en su sitio de siempre la funda del cuchillo, se colocó los demás saquitos y utensilios colgantes, y volvió a ponerse el amuleto. Cogió el maloliente aguamanil y lo llevó afuera, pero como no sabía dónde verter el contenido, lo dejó cerca de la entrada y fue en busca de alguien para preguntar. La saludó una mujer que se aproximaba a la vivienda con un niño. En algún lugar de las profundidades de su memoria, Ayla rescató un nombre.

–Buen día tengas…, Ramara. ¿Es éste tu hijo?

–Sí. Robenan quiere jugar con Jaradal, y yo estaba buscando a Proleva. No la he encontrado en casa y he pensado que quizá estuviera aquí.

–En la morada no hay nadie –informó Ayla–. Cuando me he despertado, ya se habían ido todos. No sé dónde se han metido. Esta mañana estoy muy perezosa. Me he levantado bastante tarde.

–Como casi todo el mundo –dijo Ramara–. Después de la celebración de anoche, poca gente tenía ganas de madrugar. Laramar prepara una bebida muy fuerte. Por eso se le conoce… sólo por eso.

Ayla captó un tono de desdén en los comentarios de la mujer y dudó si convenía preguntarle por el lugar apropiado para deshacerse del vómito matutino, pero no había nadie más cerca, y no quería dejarlo allí.

–Ramara…, no sé si podrías decirme dónde puedo… tirar unos… desperdicios.

La mujer la contempló por un instante con expresión de perplejidad. Luego echó una ojeada en dirección a donde Ayla había mirado sin darse cuenta y sonrió.

–Creo que buscas las zanjas de excrementos. Fíjate allí, hacia el extremo este de la terraza, no más allá de donde se encienden las hogueras de señales, pero casi al final. Hay un camino.

–Sí, ya lo veo –confirmó Ayla.

–Va monte arriba –prosiguió Ramara–. Síguelo un trecho y llegarás a una bifurcación. El sendero de la izquierda es más empinado y sube hasta lo alto de este precipicio. Pero tú toma por el de la derecha. Éste forma una curva, y al doblar verás, abajo, el Río del Bosque. Un poco más allá hay un campo llano y despejado con varias zanjas. Antes de llegar, notarás el olor. Hace tiempo que no las espolvoreamos, así que imagínate...

–¿Espolvorearlas? –preguntó Ayla moviendo la cabeza en un gesto de incomprensión.

–Echar polvo de roca cocido. Para nosotros es algo corriente, pero quizá otras gentes no lo hagan –dijo Ramara mientras se inclinaba para coger en brazos a Robenan, que empezaba a impacientarse.

–¿Cómo cocéis el polvo de roca? –quiso saber Ayla–. ¿Y por qué?

–¿Cómo? Pues, para empezar, se extrae roca de la pared del precipicio, se machaca hasta pulverizarla y se calienta en fuego vivo, para lo cual utilizamos la hoguera de señales. Luego se esparce el polvo en las zanjas. Lo hacemos porque reduce mucho el olor, o lo disimula. Pero al verter agua o líquidos el polvo tiende a endurecerse otra vez, y cuando las zanjas se llenan totalmente de desechos y polvo de roca endurecido, hay que cavar otras, lo que representa mucho trabajo. Por eso no las espolvoreamos muy a menudo. Pero ahora ya lo necesitan. Ésta es una gran caverna, y las zanjas se usan mucho. Tú sigue el camino. No tiene pérdida.

–Estoy segura de que las encontraré. Gracias, Ramara –dijo Ayla cuando la mujer ya se marchaba.

Se dispuso a recoger el aguamanil, pero se le ocurrió que necesitaría agua para aclararlo y entró en la morada en busca del odre. Recogió a continuación la vasija maloliente y se dirigió hacia el camino. «Recolectar y almacenar alimentos para una caverna tan numerosa es mucho trabajo, pensó mientras recorría el sendero, pero también lo es deshacerse de los excrementos. En el Clan de Brun simplemente se salía de la cueva. Las mujeres iban a un sitio y los hombres a otro, y de vez en cuando cambiaban de lugar.» Ayla, intrigada, pensó en el proceso que Ramara le había explicado.

Calentar, o calcinar, la piedra caliza para obtener cal viva y utilizarla con el objeto de atenuar los olores de los productos residuales no era una práctica que le resultara familiar, pero para la gente que vivía en los precipicios de piedra caliza, la cal viva era un derivado natural. A base de limpiar las cenizas de los hogares, que por fuerza incluían polvo de caliza acumulado accidentalmente, y verterlas sobre otra clase de residuos, tarde o temprano tenía que descubrirse su efecto desodorante.

Con tanta gente viviendo allí de forma más o menos permanente, excepto en verano cuando varios grupos se ausentaban durante un tiempo, había muchas tareas que exigían el esfuerzo y la cooperación de toda la comunidad, por ejemplo cavar zanjas para los desechos o, como acababa de saber, cocer la piedra caliza extraída de la pared rocosa para transformarla en cal viva.

El sol casi llegaba a su cenit cuando Ayla regresó del campo de zanjas. Buscó un sitio soleado cerca del sendero de la parte de atrás y allí dejó a secar y airearse el aguamanil tejido. Luego decidió ir a ver a los caballos y llenar de paso el odre de agua. Varias personas, algunos de cuyos nombres recordaba, pero no todos, la saludaron cuando apareció en la terraza delantera. Devolvió las sonrisas y gestos de saludo, pero se sintió un tanto incómoda ante aquellos a quienes había olvidado. Lo atribuyó a su mala memoria y tomó la firme determinación de aprender cuanto antes los nombres de todos.

Recordó haber experimentado esa misma sensación cuando los miembros del Clan de Brun daban a entender que la consideraban corta de alcances porque no tenía tanta facilidad para recordar como los jóvenes del clan. A raíz de aquello, movida por el deseo de integrarse bien entre la gente que la había hallado y adoptado, se impuso la disciplina de recordar lo que se le enseñaba la primera vez que lo oía. Ignoraba que mientras ejercitaba su inteligencia innata al esforzarse por memorizar lo que aprendía, estaba adiestrando su retentiva hasta límites muy superiores a lo normal entre los de su clase.

Con el tiempo descubrió que la memoria de la gente del clan tenía un funcionamiento distinto al de ella. Aunque no acababa de entender qué era exactamente, sabía que ellos tenían «recuerdos» que ella no tenía, al menos del mismo modo. Era una especie de instinto que se había desarrollado por derroteros un tanto divergentes. La gente del clan nacía ya con la mayor parte de los conocimientos que iba a necesitar para sobrevivir, información que con el tiempo se había incorporado a los genes de sus antepasados del mismo modo que cualquier animal, incluido el ser humano, adquiría conocimientos instintivos.

En lugar de verse obligados a aprender y memorizar, como le ocurría a Ayla, los niños del clan necesitaban únicamente que las cosas se les «recordaran» una sola vez a fin de activar sus recuerdos raciales inherentes. La gente del clan sabía mucho sobre su antiguo mundo y cómo vivir en él, y en cuanto aprendían algo nuevo, nunca lo olvidaban; pero a diferencia de Ayla y los suyos, no aprendían cosas nuevas con facilidad. Los cambios eran difíciles para ellos, pero cuando los Otros llegaron a su territorio, llevaban el cambio consigo.

Whinney y Corredor no estaban en el lugar del prado donde los había dejado, sino que pacían valle arriba, lejos de la zona más frecuentada próxima a la confluencia del Río del Bosque y el río. Cuando Whinney la vio, bajó la cabeza, volvió a levantarla y trazó un círculo en el aire con el testuz. Luego arqueó el cuello, agachó la cabeza y, con la cola extendida, corrió hacia ella, contenta de verla. Corredor brincó junto a su madre, formando un altivo arco con el cuello, con las orejas hacia adelante y la cola en alto, y avanzó en dirección a Ayla alzando las patas en un elegante galope.

La saludaron con relinchos estridentes. Ayla respondió imitando el sonido y sonrió.

–Eh, vosotros dos, ¿a qué viene tanta alegría? –dijo combinando las señas del clan y el lenguaje oral que ella misma había inventado en su valle. Así se había comunicado con Whinney desde el principio, y así seguía haciéndolo. Era consciente de que no la entendían del todo, pero sí identificaban algunas de las palabras y ciertas señas, así como el tono de voz que transmitía la satisfacción que sentía al verlos–. Hoy se os nota muy ufanos, desde luego. ¿Sabéis que hemos llegado al final del viaje y ya no nos moveremos de aquí? ¿Os gusta este lugar? Espero que sí. –Rascó a la yegua en los sitios donde más le gustaba y luego al corcel. Después palpó los costados y el vientre de Whinney para ver si llevaba un potrillo dentro tras su cita con el semental–. Aún es pronto para saberlo con seguridad, pero me parece que también tú vas a tener un hijo, Whinney. Ni siquiera a mí se me nota mucho todavía, y voy ya por la segunda falta de mi período lunar. –Se examinó a sí misma como había hecho con la yegua al tiempo que pensaba: «Tengo la cintura más ancha, el vientre más redondeado, los pechos doloridos y un poco más grandes». Con sus palabras y sus señas, prosiguió–: Y tengo náuseas por las mañanas, pero sólo al levantarme; no como antes, que me duraban todo el día. Creo que ya no hay duda de que estoy embarazada, pero ahora me encuentro bien. Lo bastante bien como para cabalgar un rato. ¿Te apetece un poco de ejercicio, Whinney?

En respuesta, la yegua volvió a cabecear.

«¿Dónde estará Jondalar?, se preguntó. Iré a buscarlo para ver si quiere dar un paseo. También me acercaré a recoger la manta de montar; es más cómodo. Pero de momento tendrá que ser a pelo.»

Con un movimiento ágil y experto, se agarró al nacimiento de la crin corta y erizada de Whinney y saltó sobre su lomo. Luego se dirigió hacia el refugio, guiando a la yegua con la presión de los músculos de las piernas pero sin pensar en ello –después de tanto tiempo, era ya un acto reflejo– y dejándola trotar a su paso. Oyó detrás a Corredor, que las seguía como de costumbre.

«No sé hasta cuándo podré montar en Whinney de un salto como ahora. Necesitaré algo en que apoyarme para subir cuando me aumente el vientre», pensó Ayla, invadida de una súbita satisfacción ante la idea de tener un hijo. Sus pensamientos volvieron a girar en torno al día anterior y el largo viaje recién concluido. Había conocido a tantas personas que era difícil recordarlas a todas. Jondalar tenía razón: en su mayoría, no era mala gente. «No debo permitir que los pocos que son desagradables, Marona, y Brukeval cuando se comporta como Broud, influyan negativamente en la impresión favorable que me han causado los demás. ¿Por qué siempre nos acordamos más fácilmente de las malas personas? Quizá porque no hay muchas.»

Era un día templado. El sol calentaba incluso la constante brisa. Cuando Ayla llegó a un estrecho afluente, poco más que un arroyuelo pero de aguas raudas y chispeantes, miró corriente arriba y vio una pequeña cascada en la pared rocosa. Sintió sed y, recordando que quería llenar el odre, se encaminó hacia el agua resplandeciente que resbalaba por el precipicio.

Desmontó y dejó abrevar a los caballos en la charca formada al pie de la cascada mientras ella bebía del hueco de las manos y llenaba el odre de agua fría y cristalina. Notándose refrescada y aún un tanto perezosa, se quedó allí sentada durante un rato y lanzó guijarros a la charca. Recorrió con la mirada aquel terreno desconocido para ella, fijándose de manera inconsciente en los detalles. Cogió otra piedra, la hizo girar en el interior de su mano, percibiendo la textura, mirándola sin verla y, finalmente, la tiró.

Tardó un rato en tomar plena conciencia de las características de aquella piedra. De pronto, a gatas, empezó a buscarla, y cuando la encontró –la misma u otra parecida–, la examinó con atención. Era un nódulo pequeño, de color dorado grisáceo, con las aristas afiladas y las caras planas de su estructura cristalina inherente. Sacó el cuchillo de sílex que llevaba en la funda prendida del cinturón y golpeó la piedra con el borde opuesto al filo. Saltaron chispas. Volvió a golpear.

–¡Es una piedra de fuego! –exclamó.

No había visto ninguna desde que abandonó el valle. Escrutó las piedras y guijarros esparcidos por la tierra y el lecho del arroyo y encontró otro fragmento de pirita de hierro y luego otro más. Con creciente entusiasmo, reunió varios trozos.

Sentada de cuclillas, observó el pequeño montón de piedras similares. «¡Hay piedras de fuego aquí! Sabiendo que podemos conseguir más no tendremos que tener tanto cuidado con las que nos quedan.» Estaba impaciente por mostrárselas a Jondalar.

Recogió unas cuantas piedras más y llamó con un silbido a Whinney, que se había apartado, atraída por unos suculentos pastos. Pero cuando se disponía a montar, vio a Jondalar acercarse a ellos con paso enérgico; iba acompañado por Lobo.

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