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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (43 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Joharran se volvió de cara a los cazadores que continuaban en torno al herido, en su mayoría de la Novena Caverna.

–Rushemar, el sol está alto y cada vez hace más calor. Las piezas cobradas en el día de hoy nos han salido muy caras; no las desperdiciemos. Hay que destripar y despellejar a los bisontes. Kareja y la Undécima Caverna ya han empezado, pero estoy seguro de que no les vendrá mal un poco de ayuda. Solaban, tú y unos cuantos más id con Brameval a conseguir leña y agua, y cualquier otra cosa que Ayla necesite, y cuando Kimeran y Thefona encuentren un sitio para Shevoran, ayudad a trasladarlo.

–Alguien debería ir a las otras cavernas y hacerles saber que necesitamos ayuda –dijo Brameval.

–Jondalar, ¿podrías ir parando en cada caverna a tu regreso e informar de lo ocurrido? –preguntó Joharran.

–Cuando llegues a Roca de los Dos Ríos, diles que enciendan la hoguera de señales –indicó Manvelar.

–Buena idea –convino Joharran–. Así las cavernas sabrán que ha pasado algo y esperarán la llegada de un mensajero. –Se acercó a la mujer, la forastera, que probablemente sería miembro de su caverna algún día y quizá una Zelandoni, la mujer que contribuía ya con todos los medios a su alcance a beneficiar a los suyos–. Haz lo que puedas por él, Ayla. Traeremos a su compañera y a la Zelandoni tan pronto como sea posible. Si necesitas algo, pídeselo a Solaban. Él te lo proporcionará.

–Gracias, Joharran –contestó. Luego se volvió hacia Jondalar y dijo–: Si explicas a la Zelandoni lo sucedido, sin duda sabrá qué traer, pero déjame mirar antes en mi bolsa. Hay un par de hierbas que me vendrían bien si ella las tiene. Llévate a Whinney, así podrás usar la angarilla para traer la carga; está más acostumbrada que Corredor. La Zelandoni podría venir sentada en la angarilla, y la compañera de Shevoran sobre el lomo de Whinney, si ellas quieren.

–No lo sé, Ayla. La Zelandoni pesa mucho –dijo Jondalar.

–Estoy convencida de que Whinney tiene la suficiente fuerza. Sólo tienes que encontrar un asiento cómodo –se interrumpió un momento, pensativa–. Tienes razón; la gente no está habituada a viajar a caballo. Seguramente preferirán venir a pie. Aun así necesitarán tiendas y provisiones. La angarilla te servirá para eso.

Ayla retiró los canastos de la carga antes de ponerle el cabestro a Whinney y darle la cuerda a Jondalar. Éste ató el extremo al cabestro de Corredor, dejando a Whinney cuerda suficiente para que pudiera seguirlo, y se puso en marcha. Pero la yegua no tenía por costumbre ir detrás del corcel que ella había traído al mundo. Él la había seguido siempre a ella. Pese a que Jondalar se hallaba sentado sobre el lomo de Corredor, guiándolo mediante una rienda unida al cabestro, Whinney se mantenía un poco por delante, como si adivinara hacia dónde quería dirigirse el hombre.

«Los caballos acatan de buen grado la voluntad de sus amigos humanos, pensó Ayla sonriendo mientras los veía marcharse, siempre y cuando no se altere su sentido del orden natural de las cosas.» Cuando se dio media vuelta, advirtió que Lobo la observaba. Le había indicado que se quedara al irse los caballos, y el animal aguardaba pacientemente.

Su irónica sonrisa por el comportamiento de los caballos se desvaneció en cuanto posó de nuevo la mirada en el hombre que yacía en el mismo lugar donde había caído.

–Habrá que moverlo, Joharran –dijo.

El jefe asintió con la cabeza y pidió ayuda a algunos cazadores. Improvisaron un resistente armazón con un par de lanzas bien amarradas a cada lado y, entre ambas, telas firmemente sujetas a modo de plataforma. Cuando regresaron Thefona y Kimeran tras localizar un pequeño refugio cerca de allí, el herido había sido ya colocado cuidadosamente en la parihuela y estaba listo para ser transportado. Ayla llamó a Lobo mientras cuatro hombres levantaban la parihuela.

Cuando llegaron, Ayla ayudó al grupo de personas que había empezado a limpiar una cavidad a nivel de tierra en la pared de piedra caliza cercana, que estaba protegida por un pequeño saliente de roca. Por el suelo había esparcidas hojas de árbol arrastradas hasta allí por el viento y excrementos de hiena dejados tiempo atrás por los carnívoros carroñeros que habían utilizado el lugar como guarida.

Descubrió con satisfacción que había agua cerca. Al fondo del refugio existía una pequeña cueva y, justo a la entrada de ésta, se formaba una charca alimentada por el agua de un manantial procedente de la pared de roca. Indicó a Solaban dónde encender una hoguera con la leña que él, Brameval y algunos otros habían recogido.

A petición de Ayla, varias personas ofrecieron voluntariamente sus pieles de dormir, las cuales se apilaron para crear un lecho. El herido había despertado al tenderlo en la parihuela, pero estaba inconsciente cuando llegaron al refugio. Gimió de dolor al pasarlo al lecho de pieles y volvió a despertarse con una mueca y serias dificultades para respirar. Ayla plegó una piel y se la colocó bajo la cabeza para que estuviera un poco más cómodo. El hombre intentó sonreír en muestra de agradecimiento, pero se lo impidió un arranque de tos con bocanadas de sangre. Ayla le limpió el mentón con un trozo de suave piel de conejo que solía guardar junto con las medicinas.

Revisó las escasas provisiones de su bolsa de medicinas, preguntándose si había olvidado algo que pudiera mitigar el dolor del herido. Podían ser útiles las raíces de genciana o una solución de árnica. Ambas plantas aliviaban el dolor interno de las magulladuras y otras molestias, pero no tenía ni de la una ni de la otra. El fino vello de los frutos del lúpulo podía emplearse como sedante para ayudarlo a relajarse, y bastaba con respirar su aroma en el aire, pero no había lúpulo a mano. Quizá algo en forma de humo tendría cierto efecto, ya que ingerir líquidos quedaba descartado. Pero no, probablemente le provocaría tos, lo cual agravaría su estado. Sabía que no tenía cura, y era sólo cuestión de tiempo, pero se sentía obligada a hacer algo, al menos respecto al dolor.

«Un momento, se dijo. ¿No he visto camino hacia aquí una planta de la familia de la valeriana? ¿La que tiene unas raíces aromáticas? Aquella que los mamutoi, en la Reunión de Verano, llamaban espicanardo. No conozco el nombre en zelandonii.» Miró alrededor y vio a la joven por la que Manvelar aparentemente sentía tanto respeto, Thefona, la vigía de la Tercera Caverna.

La muchacha se había quedado a limpiar el pequeño refugio que ella misma había encontrado y continuaba allí, observando a Ayla. La forastera la intrigaba. Tenía algo que atraía la atención de la gente y, por lo visto, se había ganado el respeto de la Novena Caverna en el poco tiempo que llevaba allí. Thefona se preguntó cuánto sabría realmente aquella mujer sobre curaciones. No presentaba la clase de tatuajes que identificaban a los zelandonia, quizá la gente de la que provenía tuviera otras costumbres. Ciertas personas simulaban saber más de lo que sabían, pero la forastera en ningún momento había fanfarroneado ni alardeado acerca de sus conocimientos para impresionar a los demás. En cambio, sí hacía cosas verdaderamente impresionantes, como el modo de utilizar aquel artilugio para arrojar lanzas. Thefona pensaba en Ayla desde hacía un rato, pero se sorprendió al oír a la mujer llamarla por su nombre.

–Thefona, ¿puedo pedirte un favor? –preguntó Ayla.

–Claro –contestó la joven, y se dijo: «Tiene una forma de hablar extraña, no por las palabras, sino por la pronunciación. Quizá es ése el motivo por el que apenas habla».

–¿Tienes conocimientos sobre plantas?

–Todo el mundo sabe algo de plantas –respondió Thefona.

–Necesito una que tiene las hojas parecidas a las de la dedalera y flores amarillas como las del diente de león. Yo la llamo «espicanardo», pero ése es su nombre en mamutoi.

–Lo siento. Conozco algunas plantas comestibles, pero sé poco de plantas medicinales. Para eso deberías preguntar a la Zelandoni.

Ayla guardó silencio por un momento.

–¿Te importaría quedarte un rato cuidando de Shevoran? –dijo por fin–. Creo haber visto espicanardo cuando venía hacia aquí. Voy a ver si recuerdo dónde se encontraba. Si Shevoran se despierta o se produce cualquier cambio en su estado, ¿podrían mandar a alguien a buscarme? –Decidió entonces añadir una explicación, aunque no solía explicar sus acciones como entendida en medicina–. Si esa planta es lo que creo que es, podría ser útil. Ya otras veces he utilizado las raíces trituradas como emplasto para las fracturas de huesos, pero, además, se absorbe fácilmente y posee propiedades tranquilizantes. Si la mezclo con un poco de estramonio y quizá algunas hojas de milenrama pulverizadas, es posible que consigamos calmarle el dolor. Voy a intentar localizarla.

–Sí, claro que me quedaré con él –dijo Thefona, complacida por alguna extraña razón ante el hecho de que la forastera solicitara su ayuda.

Joharran y Manvelar hablaban con Ranokol en voz baja, y pese a que Ayla se hallaba al lado de ellos, apenas los oía. Estaba concentrada en el herido y, a la vez, vigilaba el agua que había puesto al fuego… y que tanto tardaba en calentarse. Lobo yacía en tierra cerca de ella, con la cabeza entre las patas, y observaba todos sus movimientos. Cuando el agua empezó a echar vapor, añadió las raíces de espicanardo a fin de que se reblandecieran lo suficiente para triturarlas y preparar un emplasto. Por suerte, había encontrado también consuelda. Las hojas y raíces machacadas de esta última planta, aplicadas en forma de cataplasma, constituían también un buen remedio para las fracturas de huesos y las magulladuras, y si bien Ayla no esperaba que aquello curara las lesiones de Shevoran, estaba decidida a probarlo todo para aliviar su dolor.

Una vez preparado el emplasto caliente de raíces trituradas, lo colocó directamente sobre el moretón casi negro que se extendía desde el pecho hasta el estómago. Notó que el abdomen comenzaba a endurecerse. Shevoran abrió los ojos mientras Ayla cubría el emplasto con una piel para conservar el calor.

–¿Shevoran?

La mirada del hombre revelaba que estaba consciente pero desorientado. Quizá no la había reconocido, pensó ella.

–Me llamo Ayla. –Tras un breve titubeo, recordó el nombre de la compañera de Shevoran–. Relona viene hacia aquí.

Él tomó aire e hizo una mueca de dolor. La noticia parecía sorprenderle.

–Estás herido, Shevoran, por el ataque de un bisonte –explicó ella–. La Zelandoni también está de camino. Yo hago lo que puedo hasta que ella llegue. Te he puesto en el pecho un emplasto para reducir un poco el dolor.

Shevoran movió la cabeza en un gesto de asentimiento, pero incluso eso le representaba un esfuerzo.

–¿Quieres ver a tu hermano? Está esperando.

El hombre volvió a asentir. Ayla se levantó para aproximarse al grupo que aguardaba a unos pasos de distancia.

–Se ha despertado –anunció a Ranokol–. Quiere verte.

El joven se apresuró a ponerse en pie y acercarse al lecho de su hermano. Ayla lo siguió, acompañada por Joharran y Manvelar.

–¿Cómo te encuentras? –preguntó Ranokol.

Shevoran intentó esbozar una sonrisa, que se convirtió en una mueca de dolor cuando un inesperado acceso de tos hizo brotar un hilillo de sangre de la comisura de sus labios. A los ojos de su hermano asomó una expresión de pánico. Ranokol advirtió entonces el emplasto en el pecho de Shevoran.

–¿Qué es eso? –inquirió con voz tensa, casi un chillido.

–Es un emplasto para el dolor –contestó Ayla. Habló con su voz grave de siempre, pronunciado las palabras con lentitud y serenidad. Comprendía la reacción de terror en el hermano del herido.

–¿Quién te ha pedido que le hagas nada? –vociferó–. Probablemente es peor para él. ¡Quítaselo!

–No, Ranokol –terció Shevoran en un susurro casi inaudible–. Ella no tiene la culpa. Me hace bien.

Trató de incorporarse pero se desplomó inconsciente.

–¡Shevoran! –exclamó Ranokol postrándose en tierra junto al lecho de su hermano–. ¡Despierta, Shevoran! ¡Ha muerto! ¡Oh, Gran Madre! ¡Ha muerto!

Ayla tomó el pulso a Shevoran mientras Joharran apartaba de allí a Ranokol.

–No, aún está vivo –informó Ayla–. Pero no le queda mucho tiempo de vida. Espero que su compañera no tarde en llegar.

–No está muerto, Ranokol, pero podría estarlo –dijo Joharran, colérico–. Quizá esta mujer no sea una zelandoni, pero sabe lo que hace. Eres tú quien empeora el estado de tu hermano. ¿Quién sabe si despertará otra vez para decirle sus últimas palabras a Relona?

–Nadie puede empeorar su estado, Joharran. No hay esperanzas de que sobreviva. Puede morir en cualquier momento. Es normal que un hombre sufra por la pérdida de su hermano –repuso Ayla, y se dispuso a levantarse–. Prepararé una infusión para tranquilizarnos.

–Déjalo; yo me ocuparé de eso. Basta con que me indiques qué debo hacer.

Ayla alzó la mirada, vio a Thefona y sonrió.

–Sólo tienes que poner agua a hervir, y yo traeré algo para todos –dijo. Luego regresó al lado de Shevoran.

Respiraba con dificultad. Ayla deseaba encontrarle una postura más cómoda, pero cuando intentó moverlo, el hombre lanzó un lamento de dolor. Sorprendida de que siguiera con vida, cogió la bolsa de las medicinas para ver qué tenía para preparar una infusión. «Quizá manzanilla, pensó, con flores de tilo secas o raíz de regaliz para endulzarla.»

La larga tarde fue avanzando. La gente iba y venía, pero Ayla no prestaba atención. Shevoran recobró varias veces la conciencia y preguntó por su compañera, para luego sumirse en un sueño inquieto. Tenía el vientre dilatado y duro, y la piel casi negra. Ayla tenía la certeza de que el hombre hacía esfuerzos por aguantar vivo para ver a Relona una vez más.

Un poco más tarde, Ayla cogió el odre del agua para echar un trago, pero al comprobar que estaba vacío, lo dejó a un lado y se olvidó de la sed. Portula, que aún se avergonzaba de su participación en la broma de Marona y procuraba mantenerse a distancia, se había acercado al pequeño refugio para ver cómo andaban las cosas, y había visto a Ayla alzar el odre, sacudirlo y comprobar que estaba vacío. Corrió entonces a la charca, llenó su propio odre y regresó con el agua fresca.

–¿Te apetece beber, Ayla? –preguntó ofreciéndole el odre chorreante.

Ayla levantó la vista y se sorprendió de encontrar allí a aquella mujer.

–Gracias –contestó al tiempo que tendía su vaso–. Tenía un poco de sed.

Portula se quedó allí inmóvil, visiblemente incómoda, cuando Ayla hubo apurado el agua.

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