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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (86 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Ayla regresó al campamento de la Novena Caverna todo lo deprisa que pudo, deseosa de hablar de la cueva con los demás. Sólo cuando llegó y vio gente que terminaba de cavar un hoyo para usarlo como horno de tierra y otras personas que preparaban comida para meterla dentro, recordó que tenía invitados a comer al día siguiente. Había pensado en reunir alimentos para cocinar, cazar algún animal o encontrar alguna planta comestible, y con la excitación de la cueva se había olvidado de todo. Vio que Marthona, Folara y Proleva habían cogido una pata de bisonte entera del pozo frío de almacenamiento.

El día mismo de su llegada a la Reunión de Verano, la gente de la Novena Caverna había cavado un pozo por debajo del nivel de permafrost para conservar la carne de los animales que habían cazado antes de partir y que no habían secado. El territorio zelandonii se hallaba lo bastante cerca del glaciar septentrional para que predominaran las condiciones de permafrost, pero eso no implicaba que la tierra estuviera helada todo el año. En invierno el suelo era duro como el hielo, congelado en toda su superficie; pero en verano se deshelaba una capa a distintas profundidades, desde unos centímetros a varios metros, dependiendo de la vegetación que cubría la superficie y la cantidad de sol o sombra que recibía. La carne almacenada en un pozo excavado hasta la capa helada se mantenía fresca, si bien a la mayoría de la gente no le importaba que la carne se pasara un poco, y a algunos incluso les gustaba más el sabor de la carne un poco descompuesta.

–Lo siento, Marthona –se disculpó Ayla cuando llegó a la hoguera principal–. He ido a buscar más alimentos para la comida de mañana, pero he encontrado una cueva no muy lejos y me he olvidado de todo. Es la cueva más preciosa que he visto en mi vida y os la quería enseñar.

–No sabía que hubiera cuevas por aquí –comentó Folara–. Y menos aún especialmente bonitas. ¿Está muy lejos?

–Al otro lado de aquel monte, detrás del campamento principal –explicó Ayla.

–Allí es a donde vamos a buscar moras a finales del verano –dijo Proleva–, y no hay ninguna cueva.

Otras personas habían oído a Ayla y se habían acercado, entre ellas Jondalar y Joharran.

–Tiene razón –convino Joharran–. No he oído hablar de ninguna cueva en esa zona.

–Está escondida detrás de las zarzas, y de un montón de rocas que tapan la entrada –explicó Ayla–. De hecho, la ha encontrado Lobo. Iba olfateando por el zarzal y desapareció. Lo llamé, y como tardó en venir, me quedé intrigada y fui a ver por dónde había estado. Me abrí paso con el hacha y encontré la cueva.

–No debe de ser muy grande, ¿verdad? –preguntó Jondalar.

–Se adentra en la montaña, y no es precisamente pequeña. Es una cueva fuera de lo común.

–¿Nos la puedes enseñar? –dijo Jondalar.

–Claro –respondió Ayla–. Para eso he venido, pero ahora creo que debería preparar la comida de mañana.

–Acabamos de encender el fuego en el horno de tierra –informó Proleva–, y hemos echado leña abundante. Tardará un buen rato en consumirse y calentar las piedras de dentro. Mientras tanto, íbamos a colocar la comida en la plataforma elevada, así que podríamos ir a ver la cueva sin ningún problema.

–Yo invito a gente a venir a comer, y todo el mundo trabaja menos yo. Como mínimo debería haber ayudado a cavar el horno para asar la carne –dijo Ayla avergonzada. Tenía la sensación de no haber cumplido con su obligación.

–Descuida. Teníamos que cavar un horno de todos modos –aseguró Proleva–. Y éramos muchos. Ahora ya se han marchado casi todos al campamento principal, pero entre todos lo hemos hecho en un momento. Hemos aprovechado la ocasión.

–Vamos a ver esa cueva –propuso Jondalar.

–Pero si nos marchamos todos a la vez, nos seguirá medio campamento –advirtió Willamar.

–Podríamos ir por separado y encontrarnos en la fuente –sugirió Rushemar.

Él era uno de los que habían ayudado a cavar el hoyo para el horno, y esperaba a que Salova acabara de dar el pecho a Marsola para dirigirse hacia el campamento principal. Salova, a su lado, le sonrió. Su compañero no hablaba demasiado, pero cuando lo hacía, era siempre para decir algo sensato. Miró a Marsola, que estaba sentada en el suelo. Tendría que coger una manta para ceñírsela alrededor y llevar a la niña a cuestas, pero le atraía la perspectiva de ir a explorar.

–Buena idea, Rushemar, pero creo que tengo una mejor –dijo Jondalar–. Podemos llegar al otro lado de esa pendiente siguiendo el cauce de nuestro riachuelo y rodeando por la parte de atrás. El pedregal del otro lado del estanque no está lejos de allí. Yo trepé a lo alto para ver si había pedernal en aquel montón de rocas, y tuve una buena vista del paisaje.

–¡Perfecto! ¡Vamos! –exclamó Folara.

–Querría enseñársela también a la Zelandoni y Jonokol –dijo Ayla.

–Y como estamos en su territorio, creo que convendría pedir a Tormaden, el jefe de la Decimonovena Caverna, que nos acompañe –añadió Marthona.

–Tienes razón, madre. Por derecho, deberían explorarla ellos antes –dijo Joharran–. Pero como no la han encontrado en todo el tiempo que llevan viviendo aquí, creo que podemos llevar a cabo una exploración conjunta. Iré a pedir a Tormaden que nos acompañe –el jefe sonrió–. Pero no le diré para qué; le diré sólo que Ayla ha encontrado algo que nos quiere enseñar.

–Iré contigo, Joharran, y pasaré por el alojamiento de la zelandonia para preguntar a la Zelandoni y Jonokol si quieren venir –dijo Ayla.

–¿Quién más desea venir? –preguntó Joharran.

Todos los presentes manifestaron su interés, pero como la gran mayoría de las aproximadamente doscientas personas que constituían la Novena Caverna estaban en el campamento principal, no eran tantos como habrían podido ser. Utilizando las palabras de contar, calcularon que eran unas veinticinco personas, y consideraron que era un grupo manejable, especialmente porque irían en otra dirección.

–De acuerdo, iré al campamento principal con Ayla –dijo Joharran–. Jondalar, tú guía a los demás por el camino de atrás, y nos encontraremos al pie de la ladera, detrás de la fuente.

–Jondalar, lleva algo para cortar las zarzas –recordó Ayla–, y también antorchas y tu yesquero. Yo sólo he entrado en la cámara grande, pero he visto un par de pasadizos que partían de allí.

La Zelandoni y otros miembros de la zelandonia, incluidos unos cuantos acólitos nuevos, preparaban la reunión con las mujeres a punto de emparejarse. La Primera estaba siempre muy ocupada en las Reuniones de Verano, pero cuando Ayla solicitó hablar con ella en privado intuyó, por la actitud de la joven, que podía tratarse de algo importante. La joven le describió la cueva y le dijo que un grupo de personas de la Novena Caverna se había dado cita detrás de la fuente para ir a verla. Advirtiendo las dudas de la mujer, Ayla insistió en que al menos Jonokol debía ir. Eso avivó la curiosidad de la Primera, que decidió ir también.

–Zelandoni de la Decimocuarta, ¿quieres sustituirme en esta reunión? –pidió la Primera a la que siempre había deseado ocupar su lugar–. He de resolver un asunto de la Novena Caverna.

–Con mucho gusto –dijo la mujer de mayor edad. Como todos, sentía curiosidad por saber qué podía ser tan importante para que la Primera abandonara una reunión, pero a la vez le complacía haber sido elegida para sustituirla. Quizá la Primera empezaba a valorarla.

–Jonokol, acompáñame –ordenó la Zelandoni de la Novena a su primer acólito.

Esto aumentó más aún la curiosidad de los allí reunidos, pero nadie se atrevió a preguntar nada, ni siquiera Jonokol, contento porque tarde o temprano se enteraría.

Joharran tardó un rato en encontrar a Tormaden y luego convencerlo para que lo dejara todo y lo acompañara, sobre todo porque el jefe de la Novena no le había dicho de qué se trataba.

–Ayla ha encontrado algo que creemos que deberías conocer, ya que se trata de tu territorio –dijo Joharran–. Ya lo sabemos unas cuantas personas de la Novena Caverna porque estábamos delante cuando ella lo ha explicado, pero creo que tú deberías verlo antes de que corra la voz por el campamento. Ya sabes cómo se propagan los rumores.

–¿Lo consideras realmente importante? –preguntó Tormaden.

–Sí, de lo contrario no hubiera venido a importunarte –insistió Joharran.

Ayla se dio cuenta de que la visita a la cueva se había convertido en una aventura para la Novena Caverna, hasta el punto de que había quienes querían llevarse comida o cestos, además de antorchas, como si fuera una salida de recolección. La mayoría se alegraba de haberse quedado en el campamento y haber oído a Ayla, porque así serían los primeros en ver la cueva que consideraba tan especial la interesante mujer que había llegado con Jondalar. Daban por hecho que la belleza del lugar residiría en sus formaciones de estalactitas, que sería una cueva como la llamada Gruta Hermosa que estaba cerca de la Novena Caverna.

Tardaron un rato en encontrarse todos. Joharran y Tormaden fueron los últimos en llegar, pero los que habían llegado primero, el grupo de la Novena Caverna, esperaron al otro lado de la cima, sin dejarse ver. Un grupo numeroso de gente en lo alto del monte habría llamado la atención del campamento principal. Un poco de misterio añadía emoción a la aventura; de vez en cuando alguien subía a la fuente y, desde detrás de los árboles, vigilaba para ver si venían Ayla con la Zelandoni y su acólito, o Joharran con el jefe de la Decimonovena Caverna.

Tras un breve intercambio de saludos formales –Ayla ya había conocido a Tormaden en la Decimonovena Caverna poco después de llegar–, ella y Lobo tomaron por el camino que atravesaba la ladera llena de parras con moras maduras, guiando a los demás. Ayla había hecho una seña al animal para que no se alejara, y él, obediente, permanecía a su lado. Con tanta gente cerca, Lobo se sentía protector, y ella no quería que el enorme carnívoro pusiera nervioso a nadie, aunque la gente de la Novena Caverna ya empezaba a acostumbrarse a su presencia. Les divertía la reacción que el lobo provocaba en las personas de las otras cavernas presentes en la reunión, y la inevitable atención que recibían gracias a él.

Una vez abajo, Ayla dobló hacia el lecho seco del antiguo río. Cuando llegó, primero vieron los restos de su fuego, pero enseguida advirtieron el agujero abierto en las gruesas zarzas. Rushemar, Solaban y Tormaden comenzaron de inmediato a agrandar la abertura, mientras Jondalar encendía fuego. Cada vez sentían todos mayor curiosidad por la cueva, en especial Jondalar. Cuando hubo unas cuantas antorchas encendidas, atravesaron uno por uno el oscuro agujero abierto entre las zarzas.

Tormaden estaba atónito ante el descubrimiento de esa cueva cuya existencia desconocía por completo. Sólo acudían a aquella ladera cuando las moras estaban maduras. Era un enorme zarzal con bayas silvestres que tapaba toda la ladera, que se renovaba cada año y los proveía de más fruta de la que podían recoger, incluso en una Reunión de Verano. A nadie se le había ocurrido abrirse paso entre las zarzas y menos aún buscar una cueva.

–¿Por qué has cortado las zarzas precisamente aquí, Ayla? –preguntó Tormaden cuando entraban por la oscura abertura.

–Ha sido Lobo –contestó ella mirándolo–. La ha encontrado él. Yo buscaba algo para la comida de mañana, una liebre o un urogallo. A veces Lobo me ayuda a cazar; tiene buen olfato. Ha desaparecido detrás de este montón de rocas, por debajo de las parras, y como tardaba mucho en volver, he sentido curiosidad por ver qué había encontrado y he cortado algunos tallos y he descubierto la cueva. He salido, he encendido una antorcha y he vuelto a entrar.

–Ya suponía que debías de tener una buena razón –dijo él. Le llamaba la atención tanto su extraña manera de hablar como su aspecto. Era una mujer hermosa, sobre todo cuando sonreía.

Con Ayla y el Lobo al frente, y Tormaden detrás de ella, ambos con sendas antorchas, entraron en fila la Zelandoni, Jonokol, Joharran, Marthona, Jondalar y todos los demás. Ayla advirtió que instintivamente se habían colocado en el orden que utilizaban en las ocasiones muy especiales o formales, como un funeral, salvo que esa vez ella iba delante, y eso la ponía un poco nerviosa. No creía que mereciera ser la primera de una fila como aquélla.

Una vez dentro esperó a que todos hubieran entrado. La última fue Lanoga, con Lorala en brazos, hijas de la compañera de Laramar, Tremeda, la familia con una posición social inferior. Ayla les sonrió, y Lanoga le correspondió con una tímida sonrisa. Ayla se alegraba de que hubiera ido. Lorala iba adquiriendo el rollizo aspecto propio de una niña de su edad, y empezaba a pesar demasiado para su madre sustituta, que sólo contaba once años, pero eso, más que otra cosa, parecía complacer a Lanoga. La niña se sentaba con las madres jóvenes de la caverna, y cuando las oía hablar con orgullo de sus hijos, a veces intervenía para explicar alguno de los avances de Lorala.

–¡Cuidado! El suelo resbala –advirtió Ayla guiando al grupo hacia abajo.

Con tantas antorchas, se veía claramente que la galería de la entrada descendía y se ensanchaba. Ayla percibió la humedad fría de la cueva, el olor a tierra de la arcilla mojada, el sonido amortiguado del goteo del agua y la respiración de los demás; pero nadie hablaba. La cueva imponía un silencio expectante, incluso a los niños.

Cuando notó que el suelo se nivelaba, se detuvo y bajó la antorcha. Los otros hicieron lo mismo, mirándose los pies y la tierra que pisaban. Cuando se encontraron ya todos en la zona llana, Ayla levantó cuanto pudo la antorcha. Los otros la imitaron, y se oyeron exclamaciones espontáneas de sorpresa, seguidas de un asombrado silencio, como si todos hubieran quedado sinceramente conmovidos por aquellas paredes blancas de calcita cristalizada, amoldadas a la forma de la roca y refulgentes a la luz de las antorchas como si tuvieran vida propia. La belleza de la cueva no tenía nada que ver con las estalactitas porque allí no había ninguna; sin embargo, resultaba impresionante. Había en ella un aura mágica, poderosa, sobrenatural y espiritual.

–¡Oh, Gran Madre Tierra! –declamó La Que Era la Primera–. Éste es su santuario. Es su Matriz.

A continuación empezó a cantar con su voz potente y vibrante:

En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa
,

el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa
.

Despertó ya consciente del gran valor de la vida
,

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