Los refugios de piedra (84 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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Capítulo 26

–Tengo que pensármelo –dijo Mardena–. Mi hijo no es como los demás niños. No puede hacer las mismas cosas que ellos.

Ayla miró a la mujer.

–No sé si te entiendo.

–Ya debes haberte dado cuenta de que el brazo lo limita.

–Un poco sí, pero mucha gente aprende a superar esas limitaciones.

–¿Hasta qué punto? –preguntó Mardena–. Tú misma debes ver que nunca podrá ser cazador, y no puede hacer cosas con las dos manos. No le quedan muchas opciones.

–¿Por qué no puede cazar o aprender a hacer cosas? –dijo Ayla–. Es inteligente. Tiene buena vista. Tiene un brazo que funciona perfectamente y el otro no del todo inútil. Puede andar, e incluso correr. He visto a personas que superaban problemas más graves. Sólo necesita a alguien que le enseñe.

–¿Y quién le enseñará? No quiso hacerlo ni siquiera el hombre de su hogar.

Ayla empezó a comprender la situación.

–Yo estoy dispuesta a enseñarle, y seguro que Jondalar me ayudará. Lanidar tiene el brazo izquierdo muy fuerte. Tendrá que aprender a compensar el defecto del brazo derecho, a encontrar el equilibrio y la precisión, pero estoy segura de que puede aprender a arrojar una lanza, sobre todo con un lanzavenablos.

–¿Y por qué vas a tomarte la molestia? –preguntó la mujer–. No vivimos en tu caverna. Ni siquiera lo conoces.

Ayla tuvo la impresión de que Mardena no creía que estuviera dispuesta a hacerlo sencillamente porque le caía bien Lanidar, al que acababa de conocer.

–Me parece que todos tenemos la obligación de enseñar lo que sabemos a los niños –declaró–. A mí acaban de aceptarme los zelandonii, necesito contribuir a las actividades de mi gente para demostrar que me merezco su acogimiento. Además, si él me ayuda con los caballos, estaré en deuda con él, y desearía compensarlo con algo del mismo valor. Eso es lo que me enseñaron cuando era pequeña.

–¿Y si no aprende a cazar por más que intentes enseñarle? No querría que se hiciera demasiadas ilusiones.

–Ha de aprender a valerse por su cuenta, Mardena. ¿Qué hará cuando sea mayor y tú demasiado vieja para protegerlo? No querrás que se convierta en una carga para los zelandonii. Yo tampoco, viva donde viva.

–Sabe recoger alimentos con las mujeres –adujo Mardena.

–Sí, y es una magnífica aportación, pero debería aprender otras cosas. Al menos debería intentarlo.

–Quizá tengas razón, pero ¿qué podría hacer? No estoy segura de que pueda llegar a cazar –insistió la madre de Lanidar.

–Ya has visto cómo lanzaba, ¿no? Acaso no llegue a ser un cazador excelente, aunque en realidad no veo ningún motivo para que no pueda serlo, pero como mínimo si aprende a cazar, unas cosas podrían llevar a otras.

–¿Por ejemplo?

Ayla pensó apresuradamente.

–Lanidar silba muy bien, Mardena. Lo he oído. Una persona que sabe silbar a menudo puede imitar los sonidos de los animales. Si él aprendiera a hacerlo, podría hacer el reclamo, y atraer así a los animales hacia los cazadores. Para eso no se necesitan brazos, pero ha de acercarse a los animales para escucharlos y aprender sus sonidos y sus voces.

–Es verdad, silba bien –convino Mardena, como si no lo considerara algo positivo–. ¿De verdad crees que podría serle útil?

Lanidar había escuchado la conversación con mucho interés.

–Ella silba, madre –intervino–. Sabe silbar como los pájaros. Y silba para llamar a los caballos, pero también sabe imitar a los caballos, y parece casi uno de ellos.

–¿Es verdad? ¿Puedes imitar el relincho de un caballo? –preguntó la madre.

–Mardena, ¿por qué no venís tú y Lanidar mañana por la mañana a visitar el campamento de la Novena Caverna? –propuso Ayla. Estaba segura de que la mujer le pediría una demostración, y no quería lanzar un relincho de caballo en medio de tanta gente, porque todos se volverían a mirarla.

–¿Puedo llevar a mi madre? –preguntó la mujer–. Seguro que le gustaría venir.

–Claro que sí. ¿Por qué no venís los tres a comer?

–De acuerdo. Iremos mañana por la mañana –dijo Mardena.

Ayla observó alejarse al niño y su madre. Antes de darse media vuelta para reunirse de nuevo con las dos mujeres y el lobo, vio que Lanidar se volvía a mirarla con una radiante sonrisa de agradecimiento.

–Aquí tienes tu ave –dijo Folara, y alzó el urogallo con la pequeña lanza clavada mientras Ayla se acercaba–. ¿Qué harás con ella?

–Pues como he invitado a unas personas a comer con nosotros mañana, creo que la guisaré –contestó Ayla.

–¿A quiénes has invitado? –preguntó Marthona.

–A esa mujer con la que hablaba.

–¿A Mardena? –preguntó Folara, extrañada.

–Y también a su hijo y su madre.

–No los invita nadie, salvo a las fiestas comunitarias, claro está –comentó Folara.

–¿Por qué no? –preguntó Ayla.

–Ahora que lo dices, no estoy muy segura –respondió Folara–. Mardena es una mujer muy cerrada. Creo que ella misma se culpa, o cree que los demás la culpan por el brazo del niño.

–Hay gente que sí la culpa –aclaró Marthona–, y el niño puede tener problemas para encontrar pareja. Las otras madres temerán que aporte espíritus deformes a la unión.

–Siempre se lleva al niño a todas partes –añadió Folara–. Me parece que le preocupa que los otros se burlen de él si lo deja ir solo por ahí. Seguramente es eso lo que harían. Dudo que tenga amigos. Ella no le deja ninguna oportunidad.

–Me lo imaginaba –dijo Ayla–. Me da la impresión de que es muy protectora. Demasiado. Cree que el brazo deforme le limita la capacidad, pero yo opino que su principal limitación no es el brazo, sino su madre. Le da miedo que sufra, pero el niño ha de crecer algún día.

–¿Por qué lo has escogido a él para el lanzamiento, Ayla? –preguntó Marthona–. Me ha parecido que ya lo conocías.

–Alguien le había dicho que había caballos donde estábamos acampados, él lo llama Prado de Arriba, y vino a verlos. Yo estaba allí cuando llegó. Creo que él sólo quería apartarse de la gente y de su madre, y también creo que la persona que le dijo lo de los caballos no le debió comentar que nosotros estábamos acampados allí porque quería que le reprendieran, ya que Jondalar y Joharran habían hecho correr la voz de que la gente no se acercara a los caballos. A mí no me importa que la gente quiera verlos; lo que no quiero es que piensen que pueden cazarlos. Ya están acostumbrados a los humanos y no huirían.

–Seguro que has dejado a Lanidar tocar a los caballos y se ha emocionado mucho, como todo el mundo –dijo Folara sonriente.

Ayla sonrió también.

–Todo el mundo quizá no, pero creo que cuando la gente llegue a conocerlos se dará cuenta de que son especiales y ya a nadie se le ocurrirá cazarlos.

–Posiblemente tienes razón –convino Marthona.

–A los caballos les ha caído bien el niño, y él enseguida ha aprendido a silbar para llamarlos. Por eso le he pedido que los vigile cuando yo no estoy. No imaginé que su madre pusiera reparos –comentó Ayla.

–Pocas madres se opondrían a que un hijo que pronto contará doce años aprenda más cosas sobre los caballos o sobre cualquier otro animal –dijo Marthona.

–¿Tantos años? Yo pensaba que tenía nueve, o como mucho diez. Me habló de la demostración del lanzavenablos de Jondalar, pero me dijo que no quería ir porque no sabía lanzar. Me dio la impresión de que en realidad se creía incapaz de hacerlo, por eso le he enseñado a utilizarlo. Ahora que he hablado con Mardena entiendo de dónde ha sacado esa idea, pero a su edad debería aprender otras cosas además de recoger bayas con su madre. –Ayla miró a las dos mujeres–. Aquí hay tanta gente que es imposible conocer a todo el mundo. ¿Cómo es que conocéis a Lanidar y su madre?

–Cuando nace un niño con un defecto, se entera todo el mundo –explicó Marthona–, y se habla. No necesariamente de una forma negativa. Por lo general, la gente se pregunta qué razón puede haber para que pase ese tipo de desgracia y espera que no le ocurra una cosa así con sus propios hijos. Y cuando el hombre de su hogar la dejó, también nos enteramos todos. Muchos piensan que ese hombre se avergonzaba de llamar a Lanidar hijo de su hogar, pero yo creo que Mardena tiene parte de la culpa. No quería que nadie viera al niño, ni siquiera su compañero. Quiso esconderlo; siempre le tapaba el brazo y se mostraba muy protectora con él.

–Ése es el problema del niño, que su madre todavía lo protege. Cuando le he dicho que le había pedido a Lanidar que vigilara a los caballos cuando yo no estuviera, ella no quería permitirlo. Yo no estaba pidiéndole nada que el niño no fuera capaz de hacer. Sólo necesito a alguien que los vigile un poco y me pueda avisar si pasa algo –dijo Ayla–. Mañana trataré de convencerla de que los caballos no le harán ningún daño a su hijo. Además, le he prometido a Lanidar que lo enseñaré a cazar, o como mínimo a arrojar una lanza. No sé cómo irá, pero la verdad es que la oposición de su madre me ha decidido aún más a enseñarle.

Las otras dos mujeres sonrieron comprensivas.

–¿Queréis decirle a Proleva que mañana por la mañana tendremos visita? –preguntó Ayla–. ¿Y que guisaré el urogallo?

–No olvides la liebre –recordó Marthona–. Salova me ha dicho que has cazado una esta mañana. ¿Quieres que te ayudemos a cocinar?

–Sólo si ha de venir más gente a comer –contestó Ayla–. Me parece que cavaré un horno en la tierra, lo revestiré de piedras calientes, y asaré el urogallo y la liebre juntos, por la noche. Puede que añada hierbas y verduras.

–La comida hecha en un horno de tierra queda muy tierna –comentó Folara–. ¡Se me abre el apetito!

–Folara, creo que deberíamos ayudar –propuso Marthona–. Si Ayla cocina, hay que contar con que mucha gente sentirá curiosidad y se acercará con la intención de probar su guiso. ¡Ah, me olvidaba! Me han pedido que te diga, Ayla, que mañana por la tarde se celebra una reunión en el alojamiento de la zelandonia a la que acudirán todas las mujeres que van a emparejarse, y sus madres.

–Yo no puedo llevar a mi madre –dijo Ayla preocupada. No quería ser la única que fuese sin su madre, si todas las demás lo hacían.

–No es habitual que vaya acompañada por la madre de su futuro compañero, pero si quieres, como la mujer de la que naciste no está, yo la sustituiré con mucho gusto –se ofreció la madre de Jondalar.

–¿De verdad? –dijo Ayla encantada–. Te lo agradecería mucho.

«Una reunión de todas las mujeres a punto de emparejarse, pensó Ayla. Pronto seré la compañera de Jondalar. Ojalá Iza estuviera aquí. Sería ella la madre que debería acompañarme, y no la mujer de la que nací. Pero como las dos caminan ya por el otro mundo, me alegro mucho de que Marthona quiera venir conmigo. ¡Y a Iza le habría gustado tanto! Ella pensaba que no encontraría pareja, y quizá no la habría encontrado si me hubiera quedado con el clan. No se equivocó al aconsejarme que me marchara en busca de los míos, en busca de un compañero; pero la añoro, como a Creb y a Durc. He de dejar de pensar en ellos.»

–¿Os importaría llevaros el urogallo si volvéis al campamento? –preguntó Ayla–. Yo iré a cazar algo más para la comida de mañana.

Detrás del campamento principal de la Reunión de Verano, hacia la derecha, los montes de piedra caliza habían adoptado la forma de un gran cuenco poco profundo, curvo en los lados, pero abierto por la zona frontal. La base de las pendientes curvas convergía en un campo de escasa extensión pero relativamente uniforme, que había terminado de nivelarse con piedras y tierra apisonadas a lo largo de los muchos años que el lugar había sido utilizado para la celebración de grandes asambleas. Las laderas cubiertas de hierba de la cara interna del cuenco ascendían en una pendiente gradual e irregular, salpicada de hondonadas y elevaciones, áreas menos escarpadas que habían sido allanadas para proporcionar espacios a grupos familiares o incluso a cavernas enteras donde sentarse juntos y gozar de una buena vista del espacio abierto que se extendía abajo. La superficie en pendiente tenía unas dimensiones suficientemente grandes para dar cabida a todo el campamento de la Reunión de Verano con sus más de dos mil personas.

En un bosquecillo próximo a la accidentada cresta había un manantial que alimentaba una pequeña charca, cuyas aguas se desbordaban y descendían por el medio de la pendiente en forma de cuenco, seguían a través del llano valle e iban, finalmente, a desembocar en el cauce mayor en torno al que se había plantado el campamento. El arroyo era tan pequeño que la gente lo cruzaba con facilidad, pero la charca de aguas claras y frías de lo alto proporcionaba una fuente permanente de agua limpia y potable.

Ayla subió hacia los árboles por un sendero paralelo al arroyo, tan poco caudaloso que apenas teñía de humedad brillante las piedras del lecho. Se detuvo a beber del manantial y luego se dio media vuelta. El chispeante hilo de agua que resbalaba ladera abajo le llamó la atención. Observó cómo se unía al riachuelo, que atravesaba el amplio y populoso campamento y continuaba hacía el siguiente valle y el Río. Era un paisaje perfilado por el relieve pronunciado de los altos montes, los precipicios de piedra caliza y los valles cruzados por ríos.

Captó su atención el sonido que se elevaba desde el campamento, canalizado por la ladera circular. Era un sonido distinto a cuantos conocía: las voces del gran número de gente que charlaba en el campamento fundidas en un solo sonido. El murmullo de voces unidas era como un rugido ahogado, aunque a veces se oían gritos, llamadas y protestas. Aun sin ser igual, recordaba al zumbido de un gran panal de abejas o los bramidos de una manada de uros a lo lejos, y se alegró de aquel momento de soledad.

Aunque no estaba completamente sola. Vio a Lobo husmear en todas las grietas y agujeros, y sonrió. Ayla dio gracias por tenerlo a su lado. Por otra parte, aunque no estaba habituada a tal cantidad de gente reunida en el mismo lugar, tampoco le apetecía estar sola. Ya había tenido soledad suficiente en el valle que había encontrado después de abandonar el clan, y no estaba segura de haberlo podido resistir sin la compañía primero de Whinney y después de Bebé. Incluso con ellos, había sido una vida solitaria. Afortunadamente, ella ya sabía conseguir comida y hacer lo necesario para sobrevivir, por lo que aprendió a disfrutar de la libertad absoluta… y sus consecuencias. Por primera vez pudo hacer lo que deseaba, incluso adoptar un potro o un león. Viviendo sola, sin depender más que de sí misma, había descubierto que una persona podía vivir un tiempo en soledad relativamente bien si era joven, sana y fuerte. Pero al enfermar tomó conciencia de su vulnerabilidad.

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