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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (98 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Pese a que caía un estigma sobre aquellas que no esperaban a los Primeros Ritos, algunas muchachas sucumbían inevitablemente al asedio continuo. Pero por implacable que fuera la presión a que se veían sometidas, las jóvenes, por el hecho de ceder, pasaban a ser menos deseables como compañeras porque se consideraba que tenían poco control sobre sí mismas. En opinión de algunos, era injusto estigmatizar a una mujer porque en su primera adolescencia hubiera cometido lo que en ese momento le parecía una inocente transgresión de una costumbre establecida. Pero también había quienes lo veían como una importante prueba de carácter, de su integridad, fortaleza y perseverancia inherentes, que se consideraban rasgos fundamentales en una mujer.

Las madres acostumbraban a solicitar la ayuda de la zelandonia para ocultar la indiscreción, y se celebraban de todos modos los Primeros Ritos porque una mujer no podía emparejarse sin pasar antes por eso. La zelandonia siempre procuraba que los hombres escogidos para «abrir» a las muchachas que ya estaban abiertas fueran discretos, y que el hecho no se divulgara. Aun así, se sabía quiénes eran las jóvenes que habían cedido; para empezar lo sabían los zelandonia, que en su fuero interno creían que aquélla era una prueba reveladora, y lo sospechaban otros muchos.

Sin embargo, ese verano había surgido un problema poco habitual. Janida, una joven de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna que aún no había pasado por los Primeros Ritos, estaba encinta y quería unirse al joven que la había abierto prematuramente. Peridal, también de la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna, no mostraba el mismo entusiasmo que ella ante la idea de emparejarse, pese a haberla perseguido con extraordinaria persistencia a lo largo de todo el invierno y haberle hecho promesas exageradas. En Roca del Reflejo, una caverna enorme con múltiples niveles, era muy fácil encontrar rincones aislados para sus citas.

En favor de Peridal, se alegaba que era muy joven. No estaba seguro de querer emparejarse todavía, y a su madre no le hacía ninguna gracia que asumiera ya tal compromiso, y menos con una muchacha que había cedido. Pero la zelandonia estaba recurriendo a todo su poder de persuasión para animarlos a aceptar. Si bien no era fundamental que una mujer estuviera emparejada al dar a luz, era preferible que un niño naciera en el hogar de un hombre, en especial el primer hijo.

La otra cara del asunto era que, por lo general, si una mujer quedaba embarazada antes de emparejarse, se volvía más deseable, porque ya había demostrado que era capaz de aportar hijos al hogar de un hombre, pero el estigma por no haber tenido control suficiente para esperar hasta los Primeros Ritos tenía un peso considerable. Janida y su madre lo sabían, pero también sabían que si Janida había sido ya bendecida cuando se emparejara, se consideraría un hecho afortunado y debería verse de manera favorable. Albergaban la esperanza de que lo uno compensara lo otro.

Muchos hablaban de la muchacha, unos decantándose de un lado y otros del otro, pero casi todos coincidían en que era una situación interesante, sobre todo el planteamiento adoptado por Janida y su madre. Aquellos que tomaban partido por Peridal y su madre opinaban que el muchacho era demasiado joven para asumir las responsabilidades del emparejamiento; otros decían que si la Madre, en efecto, había elegido su espíritu para bendecir a la muchacha, debía de considerar que estaba capacitado para ser el hombre del hogar. Y quizá Janida, pese al poco control de sí misma, era afortunada, y Peridal debía de emparejarse con ella de buena gana. Algunos hombres incluso contemplaban la posibilidad de unirse a ella, con o sin estigma, si Peridal se negaba. Janida debía de contar ciertamente con el favor de Doni si quedaba embarazada con tanta facilidad.

Todas las jóvenes que se preparaban para los Ritos de los Primeros Placeres ocupaban un alojamiento vigilado especial cerca del de la zelandonia. Se decidió que la muchacha encinta estaría con las otras jóvenes y se sometería a la ceremonia completa, ya que en todo caso debía celebrar los Primeros Ritos para poder emparejarse. Se consideraba que debía enseñársele lo que las jóvenes necesitaban saber, pero cuando se la instaló allí con las otras, algunas de sus compañeras protestaron.

–Los Ritos de los Primeros Placeres son una ceremonia para abrir a una niña y hacerla así mujer –dijo una de ellas levantando la voz lo suficiente para que todos la oyeran–. Si Janida ya está abierta, ¿qué hace aquí? Se supone que esto es para muchachas que esperan, no para muchachas que hacen trampa.

Varias estuvieron de acuerdo, pero no todas. Una de ellas contraatacó:

–Está aquí porque quiere emparejarse en la primera ceremonia matrimonial, y una muchacha no puede emparejarse hasta que ha celebrado los Primeros Ritos, y además la Madre la ha bendecido.

Otras, algunas de las cuales habían iniciado sus períodos lunares no mucho después de la anterior Reunión de Verano y, según rumores, habían experimentado también con algunos ritos de apertura en privado, procuraron mostrarse más acogedoras, pero en su mayoría sintieron la necesidad de obrar con cautela. Sabían que su buen nombre dependía probablemente de la discreción del hombre que había sido elegido para ellas, y que podía estar emparentado con una de las muchachas que sí había esperado. No querían ofender a nadie. Eran más que conscientes de que podían padecer una vergüenza similar y veían los problemas que eso podía causar.

Janida sonrió a la que habló en su defensa, pero guardó silencio. Se sentía un poco mayor y más sabia que la mayoría de las muchachas del alojamiento. Al menos sabía qué esperar, no como las que aguardaban impacientes y preocupadas, y a fuerza de hacer frente a sus detractores, había desarrollado cierto valor. Además, dijeran lo que dijeran, estaba encinta, bendecida por Doni, y se encontraba en una etapa de su embarazo en que rebosaba optimismo. Ignoraba que el embarazo había activado ciertas hormonas de su organismo; sólo sabía que se sentía feliz y satisfecha ante la perspectiva de tener un hijo.

Aunque se suponía que las jóvenes estaban aisladas y bien custodiadas, los comentarios hechos cuando Janida se unió al resto –especialmente la frase «para muchachas que esperan, no para muchachas que hacen trampa»– se propagaron de algún modo por todo el campamento. Cuando llegaron a oídos de la Primera, se puso furiosa. Tenía que ser alguien de los suyos, alguien de la zelandonia, quien se había ido de la lengua –nadie más podía estar tan cerca como para enterarse de algo así–, y deseó saber quién había sido.

Ayla y Jondalar llevaban casi todo el día trabajando con las pieles de uro. Primero se raspaba la grasa y las membranas del interior y el pelo del exterior con raspadores de pedernal y después se ponían a remojo en una solución hecha con los sesos de las hembras triturados y mezclados con agua, lo cual daba a las pieles una gran elasticidad. Luego se enrollaban y doblaban para escurrirlas lo mejor posible, tarea que a menudo se realizaba entre dos personas, una a cada lado. A continuación se practicaban pequeños agujeros a lo largo de los bordes, a intervalos de unos ocho centímetros. En un bastidor rectangular más grande que la piel entera, se colocaba la piel sujeta al marco mediante cordeles pasados por unos agujeros previamente hechos y se tensaba. Entonces empezaba el trabajo duro.

Con el bastidor bien inmovilizado, apoyando contra unos árboles o un travesaño, se curtían las pieles. Se cogía una vara con la punta redondeada y se hincaba en la piel tanto como ésta daba de sí trozo a trozo, de arriba abajo y de un lado a otro, una y otra vez hasta que la piel, tras media jornada de trabajo, quedaba totalmente seca. En esta fase, la piel era casi blanca, con un acabado flexible y suave como el del ante, y ya podía confeccionarse algo con ella; el problema era que si volvía a mojarse debía curtirse de nuevo, pues si no, al secarse se convertía en cuero crudo. Así pues, para que la piel conservara siempre la textura aterciopelada y flexible tenía que someterse a otro proceso. Había varias opciones, según su utilización.

La opción más sencilla era ahumarla. Un método consistía en usar una pequeña tienda cónica de viaje, tapar la salida de humos y encender dentro una hoguera que produjera mucho humo. Dentro, en lo alto, se colgaban varias pieles y se cerraba bien la entrada. Cuando el humo llenaba la tienda y envolvía las pieles, revestía las fibras de colágeno que constituían la piel. Después del ahumado, la piel permanecía flexible aunque se lavara o mojara. El ahumado cambiaba también el color de la piel que, según la clase de madera empleada, oscilaba entre diversas tonalidades de amarillo y marrón.

Otro proceso consistía en mezclar ocre rojo en polvo con sebo –grasa derretida en agua hirviendo– y adobar la piel con la mezcla. Ello no sólo le daba un color rojizo, que iba del rojo anaranjado al marrón oscuro, sino que, además, la impermeabilizaba. La untuosa sustancia podía aplicarse mediante un hueso o un palo liso y se extendía por la superficie hasta obtener un acabado brillante y más resistente, casi por completo impermeable. El ocre rojo, por otra parte, inhibía la descomposición bacteriana y repelía a los insectos, incluidos los parasitarios que vivían en animales de sangre caliente como los humanos.

Existía aún otro proceso, más trabajoso y no tan conocido, para convertir en un blanco casi puro el blanco natural de la piel. Fracasaba con frecuencia porque era difícil mantener la flexibilidad de la piel, pero cuando salía bien, el resultado era asombroso. Ayla lo había aprendido de Crozie, la anciana mamutoi. Para empezar, debía guardar su propia orina y esperar a que, por la acción de sus procesos químicos naturales, se convirtiera en amoníaco, que era un agente blanqueador. Tras el raspado, la piel se dejaba a remojo en el amoníaco, luego se lavaba con raíz de jabonera, se suavizaba con la mezcla a base de sesos y se adobaba con caolín en polvo –una delicada arcilla blanca– mezclado con sebo muy puro.

Ayla sólo había hecho una prenda blanca, y Crozie la había ayudado, pero había visto un filón de caolín no muy lejos de la Tercera Caverna, y pensó que quizá volviera a intentarlo. Se preguntó si la espuma que los losadunai le habían enseñado a hacer con grasa y cenizas daría mejor resultado que la jabonera.

Mientras trabajaba, Ayla oyó una de las discusiones acerca de Janida, y la situación le resultó interesante porque le ofrecía una fascinante perspectiva de las tradiciones y costumbres de los zelandonii. No tenía la menor duda de que Peridal había iniciado el niño que crecía dentro de Janida, porque los dos habían dado a entender que ningún otro hombre había penetrado a la muchacha, y Ayla tenía la firme convicción de que era la esencia del órgano masculino lo que daba comienzo al embarazo. Mientras volvían al campamento de la Novena Caverna, agotados después de todo un día de trabajo con las pieles, preguntó a Jondalar sobre la insistencia de los zelandonii respecto a los Primeros Ritos antes de que las mujeres pudieran escoger libremente.

–No veo la diferencia entre que el joven la abriese el invierno pasado y otro hombre la abra ahora, siempre y cuando no sea forzada –dijo Ayla–. No es como el caso de Madenia, la muchacha losadunai que fue violada por una pandilla de jóvenes antes de los Primeros Ritos. Janida es un poco joven para estar encinta, pero también yo lo era, y no supe qué eran los Primeros Ritos hasta que tú me lo explicaste.

Jondalar comprendía y compadecía a Janida. También él había transgredido las tradiciones establecidas durante su iniciación a la virilidad al enamorarse y desear emparejarse con su mujer-donii. Cuando descubrió que Ladroman… Madroman… había estado espiándolos, que de hecho se había escondido para observarlos, y después había contado a todo el mundo que querían emparejarse, Jondalar montó en cólera y lo golpeó hasta romperle los dientes. Como todos, Madroman también quería a Zolena como mujer-donii, pero ella había elegido a Jondalar, y nunca había considerado siquiera a Madroman.

Jondalar creía entender la extrañeza que el caso de Janida causaba a Ayla y por qué. Ella no había nacido entre los zelandonii y no daba el mismo valor que ellos a las costumbres que habían respetado siempre, ni comprendía lo que implicaba ir contra las tradiciones que conocían. Jondalar no era consciente de que lo que ocurría, en realidad, era que Ayla había quebrantado las tradiciones del clan y había pagado con creces las consecuencias, hasta el punto de que había estado muy cerca de la muerte, por lo que ya no le asustaba poner en tela de juicio cualquier tradición.

–La gente es más tolerante con aquellos que vienen de otras partes –dijo Jondalar–, pero Janida sabía a qué se arriesgaba. Espero que Peridal se una a ella y que sean muy felices, pero si no lo hace creo que hay otros hombres dispuestos a emparejarse con Janida.

–Ya lo supongo. Es joven y atractiva, y tendrá un hijo que aportar al hogar de otro hombre si Peridal la rechaza –declaró Ayla.

Caminaron un rato en silencio hasta que Jondalar comentó:

–Creo que la ceremonia matrimonial de esta Reunión de Verano se recordará durante mucho tiempo. Están Janida y Peridal, que seguramente serán los más jóvenes que se hayan emparejado nunca si se deciden a hacerlo, aun sin contar su precoz embarazo. Estamos nosotros dos: yo que acabo de volver de un largo viaje, y tú que vienes de muy lejos. Después están Joplaya y Echozar. Los dos tienen unos antecedentes familiares y un linaje insólitos. Espero que quienes se oponen a su unión no creen demasiadas complicaciones. Apenas puedo creer que Brukeval actuara como lo hizo. Creía que tenía mejores modales, sean cuales sean sus sentimientos.

–Echozar tenía razón cuando dijo que él no era del clan –afirmó Ayla–. Su madre lo era, pero a él no lo crio la gente del clan. Aunque lo hubieran vuelto a aceptar, dudo que le hubiera sido fácil vivir con ellos. Conoce su lenguaje de señas, más o menos, pero ni siquiera sabe que usa señas propias de las mujeres.

–¿Señas propias de las mujeres? –repitió Jondalar–. Nunca me habías mencionado nada así.

–La diferencia es muy sutil, pero la hay –dijo Ayla–. Las primeras señas que aprenden los bebés son de sus madres, pero cuando crecen, las niñas se quedan con las madres y continúan aprendiendo esas señas, mientras que los niños empiezan a participar en actividades con los hombres y van aprendiendo las de éstos.

–¿Qué nos enseñaste a mí y a la gente del Campamento del León? –preguntó Jondalar.

Ayla sonrió.

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