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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (96 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Entre los zelandonii, sólo los hijos de la misma mujer se llamaban hermanos; los hijos del mismo hombre del hogar se consideraban primos, no hermanos. Folara y Jondalar eran hermanos porque tenían la misma madre, pese a que los hombres de su hogar eran distintos; Joplaya era su prima cercana, porque, a pesar de que Dalanar era el hombre del hogar de los dos, tenían madres distintas. Sin embargo, aunque no se reconociese entre ellos una relación de hermanos, se tenía en cuenta la proximidad familiar. Los primos cercanos, sobre todo los que también se llamaban «primos del hogar», tenían un lazo demasiado próximo para emparejarse.

La otra persona que los acompañaba era Echozar, el prometido de Joplaya. Destacaba tanto como los dos hombres altos por su robusta constitución. Joplaya y Echozar se emparejarían en la misma ceremonia matrimonial que ella y Jondalar. Sabía que entre las parejas que compartían una misma ceremonia surgían con frecuencia profundas amistades, y a Ayla le habría gustado que eso fuera posible entre ellos cuatro, pero vivían muy lejos y era poco probable que eso ocurriera. A medida que se acercaban notó que Joplaya miraba a Jondalar de vez en cuando, pero no le molestó en absoluto. Sintió lástima por ella. Comprendía su tristeza. También ella había estado prometida con el hombre equivocado, pero para Joplaya no habría ningún indulto de última hora. Los primos cercanos a menudo crecían juntos o vivían cerca, y sabían que eran parientes y no podían considerar la posibilidad de emparejarse. Pero cuando Jondalar fue a vivir con el hombre de su hogar, después de la pelea en la que había roto dos dientes delanteros al hombre que actualmente se llamaba Madroman, ya era un adolescente. La hija del hogar de Dalanar, Joplaya, era un poco más joven, pero no se habían visto nunca de niños.

Dalanar estaba encantado de tener a sus dos hijos en casa y quería que se conocieran bien. Decidió que lo mejor era instruirlos a los dos en el oficio de tallar el pedernal, para que tuvieran algo en común. De hecho, fue una buena idea, pero no preveía el efecto que tendría en Joplaya estar tan cerca del joven que se parecía tanto a él. La muchacha sentía adoración por el hombre de su hogar, y cuando llegó Jondalar, fue muy fácil transferir ese intenso amor a su primo cercano. Jerika se dio cuenta, pero ni Dalanar ni Jondalar eran conscientes de ello. Joplaya siempre disimulaba sus sentimientos con bromas, y ellos, que sabían que los primos cercanos no podían emparejarse, las interpretaban literalmente y daban por hecho que eran un juego.

La caverna de los lanzadonii de Dalanar no era muy numerosa, y no había nadie que pudiera ofrecer gran cosa a una muchacha hermosa e inteligente. Cuando Jondalar se fue de viaje, Jerika insistió a Dalanar para que llevase a la caverna de los lanzadonii a la Reunión de Verano de los zelandonii de vez en cuando. Los dos esperaban que Joplaya conociera a alguien y, de hecho, muchos jóvenes se interesaron por ella, pero la joven se sentía extraña con tantas atenciones y no encontró a nadie con quien se sintiera tan a gusto como con su primo Jondalar.

Sabía que había habido casos de emparejamientos entre primos, aunque siempre se trataba de primos lejanos. Sin embargo, prefería no pensar en ello, y fantaseaba con la idea de que Jondalar volviera de su viaje y decidiera que la quería a ella como ella lo amaba a él. Sabía que era poco probable que su sueño se hiciera realidad, pero esperaba apasionadamente que un día regresara a casa y la reclamara como su único amor. En lugar de eso volvió con Ayla. Joplaya se hundió, pero se dio cuenta del amor que Jondalar sentía por la forastera y comprendió que su sueño era imposible.

El único hombre con quien había encontrado alguna afinidad era un nuevo miembro de la Caverna de Dalanar, a quien también miraban todos atentamente fuera adonde fuera. Se llamaba Echozar y era un hombre con espíritus mixtos. Fue Joplaya quien lo ayudó a integrarse en la caverna, quien lo hizo entender que Dalanar y los lanzadonii lo aceptaban, e incluso lo ayudó a aprender la lengua. Fue a ella a quien Echozar explicó su historia por primera vez.

La madre de Echozar había sido forzada por un hombre de los Otros, que, además, había matado a su compañero. Cuando ella dio a luz la maldijeron y sabía que traía mala suerte porque habían matado a su compañero y había tenido un hijo deforme. Ella había abandonado el clan, dispuesta a morir, pero la rescató Andovan, un hombre ya de cierta edad que había huido de la perversa jefa de los s’armunai. Andovan había vivido durante un tiempo en una caverna zelandonii, pero no se sentía cómodo con personas que tenían costumbres tan distintas a las suyas. Se había ido y había vivido solo hasta que encontró a la mujer del clan y a su hijo. Entre los dos habían criado a Echozar, que había aprendido de su madre el lenguaje de las señas del clan y de Andovan el lenguaje hablado, que, en realidad, era una mezcla de la lengua materna de Andovan y el zelandonii que había aprendido. Pero cuando el niño creció, Andovan murió. Su madre no soportó la soledad y sucumbió a la maldición de muerte que le habían impuesto. Murió poco después que Andovan y dejó solo a Echozar.

El muchacho no quería vivir solo e intentó volver al clan, pero lo consideraron deforme y no quisieron aceptarlo. Pese a que sabía hablar, las cavernas lo rechazaron porque dijeron que era una abominación de espíritus mixtos. En su desesperación, intentó suicidarse, y cuando despertó, vio la cara sonriente de Dalanar, que lo había encontrado herido pero todavía vivo y lo había llevado a su caverna. Los lanzadonii lo aceptaron, y él acabó idolatrando al hombre alto y amando a Joplaya.

Ella había tratado bien a Echozar, habían tenido largas conversaciones, lo había escuchado e, incluso, le había cosido una preciosa túnica adornada para la ceremonia de adopción de los lanzadonii. Él la amaba profundamente y sufría por ello, pero no creía tener la menor posibilidad. Había dudado mucho antes de reunir el valor suficiente para pedirle que fuera su compañera, y cuando ella lo aceptó, no podía creérselo. Eso ocurrió después de que Jondalar, primo de su hogar, regresara con Ayla, con quienes Echozar congenió de inmediato. Ellos no lo trataban como si fuera distinto.

Echozar no podía ir a ninguna parte sin que lo miraran con curiosidad. La combinación de rasgos heredados del clan y los Otros no era muy atractiva. En cuanto a la estatura, era como un hombre medio de los Otros, pero conservaba la constitución robusta, el pecho ancho, las piernas más bien cortas y arqueadas, y el cuerpo peludo del clan. Tenía el cuello largo y era capaz de hablar. Incluso tenía un poco de barbilla, como los Otros, pero tan pequeña que le confería un aire débil. La nariz prominente y las cejas gruesas y espesas que le cruzaban la frente en un solo trazo eran totalmente propias del clan. En cambio, la frente no. La tenía recta y alta como cualquiera de los Otros.

Para la mayoría de la gente era una combinación extraña, como si todo él no acabara de encajar, pero no para Ayla. Ella había crecido entre la gente del clan y, por tanto, compartía sus criterios de belleza. Siempre se había visto grande y fea. Era demasiado alta y los rasgos de su cara eran extrañamente delicados. Pero por más que ella encontrara atractiva la mezcla de Echozar, para todos los demás resultaba un hombre extraordinariamente feo. Sólo sus enormes ojos, de un negro brillante salpicado de tonos castaños, llamaban la atención. Tenía una mirada muy intensa, cautivadora e inteligente, y cuando contemplaba a Joplaya rebosaba amor.

Ella no lo amaba, pero sentía una especie de afinidad con él y lo respetaba. A ella la miraban por su exótica belleza, pero también eso le hacía sentirse distinta y la hacía sufrir tanto como a él. Además, Joplaya se sentía a gusto con Echozar, podía hablar con él. Decidió que si no podía tener a quien amaba se emparejaría con el hombre que la amaba, y sabía que nunca encontraría a nadie que la quisiera más que Echozar.

A medida que se acercaba la gente del campamento, Ayla notó que Brukeval se ponía tenso. Miraba fijamente a Echozar, y su expresión no era en absoluto cordial. Se fijó en los parecidos y las diferencias entre ambos. Echozar era un hijo mixto, fruto de la unión de una mujer del clan y un hombre de los Otros, mientras que Brukeval había heredado los rasgos del clan de su abuela. Así pues, el parecido de Echozar con los hombres del clan era mucho más evidente, aunque para ella –y para todo el mundo– la mezcla era tan patente en uno como en otro, a pesar de que Brukeval se pareciera más a los Otros que Echozar.

Pese a que Ayla empezaba a discernir los gustos de los Otros, aún encontraba atractivos los pronunciados rasgos del clan. Hablaba sinceramente al decir a Brukeval que no comprendía por qué pensaba que ninguna mujer le querría. Seguramente ella sí lo tendría en cuenta si no tuviera previsto emparejarse con Jondalar y fuera una zelandonii. Pero también sabía que no era una auténtica zelandonii, al menos por el momento. Además, Brukeval no le era muy simpático. Si bien lo encontraba atractivo y le parecía que poseía muchas cualidades, también tenía algo que le inspiraba rechazo. Le recordaba más a Broud que a cualquier otro miembro del clan, y comprendió la razón al ver la expresión con que Brukeval recibía a Echozar.

–Saludos, Brukeval –dijo Jondalar acercándose a él con una sonrisa–. Me parece que ya conoces a Dalanar, el hombre de mi hogar, pero no sé si conoces a mi prima Joplaya y a su prometido Echozar.

Jondalar estaba a punto de iniciar las presentaciones formales, y Echozar había ya levantado las manos. Pero antes de que pudiera empezar, Brukeval intervino.

–¡No tengo la menor intención de tocar a un cabeza chata! –dijo apoyándose las manos en la cadera. Luego se dio media vuelta y se fue.

Todos se quedaron atónitos. Fue Folara la primera en hablar.

–¡Qué grosero! Sé que culpa de la muerte de su madre a los cabezas chatas…, bueno, al clan, pero lo que acaba de hacer es imperdonable. Puede que nadie le enseñara buenos modales, pero nuestra madre sí se tomó la molestia de enseñarle a comportarse. Si lo hubiera oído se habría quedado de una pieza.

–Mi madre era cabeza chata o miembro del clan, puede decirse como se quiera, pero yo no lo soy –dijo Echozar–. Yo soy lanzadonii.

–Por supuesto –dijo Joplaya cogiéndole la mano–. Y pronto nos emparejaremos.

–Ya ves que también entre sus antepasados hay alguien del clan –declaró Dalanar–. Es evidente. Si no soporta la idea de tocar a alguien con tales antecedentes, ¿cómo se soporta a sí mismo?

–No se soporta, ése es su problema –aseveró Jondalar–. Brukeval no se soporta. Se burlaron mucho de él cuando era pequeño; los demás niños lo llamaban «cabeza chata» y él siempre lo negaba.

–Pero no puede cambiar lo que es cierto por más que lo niegue –dijo Ayla.

No habían bajado la voz, y Brukeval tenía un excelente oído, así que lo oyó todo. Poseía otra característica de los Otros que era ajena al clan: podía llorar. Y mientras se alejaba, se le llenaron los ojos de lágrimas. «Incluso ella, pensó después del comentario de Ayla. Creía que era distinta. Creía que hablaba sinceramente cuando ha dicho que me tendría en cuenta si no estuviera Jondalar, pero también ella opina que soy un cabeza chata. No hablaba en serio. Nunca me tendría en cuenta.» Cuanto más pensaba en ello, más se indignaba. «No es justo que dé esperanzas a una persona de forma infundada. Yo no soy un cabeza chata. A pesar de lo que digan ella y los demás, no soy un cabeza chata.»

Aún era de noche, pero el cielo había pasado ya del negro al azul oscuro, con un indicio dorado que perfilaba los montes en el horizonte oriental, cuando el grupo de la Novena Caverna de los zelandonii y la Primera Caverna de los lanzadonii salió hacia el campamento. Utilizaron las antorchas para encontrar el camino hacia el lugar donde Jondalar había hecho la demostración con el lanzavenablos, y vieron con alivio que ya había una gran hoguera encendida en medio de la amplia franja de tierra apisonada que antes había sido un campo de hierba. Ya habían llegado algunos cazadores. El cielo fue clareando y la fría bruma matinal que se elevaba del Río empezó a difundirse entre los árboles y los matorrales de la zona circundante y a envolver a las personas que esperaban junto al fuego.

El coro matinal de pájaros llenaba el aire de trinos, reclamos y silbidos que ahogaban el murmullo de las voces humanas y daban mayor realce al ánimo expectante de todo el mundo. Sujetando el cabestro de Whinney, Ayla se arrodilló, abrazó a Lobo y sonrió a Jondalar, que acariciaba a Corredor para que no se pusiera nervioso. Luego miró alrededor maravillada. Era la partida de caza más numerosa que había visto en su vida. Había demasiadas personas para poder contarlas. Recordó que la Zelandoni se había ofrecido a enseñarle a utilizar las palabras de contar para números grandes, y decidió recordárselo. Le habría gustado poder decir cuántas personas había allí reunidas.

Normalmente las mujeres que estaban a punto de emparejarse no participaban en la cacería prematrimonial. Había restricciones y otras actividades previstas para ellas. La Primera la había puesto al día de todo rápidamente para que pudiera excusarse. Esa cacería sería una prueba para los caballos y para el lanzavenablos de Jondalar, y la necesitaban. Ayla se alegraba de que le hubieran permitido sumarse a la partida, pese a la inminencia de la ceremonia matrimonial. Siempre le había gustado cazar. Si no hubiera aprendido a cazar cuando vivía sola en el valle, no habría sobrevivido, y además eso le había dado sensación de independencia.

Muchas de las mujeres que iban a emparejarse habían cazado, pero sólo una quiso participar en la cacería. Como se había hecho una excepción con Ayla, también se le permitió ir a esa muchacha. Las chicas solían salir a cazar con los chicos, y pasada la pubertad muchas continuaban haciéndolo, sobre todo porque era lo que hacían sus jóvenes amigos. A algunas les gustaba cazar, pero cuando se emparejaban y empezaban a tener hijos, la mayoría tenía demasiado trabajo y dejaba la caza a los hombres. Entonces se dedicaban a otros oficios y artes para mejorar su posición y su capacidad de intercambio y regateo, actividades que les permitían estar cerca de sus hijos. Pero las mujeres que habían cazado de jóvenes se consideraban compañeras más valiosas. Se hacían cargo de las dificultades de la caza, valoraban los logros y se mostraban comprensivas con los fracasos de sus compañeros.

Ayla había ido a la ceremonia de búsqueda organizada por la zelandonia la tarde anterior, junto con muchos de los jefes y algunos cazadores, pero sólo había observado, sin participar. Gracias a la búsqueda se «había sabido» que una gran manada de uros estaba en un valle cercado especialmente propicio para cazar y decidieron intentarlo. Sin embargo, no había ninguna garantía. Por más que un Zelandoni «viera» metafísicamente animales durante una búsqueda, podía ocurrir que al día siguiente ya no estuvieran allí; no obstante, en el valle había buenos prados que atraían a distintas clases de rumiantes, y si los uros ya no estaban, era probable que hubiera otros animales. Sin embargo, los cazadores esperaban encontrar uros, porque en esa época del año esos animales formaban grandes manadas y proporcionaban una carne sabrosa y abundante.

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