—Cabrón de mierda, lárguese.
El se levantó, murmurando:
—Me voy ahora mismo. Pero quiero que sepa una cosa.
—¿Qué? —escupió ella.
—Le guste o no, son personas como yo los que atrapan a los asesinos. Son personas como yo las que pueden vengar a su marido.
Durante unos segundos, los rasgos de la mujer se petrificaron, después le tembló la barbilla y prorrumpió en sollozos. Niémans dio media vuelta.
—Yo lo atraparé —dijo.
En el umbral, dio un puñetazo a la pared y lanzó por encima del hombro:
—Se lo juro por Dios: yo atraparé al hijo de puta que ha matado a su marido.
Fuera, una claridad argéntea le golpeó el rostro. Manchas negras bailaron bajo sus párpados. Niémans dudó un momento. Se esforzó por andar tranquilamente hasta su coche mientras los halos oscuros se transformaban poco a poco en rostros de mujer. Fanny Ferreira, la morena. Sophie Caillois, la rubia. Dos mujeres fuertes, inteligentes y agresivas. Unas mujeres que, sin duda, el policía no tendría nunca en sus brazos.
Propinó un violento puntapié a una papelera metálica rebosante, fijada a un poste, y después miró su receptor de radiomensajes, como por reflejo.
La pantalla pestañeaba: el médico forense acababa de terminar la autopsia.
Al amanecer del mismo día, a doscientos cincuenta kilómetros de allí, en pleno oeste, el teniente de policía Karim Abdouf terminaba la lectura de una tesis de criminología sobre la utilización de las huellas genéticas en los casos de violación y asesinato. El tocho de seiscientas páginas le había mantenido despierto prácticamente toda la noche. Ahora tenía la vista fija en las cifras del despertador de cuarzo que sonaba. Las 07.00.
Karim suspiró, cargó con la tesis hasta el otro extremo de la habitación y se fue a la cocina a prepararse un té negro. Volvió al salón —que era también su comedor y su dormitorio— y escrutó las tinieblas a través del ventanal. Con la frente contra el vaso, calculó sus posibilidades de realizar un día una investigación genética en el poblacho infame adonde había sido trasladado. Eran nulas.
El joven
beur
[3]
observaba los faroles que clavaban todavía las alas pardas de la noche. Un nudo de amargura le bloqueaba la garganta. Incluso en el punto culminante de sus actividades criminales, siempre había sabido evitar la prisión. Y ahora, con veintinueve años, convertido en poli, le encerraban en una prisión aún más abominable: un pequeño pueblo de provincias, sumido en el tedio, en el corazón de un lecho de rocalla. Una prisión sin muros ni barrotes. Una prisión psicológica que le consumía a fuego lento.
Karim se puso a soñar. Se vio metiendo en chirona a asesinos en serie gracias a los análisis del ADN y a programas especializados, como en las películas norteamericanas. Se imaginó a la cabeza de un equipo de científicos, estudiando la cartografía genética de los criminales. A fuerza de investigaciones, de estadísticas, los especialistas aislaban una especie de falla en alguna parte de la cadena cromosómica e identificaban esa fisura como la clave misma del impulso criminal. En una determinada época ya se había hablado de un doble cromosoma Y que caracterizaría a los homicidas, pero esta pista había resultado ser falsa. Sin embargo, en el sueño de Karim se había puesto en evidencia una nueva «falta de ortografía» en el conjunto de letras del ciclo genético. Y era el propio Karim quien permitía este descubrimiento, gracias a sus incesantes arrestos. De pronto, el joven poli no pudo reprimir un escalofrío.
Sabía que si existía esta «falla», corría igualmente por sus venas.
Para Karim, la palabra «huérfano» no había significado nunca nada. Sólo podía echarse de menos lo que se había conocido y el magrebí no había vivido nunca nada que se pareciera, de cerca o de lejos, a una vida de familia. Sus primeros recuerdos consistían en un rincón de linóleo y una televisión en blanco y negro en el hogar de la calle Maurice-Thorez, en Nanterre. Karim había crecido en el centro de un barrio sin gracia ni color. Unos pabellones lindantes con torres, terrenos vagos que se convertían progresivamente en barrios. Y también recordaba el juego del escondite en las obras, que poco a poco iban ganando terreno a la grama de su infancia.
Karim era un chico olvidado. O encontrado. Todo dependía del punto de vista. En cualquier caso, no había conocido nunca a sus padres y nada en la educación que le habían dispensado después venía a recordarle sus orígenes. No hablaba muy bien el árabe y sólo poseía vagas nociones del islam. El adolescente se había librado con rapidez de sus tutores, los educadores del hogar cuya buena voluntad y sencillez le daban ganas de vomitar… y se entregó a la ciudad.
Entonces descubrió Nanterre, un territorio sin límites, estriado de amplias avenidas puntuadas de barrios colosales, de fábricas, de edificios administrativos, donde caminaban transeúntes inquietos, andrajosos, vestidos con pingos mugrientos y familiares de mañanas sombrías. Pero la miseria sólo escandalizaba a los ricos. Y Karim no se percataba de la pobreza que lo ensuciaba todo en esa ciudad, desde el material más ínfimo hasta los profundos surcos de los rostros.
Guardaba, por el contrario, recuerdos emocionados de su adolescencia. El tiempo de lo punk, del
No Future.
Trece años. Los primeros colegas. Las primeras chavalas. Paradójicamente, Karim encontró, en la soledad y el tormento de la pubertad, razones para amar y compartir. Después de su infancia huérfana, el período de malestar adolescente fue para él como una segunda oportunidad de reencontrarse con el mundo exterior donde pudo abrirse a los demás. Hoy Karim recordaba todavía aquella época con una nitidez cristalina. Las largas horas en las cervecerías, abriéndose paso a codazos hasta las máquinas
pinball,
riendo con los colegas. Las ensoñaciones infinitas, pensando con un nudo en la garganta en alguna preciosidad entrevista en los escalones del instituto.
Pero los extrarradios también ocultaban su juego. Abdouf había sabido siempre que Nanterre era triste, sin horizonte. Descubrió que la ciudad era además violenta y mortal.
Un viernes por la noche apareció una pandilla en la cafetería de la piscina, que entonces hacía horario nocturno. Sin una palabra, rompieron la cara del patrón a puntapiés y botellazos. Una vieja historia de acceso denegado, de cervezas no pagadas, ya no se sabía. Nadie se había movido. Pero los gritos ahogados del hombre bajo el mostrador se inscribieron con líneas de resonancia en los nervios de Karim. Aquella noche se lo explicaron. Nombres, lugares, rumores. El árabe entrevió entonces otro mundo cuya existencia no sospechaba. Un mundo poblado de seres violentos, de barrios inaccesibles, de tipos asesinos. En otra ocasión, justo antes de un concierto en la calle de la Ancienne-Mairie, una pelea se convirtió en una matanza. Los clanes se habían desenfrenado una vez más. Karim vio tipos con la cara destrozada rodando por el asfalto, muchachas con los cabellos empapados de sangre protegiéndose bajo los coches.
El inmigrante crecía y ya no reconocía su ciudad. Se levantaba un mar de fondo. Se hablaba con admiración de Víctor, un camerunés que se chutaba en los tejados de los barrios. De Marcel, un granuja sifilítico, con una peca azul tatuada en la frente, a lo indio, condenado varias veces por violencia contra los polis. De Jamel, de Saïd, que habían atracado la caja de ahorros. A veces Karim los veía a la salida de la escuela. Le impresionaba su altivez, su nobleza. No eran seres vulgares, incultos y groseros, sino individuos con clase, elegantes, de mirada inquieta y gestos estudiados.
Escogió su bando. Empezó por robar radios de coche, después automóviles, y consiguió una independencia financiera. Frecuentó al Negro opiómano, a los «hermanos» ladrones, y sobre todo a Marcel. Un individuo errante, terrible, brutal, que se drogaba de la mañana a la noche pero que también poseía una mirada, una distancia frente al arrabal que fascinaba a Karim. Marcel, con el pelo al rape y oxigenado, llevaba chalecos de piel y escuchaba las
Rapsodias húngaras
de Liszt. Vivía en casas «okupas» y leía a Blaise Cendrars. Llamaba a Nanterre «el pulpo» y se inventaba, Karim lo sabía, toda una red de coartadas y análisis para explicar su decadencia futura, ineluctable. Paradójicamente, este ser de los arrabales demostraba a Karim que existía otra vida más allá de la periferia.
Entonces el inmigrante se juró acceder a ella.
Sin abandonar sus robos, trabajó como un forzado en el instituto, cosa que nadie comprendió. Se matriculó en el curso de boxeo tailandés, para protegerse de sí mismo y de los demás, porque a veces le asaltaban accesos de furor incontrolables. A partir de entonces su destino fue una cuerda tensa sobre la cual caminaba en equilibrio. A su alrededor los fangos negros de la delincuencia y de la droga lo absorbían todo. Karim tenía diecisiete años. De nuevo, la soledad. El silencio a su alrededor cuando cruzaba la sala de la asociación o cuando tomaba café en el bar del instituto junto a las máquinas
pinball.
Nadie osaba meterse con él. En esa época ya había sido seleccionado para los campeonatos regionales de boxeo tailandés. Todos sabían que Karim Abdouf era capaz de romperles la nariz de un golpe de talón sin apartar las manos del mostrador de cinc. También se murmuraban otras historias: reyertas, trapicheos, movidas increíbles.
La mayoría de estos rumores eran falsos, pero aseguraban una relativa tranquilidad a Karim. El joven alumno de instituto aprobó el bachillerato con una nota de «bien». Recibió las felicitaciones del director y comprendió, con sorpresa, que el hombre autoritario también tenía miedo de él. El árabe se matriculó en la Facultad de Derecho. Siempre en Nanterre. En ese momento robaba dos coches por mes. Conocía varios talleres, y los alternaba. Era sin duda el único inmigrante de la ciudad que no había sido nunca arrestado, ni siquiera molestado por la poli. Y aún no había probado ni una sola dosis de droga, de ningún tipo.
A los veintiún años, Karim obtuvo su título de Derecho. ¿Qué hacer ahora? Ningún abogado aceptaría como pasante a un joven moro de un metro ochenta y cinco, delgado como un huso y que llevaba perilla, trenzas de rasta y una fila de pendientes. De una u otra forma, Karim acabaría en el paro y volvería al punto de partida. Antes morir. ¿Seguir robando coches? Lo que más le gustaba a Karim eran las horas secretas de la noche, el silencio de los aparcamientos, las llamaradas de adrenalina que le asaltaban cuando inutilizaba los sistemas de seguridad de los BMW. Sabía que nunca podría renunciar a esta existencia oculta, aguda, tejida de riesgos y de misterio. Sabía también que un día u otro la suerte acabaría por cambiar.
Entonces tuvo una revelación: se convertiría en poli. Evolucionaría en el mismo universo oculto, pero al abrigo de leyes que despreciaba, a la sombra de un país sobre el que escupía con todas sus fuerzas. Desde sus años más jóvenes, Karim había retenido la lección: no tenía origen, ni patria, ni familia. Sus leyes eran sus propias leyes, su país era su propio espacio vital.
A su regreso del ejército, se matriculó en la escuela superior de inspectores de la policía nacional de Cannes-Écluse, cerca de Montereau, en régimen de interno. Por primera vez abandonaba su feudo de Nanterre. Sus resultados fueron inmediatamente excepcionales. Karim poseía aptitudes intelectuales superiores a la media y, sobre todo, conocía como nadie el comportamiento de los delincuentes, las leyes de las bandas, de la zona. Se convirtió asimismo en tirador de primera clase y su dominio del combate sin armas se incrementó. Era maestro en el arte del boxeo tailandés, quintaesencia del combate cuerpo a cuerpo que incluía lo más peligroso de las artes marciales y de los deportes de lucha de toda índole. En las filas de los aprendices de poli se le detestaba por instinto. Era árabe. Era orgulloso. Sabía luchar y se expresaba mejor que la mayoría de sus colegas, perdedores indecisos inscritos en las filas de la policía para escapar del paro.
Al cabo de un año, Karim terminó su formación con cursillos en el seno de varias comisarías parisienses. Siempre la misma zona, la misma miseria, pero esta vez en París. El joven aprendiz se instaló en un cuarto del barrio de las Abadesas. Confusamente, comprendió que estaba salvado.
Sin embargo, no había quemado los puentes con sus orígenes. Volvía a Nanterre con regularidad y pedía noticias. El desastre estaba en marcha. Habían encontrado a Víctor sobre el tejado de un inmueble de dieciocho pisos, acurrucado como un fetiche de marabú, con una jeringa plantada en el escroto. Sobredosis. Hassan, un batería cabila, rubio e inmenso, se había saltado los sesos con un fusil de caza. Los «hermanos ladrones» estaban encarcelados en Fleury-Mérogis. Y Marcel había caído definitivamente en la heroína.
Karim veía ir a la deriva a sus amigos y veía surgir con terror el último mar de fondo. El sida aceleraba ahora el proceso de destrucción. Los hospitales, antes llenos de obreros agotados, de viejos enfermos, se poblaban ahora de muchachos condenados de encías negras, piel manchada, órganos roídos. Así vio desaparecer a la mayor parte de sus colegas. Vio el mal ganar en potencia, en extensión, y aliarse después con la hepatitis C para diezmar las filas de su generación. Karim retrocedió, con el miedo en las tripas.
Su ciudad se moría.
En junio de 1992 obtuvo su título. Con las felicitaciones del jurado, unos horteras con anillos de sello que sólo le inspiraban piedad y condescendencia. Pero había que celebrarlo. El magrebí compró champán y se dirigió a Fontenelles, el barrio de Marcel. Aún hoy recordaba el menor detalle de aquella tarde. Llamó a su puerta. Nadie. Interrogó a los chiquillos de abajo y después recorrió los rellanos del inmueble, los terrenos de
footing,
los vertederos de papeles viejos… Nadie. Corrió así hasta la noche. En vano. A las diez Karim fue al hospital de la Maison de Nanterre, servicio de serología… Hacía dos años que Marcel era seropositivo. Atravesó las tempestades de éter, afrontó los rostros enfermos, interrogó a los médicos. Vio la muerte en activo, contempló los progresos atroces de la infección.
Pero no encontró a Marcel.
Cinco días después se enteró de que habían encontrado el cuerpo de su amigo en el fondo de un sótano, con las manos quemadas, la cara llena de cortes, las uñas retorcidas con un taladro. Marcel había sido torturado hasta la muerte, antes de ser rematado con un tiro de escopeta en la garganta. Karim no se extrañó de la noticia. Su amigo consumía demasiado y adulteraba las dosis que vendía. Su comercio se había convertido en una carrera contra la muerte. Por casualidad, el policía recibió el mismo día su placa de inspector, tricolor y resplandeciente. Vio una señal en esta coincidencia. Se retiró a la sombra y sonrió al pensar en los asesinos de Marcel. Aquellos cerdos no podían prever que Marcel tenía un amigo policía. Tampoco podían prever que ese poli no vacilaría en matarlos en nombre de un pasado superado y de la convicción profunda de que, mierda, no, la vida no podía ser tan asquerosa.