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Authors: Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne (24 page)

BOOK: Los rojos Redmayne
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—Prefiero el humo al polvo, Peter —repuso.

—Desde que mi mujer les escribió, el hombre ha sido visto dos veces —explicó Doria—. Una de ellas me topé con él, cara a cara, en la montaña, donde me había dirigido con el fin de reflexionar sobre asuntos personales; la segunda vez, anteanoche, vino aquí. Felizmente el cuarto de Mr. Redmayne da sobre el lago y la tapia del jardín es alta, de modo que no pudo escalarla; pero el cuarto de Ernesto, el sirviente, está situado sobre el camino.

»Robert Redmayne se presentó a las dos de la mañana, lanzó varias piedras contra la ventana, despertó a Ernesto y exigió que le permitiesen entrar a ver a su hermano. El criado tenía instrucciones exactas de lo que debía decir y hacer si llegaba a ocurrir algo así. Habla bien inglés y expresó al infortunado la conveniencia de que volviera de día; después le indicó un punto determinado, situado en un valle solitario, a un kilómetro y medio de aquí: un puentecillo que cruza un arroyo, diciéndole que esperase allí a su hermano a las doce del día siguiente. Era el plan de nuestro tío Albert para el caso de que su hermano se presentara.

»Después de oírlo, el hombre rojo se marchó, sin decir palabra y Albert, con gran valor, acudió a la cita, acompañado únicamente por mí. Llegamos allá antes del mediodía y esperamos hasta pasadas las dos. Pero nadie acudió y no vimos a alma viviente.

»Por mi parte, estoy convencido de que Robert Redmayne se hallaba escondido por allí cerca y que hubiera aparecido en seguida de haber estado su hermano solo; pero, como es natural, nuestro tío Albert no quiso concurrir a la cita sin compañía; y nosotros, por otra parte, no se lo hubiésemos permitido.»

Peter escuchaba con atención concentrada.

—¿Y qué ocurrió durante su encuentro con él? —inquirió.

—Se debió, evidentemente, a un descuido de Robert Redmayne. Avanzaba, abstraído en mis pensamientos, por las cercanías del lugar donde mi mujer lo divisó la primera vez, y en una vuelta del sendero me vi súbitamente frente al hombre; se hallaba sentado en una roca. Se sobresaltó al oír mis pasos, levantó los ojos, con toda evidencia me reconoció, y después de vacilar un segundo, huyó hacia los matorrales. Traté de seguirlo; pero se distancio de mí. Vive allá arriba, y quizá esté en contacto con alguno de los leñadores de las montañas que hacen carbón. Parecía vigoroso y ágil, y corría con rapidez.

—¿Cómo iba vestido?

—Exactamente como lo vi en «El nido del cuervo», cuando desapareció Benjamin Redmayne.

—Me agradaría conocer a su sastre —observó Ganns—. Ese traje parece darle muy buen resultado.

Luego hizo una pregunta que no parecía tener mucha relación con el asunto.

—¿Hay muchos contrabandistas en las montañas?

—Muchos —repuso Giuseppe—. Gozan de toda mi simpatía.

—Tengo entendido que eluden a los aduaneros y que, a veces, cruzan la frontera de noche. ¿Es así?

—Si me quedo aquí algún tiempo estaré mejor enterado —replicó el otro jovialmente—. Le repito que mi simpatía está con ellos, Mr. Ganns. Son valientes y bravos y su vida es arriesgada, emocionante, llena de interés. Son héroes y no villanos. Assunta, nuestra criada, es viuda de uno de esos comerciantes libres. Tiene muchos amigos entre ellos.

—¡Vamos, Peter! Dinos lo que piensas hacer —instó Albert, mientras servía cinco copitas de dorado licor—. ¿Piensas que corro peligro a causa de mi desgraciado hermano?

—Creo que sí, Albert. Y en cuanto a lo que pienso hacer, no estoy seguro todavía. Ustedes dicen: «Primero capture a Robert Redmayne y decida después.» Sí; pero les contestaré algo interesante: no vamos a capturar a Robert Redmayne.

—¿Arroja la esponja? —preguntó asombrado Giuseppe.

—¡No negarás que siempre has atrapado a quien te has propuesto atrapar, Peter! —exclamó Albert.

—Existe una razón debido a la cual no lo haré ahora —replicó Ganns tomando un sorbo de su copita de cristal de Murano.

—¿No será porque cree usted que no se trata de un hombre, sino de un fantasma? —preguntó Joanna, con los ojos dilatados.

—Ganns ha mencionado al posible fantasma —observó Marc—; pero hay distintas clases de fantasmas, señora. Lo he comprendido. Existen fantasmas de carne y hueso.

—Si es fantasma, no deja, por cierto, de ser muy sólido —declaró Doria.

—Así es —admitió Peter—. Y, a mi juicio, no por eso es menos fantasma. Vamos a hablar en términos generales. No es, tal vez, una regla absoluta buscar a la persona que se beneficia con un crimen; no siempre, porque con bastante frecuencia el heredero de un hombre asesinado no ha sido el causante de esa muerte. Albert, por ejemplo, heredará los bienes de Benjamin, cuando la ley reconozca primero su defunción; y Mrs. Doria, oportunamente, heredará de su primer marido. Con esto no pretendo sugerir que su mujer, Mr. Doria, haya matado a su marido, como tampoco que mi amigo, aquí presente, haya asesinado a su hermano.

»No obstante, es prudente preguntarse qué gana con su crimen el hombre de quien sospechamos. Y si nos hacemos tal pregunta, hallamos que Robert Redmayne no ganaba absolutamente nada con el asesinato de Michael Penrod... Nada; es decir, nada más que haber satisfecho el súbito, invencible deseo de hacerlo. El asesinato de Penrod convirtió a Robert Redmayne en un vagabundo, privado de sus rentas y recursos; puso a todos en su contra y lo obligó a andar errante, perseguido por la sombra del cadalso. Sin embargo, pese a que escapó a la justicia, en forma que sólo puede considerarse milagrosa, no intentó desviar de sí las sospechas. Por el contrario, procuró hacerse sospechoso, llevó a su víctima a Berry Head en una motocicleta e hizo centenares de cosas que, una tras otra, probaban su demencia..., siempre que no se tuviera en cuenta un detalle fundamental: un loco hubiera sido atrapado; él no lo fue.

»Desaparece de Paignton para reaparecer en "El nido del cuervo"; suprime otra vida: en apariencia comete otro crimen insensato al asesinar a su propio hermano, y vuelve a desaparecer sin dejar rastros.

»Ahora bien, ante tantas cosas absurdas tenemos motivo para dudar de los hechos aparentes y para hacernos una pregunta esencial. ¿Qué pregunta es, Mr. Doria?»

—Me la hice —repuso Giuseppe—. Se la he hecho a mi mujer. Sin embargo, es una pregunta que no puedo contestar, porque no conozco bien el asunto. Nadie lo conoce bien..., salvo, quizá, Robert Redmayne.

Ganns asintió con la cabeza y tomó rapé.

—Bien —dijo.

—Pero ¿qué pregunta es ésta? —inquirió Albert Redmayne—. ¿Qué pregunta se hace Giuseppe y te haces tú, Peter? Nosotros, que no somos tan inteligentes, no vemos cuál puede ser.

—La pregunta es la siguiente: ¿Habrá eliminado Robert Redmayne a Michael Penrod y a Benjamin Redmayne? Y cabe hacerse una pregunta aún más importante. ¿Estarán realmente muertos estos dos hombres?

Joanna tembló violentamente. Con un movimiento instintivo se aferró al brazo de Marc Brendon, que se hallaba sentado junto a ella. Marc la miró y advirtió que sus ojos estaban fijos, con extraña expresión de duda y horror, en Doria. En el rostro del italiano se pintaba también la enorme sorpresa que le causaba la conclusión de Ganns.


Corpo di Bacco!
¿Entonces...? —preguntó.

—Entonces puede decirse que ampliamos mucho el radio de la investigación —repuso Ganns serenamente. Se volvió hacia Joanna.

—Comprendo, señora, que esto la impresione, si piensa en su segundo matrimonio —dijo—. Pero no afirmo nada; estamos conversando amistosamente. Queremos establecer hechos, y si fuera un hecho que Robert Redmayne no mató a Michael Penrod, tal comprobación no significaría que Penrod no hubiera muerto. No debe permitir que tales teorías la asusten, puesto que no se dejó acobardar en el pasado.

—Más que nunca es necesario prender a mi desventurado hermano —declaró Albert—. Es interesante recordar —añadió— que el pobre Benjamin, cuando le anunciaron que había llegado Robert, lo primero que creyó es que tenía que vérselas con un fantasma. Era muy supersticioso, como lo son con frecuencia los marinos, y hasta que Joanna vio a su tío y habló con él, Benjamin no creyó en la realidad viviente del que deseaba verlo.

—Ese episodio prueba, Ganns, que se trataba realmente de Robert Redmayne y no de un fantasma —agregó Marc—. De acuerdo con el testimonio de Mrs. Doria, podemos estar seguros de que el hombre que fue a «El nido del cuervo» era, en verdad, Robert Redmayne; ella conoce muy bien a su tío. Sólo nos resta probar, con igual exactitud, que el individuo que está aquí es también él, y tengo pocas dudas al respecto. Parece, por supuesto, milagroso que haya escapado; pero tal vez no lo sea tanto. Cosas más raras han sucedido. Y en todo caso, ¿quién otro podría ser?

—Esto me recuerda una cosa —repuso Ganns—. He oído hablar del diario íntimo de Benjamin. Tengo entendido que lo escribía con gran minuciosidad. Me gustaría ver ese libro, Albert; en tu carta me decías que lo habías conservado.

—Lo tengo aquí —replicó su amigo—. Traje conmigo el diario y la «Biblia», como yo la llamo, del pobre Benjamin: un ejemplar de
Moby Dick
. Hasta ahora no he leído el diario..., es demasiado íntimo y me aflige. Pensaba hacerlo más adelante.

—El paquete con los dos libros está en un cajón de la biblioteca. Los traeré —dijo Joanna y salió del cuarto donde estaban instalados, mirando el lago. Volvió en seguida con un paquete envuelto en papel de estraza.

—¿Para qué quieres revisarlo, Peter? —inquirió Albert; y en tanto que éste se mostraba satisfecho con la respuesta, Brendon tuvo la impresión de que era una evasiva.

—Es siempre interesante ver las cosas desde todos los ángulos —contestó Ganns—. Puede ser que tu hermano nos diga algo.

Pero no fue posible saber si el diario de Benjamin hubiera sido útil o no; porque cuando Joanna abrió el paquete, no había tal diario. El envoltorio sólo contenía la famosa novela y un cuaderno en blanco.

—¡Pero si yo mismo lo empaqueté! —exclamó Albert—. El diario era del mismo formato de este cuaderno en blanco; y no estoy equivocado, porque antes de hacer el paquete abrí el diario de Benjamin y leí varias páginas.

—Compró un nuevo cuaderno la última vez que fue a Dartmouth conmigo —explicó Doria—. Recuerdo el detalle. Le pregunté qué iba a escribir en él, y me dijo que el otro estaba terminándose y que necesitaba uno nuevo.

—¿Estás seguro de no haber confundido el nuevo con el viejo, Albert? —inquirió su amigo.

—No podría jurarlo; pero no me cabe la menor duda de que no me equivoqué.

—Quiere decir esto que alguien ha sustituido el uno por el otro. Si se comprueba su exactitud, el hecho es interesantísimo.

—Imposible —declaró Joanna—. Nadie tuvo la posibilidad de hacer semejante cosa, Mr. Ganns. ¿Quién, aparte de nosotros, podía interesarse por el diario de mi pobre tío Benjamin?

Ganns reflexionó.

—La contestación a su pregunta nos ahorraría, quizá, mucho trabajo —dijo—. Pero es probable que no haya contestación. Tal vez su tío se equivocase. Aunque, a decir verdad, nunca lo he visto equivocarse en nada que se relacione con un libro.

Tomó el cuaderno en blanco y lo hojeó; luego Brendon le recordó que era hora de marcharse.

—Me parece que estamos haciendo trasnochar a Mr. Redmayne, Ganns —observó—. Han enviado nuestro equipaje al hotel, y como tenemos que andar más de un kilómetro, es conveniente que nos pongamos en marcha. ¿Nunca siente usted sueño? —se volvió hacia Joanna—. Creo que no ha cerrado los ojos desde que salimos de Inglaterra, señora.

Pero Ganns no contestó: estaba sumido en profundos pensamientos. De pronto los sorprendió con las siguientes palabras:

—Encontrarás en mí a un amigo que no te dejará ni a sol ni a sombra, Albert. Dicho de otro modo: alguien tiene que ir al hotel a traer mi equipaje, porque no te perderé de vista hasta que dilucidemos este misterio.

Albert Redmayne manifestó su alegría.

—¡Eres siempre el mismo, Peter...; tu actitud no podía ser otra! Te quedarás aquí. Dormirás en el cuarto contiguo al mío. Está lleno de libros; pero haré que lleven el canapé grande de mi dormitorio y todo estará dispuesto dentro de media hora. Es tan cómodo como una cama —volviéndose hacia su sobrina añadió—: Llama a Assunta y a Ernesto y arregla el cuarto para Ganns, Joanna; usted, Giuseppe, acompañe a Brendon al Hotel Victoria y traiga el equipaje de Peter.

Joanna se apresuró a cumplir las órdenes de su tío; Brendon se despidió y prometió regresar temprano al día siguiente.

—Mis planes para mañana, que someto a la aprobación de Marc, son los siguientes —dijo Ganns—: propongo que Mr. Doria lleve a Brendon a la montaña, al lugar donde apareció Robert Redmayne; mientras tanto, si ella me lo permite, conversaré aquí con Mrs. Doria. Le hablaré un poco del pasado y tendrá que ser valiente y prestarme toda su atención.

De pronto, Ganns se sobresaltó y escuchó, con el oído tenso en la dirección del lago.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó—. Parecen cañonazos lejanos.

Doria rió.

—Truenos de verano en las montañas, Mr. Ganns, nada más —contestó.

13

Súbito retorno a Inglaterra

El detective que desea obtener éxito debe poseer, principalmente, la capacidad de ver todos los aspectos de cualquier problema, en la medida que éste afecta a los envueltos en él. Nueve veces de cada diez el problema no tiene más que un lado; pero muchos infelices han subido al cadalso debido a que sus semejantes carecieron de esa capacidad y, obedeciendo a la ley del menor esfuerzo, corrieron detrás de las conclusiones más obvias hasta llegar a un fin cuya aparente lógica se basaba en una falsa premisa.

Peter Ganns poseía dicha capacidad. Para cualquier entendido en fisonomías era visible la lucidez que revelaba su abultado rostro. Sonreía con los labios; pero sus ojos graves mantenían siempre una expresión seria (nunca irónica, nunca satírica o exenta de bondad).

Aunque observadores, sus ojos eran indulgentes: ojos de conocedor, tanto de las debilidades cuanto de la dignidad de la naturaleza humana. Sabía estimular la inteligencia mediana y común de sus semejantes, y también alentar las alturas geniales que alcanza, a veces, el intelecto. Sus extraordinarias dotes personales, centradas en la justa apreciación del carácter y en la amplia experiencia de la comedia humana, habían fijado en sus ojos una expresión de gravedad, grabando al mismo tiempo una levísima sonrisa en sus gruesos labios egipcios.

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