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Authors: Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne (25 page)

BOOK: Los rojos Redmayne
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Al día siguiente de su llegada se sentó con Albert Redmayne en una pequeña galería que daba sobre el lago, contigua al comedor de la casa. Durante media hora charló y escuchó, aguardando que Joanna fuese a hablar con él.

El viejo bibliófilo expuso su sencilla filosofía de la vida.

—He vivido mucho tiempo apartado de Dios, mientras trataba de no perder la fe en la humanidad, Peter —expresó—. Ahora veo claro, y creo que sólo teniendo fe en el Creador podemos comprendernos a nosotros mismos. Lo mejor es enemigo de lo bueno, y «mejor» es un vocablo de oro que únicamente corresponde aplicar a mártires y a héroes.

—Dos causas impulsan a los hombres a dar lo mejor de sí, Albert —replicó Ganns—. El amor y el odio; sin estos dos tremendos incentivos, ni el más pequeño ni el más grande de nosotros logra alcanzar el límite de sus posibilidades.

—Es cierto, y quizá esto explique la presente actitud del europeo. La guerra nos ha incapacitado para cualquier actividad superior. El entusiasmo ha muerto; en consecuencia, el entusiasmo de la buena voluntad está ausente de nuestras asambleas y andamos a la deriva, sin ninguna mano firme y segura que empuñe el timón del destino. El corazón y el cerebro disienten y andan a tientas por diferentes senderos, en lugar de avanzar juntos por el camino único. No vemos que haya grandes hombres. Existen, naturalmente, caudillos, grandes en contraste con la mayoría de los dirigentes; pero la historia dirá que hemos sido una generación de enanos y mostrará cómo en estos días la humanidad estuvo frente a una encrucijada de su destino sin que aparecieran las vigorosas mentalidades capaces de encararla. A mi entender, esta situación no tiene paralelo en el pasado. Hasta ahora, los momentos críticos han proporcionado siempre el hombre necesario.

—Como tú dices, vamos a la deriva —repuso Ganns, sacudiendo el rapé de su chaleco blanco—. Sufrimos una especie de conmoción nerviosa universal provocada por la guerra, Albert; y, desde mi punto de observación personal, advierto cuán íntimamente depende el crimen de los nervios. La indiferencia de las clases educadas adopta en las masas la forma de la licencia; y el quebranto de nuestras leyes económicas provoca furia y desesperación. Por donde se mire, nuestro equilibrio no existe. Por ejemplo, el equilibrio entre el trabajo y el recreo ha sido destruido. Para dominar esta inquieta situación se necesitará una decena de años; la presente ansia de revivir las emociones a que nos acostumbró la guerra está creando un estigma definido y peligroso en las gentes de la nueva generación. De esta inquietud a los métodos criminales que tienden a satisfacerla no hay más que un paso.

»Estamos enfermos; nuestro estado es patológico. Lo que necesitamos es renovar la disciplina que nos permitió afrontar la lucha pasada y obtener la victoria. Debemos ejercitar nuestros nervios, Albert, y tratar de restablecer una equilibrada y sana perspectiva para aquellos destinados a guiar el mundo del futuro. Los hombres no son malvados por naturaleza. Los considero seres racionales en su conjunto; pero la civilización, dependiendo como depende del credo y de la codicia, no ha realizado aún adelanto alguno, ni por medio de la educación, para contrarrestar nuestra superstición y nuestro orgullo.»

—Si la luz de la buena voluntad penetrara en este caos, el orden empezaría a retornar —declaró Redmayne—. El problema consiste en descubrir la forma de fomentar esa buena voluntad, amigo mío. Creo que ésta debería ser la preocupación primordial de la religión; porque a fin de cuentas, ¿cuál es la base de toda moral? Sin duda alguna, amar al prójimo como a uno mismo.

Juntos arreglaron el mundo y sus pensamientos derivaron a esferas de benéficas aspiraciones. Luego llegó Joanna y, un rato más tarde, Ganns fue con ella al jardín de flores que había al fondo de la «Villa Pianezzo».

—Giuseppe y Brendon han partido para la montaña —dijo ella—. Y estoy a su disposición, Mr. Ganns. No tema herirme. Estoy más allá de las heridas. No creía posible conservar la razón después de lo que he sufrido durante este último año.

Con atención intensa, Ganns examinó el bellísimo rostro de la joven. Ciertamente su expresión era triste; pero detrás de esa expresión los avezados ojos del detective distinguían una ansiedad que no se relacionaba con el pasado ni con el futuro, sino con el presente inmediato. Al parecer, era desgraciada en su nueva vida.

—Muéstreme los gusanos de seda —propuso él.

Entraron en la alta barraca, situada detrás de la casa, que sobresalía entre un montón de arbustos; era un local cerrado y sombrío, provisto de estantes que llegaban hasta el techo; entre las bandejas de gusanos subían altas ramas de zarza. En la fresca penumbra de este silencioso recinto brillaban por doquier, en los maderos, en las paredes, en el techo, puntos luminosos como millares de lamparillas. En todos los sitios donde los gusanos podían trepar e hilar, los ovalados capullos, diseminados como pequeñas frutas maduras en las ramas, irradiaban su luz delicada y suave. Los gusanos de seda de Albert Redmayne descendían, a través de incontables generaciones, de aquellos huevos históricos, sustraídos en China por peregrinos nestorianos y llevados secretamente hacía trescientos años a Constantinopla, dentro de bastones ahuecados.

Casi todos los gusanos habían terminado su labor completando sus estuches de seda; pero alrededor de doscientos monstruos blancos y gordos, de siete centímetros de largo cada uno, quedaban aún en las bandejas, y se aferraron ávidamente a las hojas frescas de morera que Joanna les tendió. Otros empezaban a tejer sus vestiduras. Las habían diseñado y se atareaban tejiendo la bolsa preliminar de filamento transparente y brillante. Unos cuantos gusanos comenzaban a amarillear, aunque todavía no habían devorado su último alimento. Joanna los levantó y los expuso a la luz matinal.

—Ninguna momia fue nunca vendada tan exquisitamente como la crisálida del gusano de seda —dijo Peter.

Joanna charló alegremente sobre la industria de la seda y sus variados intereses; pero comprobó que Ganns sabía mucho más que ella sobre el particular.

No obstante, la escuchaba con atención, y sólo por etapas graduales desvió la conversación hacia el asunto que lo había llevado allí. Al cabo de un rato volvió al tema de la situación de Joanna, que había abordado sus alusiones la noche anterior.

—¿Ha pensado alguna vez que fue una audacia casarse a los nueve meses de la desaparición de su primer marido, señora? —inquirió.

—No; pero anoche, cuando oí sus palabras, temblé. Y, por favor, no me llame señora; llámeme Joanna.

—El amor siempre ha sido impaciente ante la ley —declaró Ganns—; pero lo cierto es que si no se presentan pruebas de carácter excepcional, la ley inglesa no declara la defunción de una persona hasta que transcurren siete años desde la última prueba de su paso por el mundo de los vivos. Ahora bien, entre siete años y nueve meses, la diferencia es grande, Joanna.

—Cuando miro hacia atrás no veo más que una larga pesadilla. ¡Nueve meses! Me parecieron un siglo. No vaya a creer que no amaba a mi primer marido; lo adoraba y venero su memoria; pero la soledad y la repentina fascinación que mi actual marido ejerció sobre mí... Por otra parte, nadie, ¿verdad?, hubiera puesto en duda las horribles pruebas de lo ocurrido. Consideré la muerte de Michael como un hecho innegable. ¡Dios mío! ¿Por qué nadie me insinuó que hacía mal en volver a casarme?

—¿Alguien hubiera tenido la probabilidad de convencerla?

Ella lo miró con expresión de intenso infortunio.

—Tiene razón. Estaba dominada. Cometí un lamentable error; pero no crea que he escapado al castigo.

Ganns adivinó el sentido de esas palabras y la apartó del tema de su marido.

—Cuénteme, si no es demasiado doloroso para usted, algo sobre Michael Penrod.

Pero, al parecer, ella no lo había oído. Sus pensamientos estaban enteramente concentrados en sí misma y en la situación en que ahora estaba.

—Usted me inspira confianza. Es sensato y conoce la vida. ¡No me he casado con un hombre, sino con un demonio!

Joanna apretó los puños y Ganns vio resplandecer sus dientes en la oscuridad del silencioso recinto.

Tomó rapé y escuchó, mientras la desventurada mujer desvariaba sobre su error.

—¡Lo odio..., lo detesto! —exclamó, acumulando duros epítetos sobre la cabeza del afable Giuseppe. Al rato se interrumpió, jadeante, y se echó a llorar.

Peter Ganns la estudiaba con suma atención; hasta aquel momento la congoja de la joven no parecía despertarle mucha simpatía. Su respuesta, más que sedante, fue tónica.

—Debe conservar su valor y tener paciencia —dijo—. También Italia, en ciertos aspectos, es un país libre; si no lo desea, no está obligada a continuar junto a Doria.

—¿Estará vivo mi primer marido? ¿Lo cree usted posible? Ahora que estoy curada de esta pasajera locura, pienso en él como en mi único marido. Tengo mucho que contarle a usted. Deseo..., le ruego que me ayude, como ayuda a mi tío. Naturalmente, él está primero.

—Probablemente comprobaremos que ayudarlo a él es ayudarla a usted —repuso Peter—. Pero acaba de hacerme una pregunta, y contesto siempre a una pregunta cuando es razonable hacerlo. No, Joanna, no me parece que Michael Penrod esté vivo. Salgamos fuera; este ambiente es muy sofocante. Advierta que no afirmo que esté vivo. Era, sin duda alguna, sangre humana la que una mano desconocida derramó en Foggintor; era sangre humana la que había en la caverna, debajo de los acantilados, cerca de la casa de Benjamin Redmayne; pero, hasta ahora, no sabemos con absoluta certeza quién la derramó ni quién la perdió. Este es el misterioso problema que he venido a solucionar. Si quisiera ayudarme, podría tal vez hacerlo. Por lo menos, le aseguro lo siguiente: si me ayuda, se ayudará también a sí misma y a su tío Albert.

—¿Está en peligro?

—Considere la situación. Con el correr del tiempo, los bienes de los dos hermanos de Albert pasarán a manos de este último. Lo cual, según creo, significa que, tarde o temprano, la totalidad del dinero le pertenecerá a usted. Albert no es fuerte. No creo que viva muchos años. ¿Qué ocurrirá entonces? Con toda seguridad, usted, la última de los Redmayne, heredará todo. Y se ha vuelto a casar. Reflexione: ¿qué acaba usted de revelarme? Que su marido es un «demonio», y que lo odia desde que empezó a conocer su corazón. No es posible separar por completo estos hechos. Pueden estar estrechamente ligados.

Ella le miró con serenidad.

—Siempre he considerado a Giuseppe Doria en relación conmigo, nunca en relación con mis tíos Benjamin y Albert. Benjamin murió (si es que ha muerto) antes de que yo consintiera en casarme con Doria..., antes de que Doria me lo propusiera. Pero no le revelé mi error a mi tío Albert. No quiero que sepa cuán desgraciada soy.

—Debe usted optar y decidir en quién tener confianza —repuso Ganns—. De lo contrario, podrá verse en terreno peligroso.

Joanna reflexionó antes de contestar.

—Está usted pensando en algo —observó después de un instante.

—Naturalmente. Lo que acaba de decirme sobre sus relaciones con Giuseppe da motivo para pensar. Pero, medítelo bien. No es posible repicar y andar en la procesión. Por intentarlo, muchos sinvergüenzas y, a decir verdad, muchos inocentes, se han visto en dificultades graves. Dígame, ¿sabe Giuseppe que usted no lo ama?

Ella movió negativamente la cabeza.

—Se lo he ocultado. Aún no conviene que lo sepa. Se vengaría y sólo Dios sabe en qué forma. Hasta que pueda huir de él, no debe ni soñar que he cambiado.

—¿Así lo cree usted? Bien; deseo hacerle dos preguntas: ¿tiene usted suficientes razones que justifiquen su intención de separarse de él? Si es así, ¿está decidida a confiármelas?

—No las tengo —contestó ella—. Detrás de su modo despreocupado y complaciente se esconde un hombre muy listo. Creo que me guarda fidelidad y se cuida de mostrarse siempre bondadoso conmigo en presencia de terceros. Pero también creo lo siguiente: está perfectamente enterado de lo que acaba usted de puntualizar... es decir, de que, tarde o temprano, todo el dinero de los Redmayne será mío.

—¿Y a pesar de eso se comporta como un demonio con usted? No me parece muy hábil por su parte.

—Es difícil de explicar. Quizá he dicho demasiado. Su crueldad es muy sutil. Los maridos italianos...

—Conozco todo lo concerniente a los maridos italianos. Hablaremos de esto en otra ocasión, cuando haya tenido usted tiempo de reflexionar un poco. El odio y la desconfianza que su marido le inspira tienen, sin duda, una causa. No es usted capaz de simular semejantes sentimientos. Me dice que Doria es fiel; supongo, por tanto, que esa causa debe de estar relacionada con algo que usted sabe y que no quiere revelar a nadie; ni siquiera a mí, ¿verdad? ¿Tendrá algo que ver, por ventura, con el misterioso personaje que deseamos capturar..., con Robert Redmayne? ¿Ha descubierto usted que Doria sabe, sobre ese hombre, cosas que usted y yo ignoramos? Pueden existir varias razones que expliquen el odio que siente por Doria. Medite sobre esto, y considere si sería una ayuda para mí conocer alguna de ellas.

Joanna miró con profundo interés al detective.

—Es usted un hombre extraordinario, Ganns.

—¡Ni por asomo!... Soy nada más que práctico en el rompecabezas comúnmente llamado vida. No le dé mucha importancia a lo que acabo de decirle, ni a las posibilidades que he anunciado. Tal vez me equivoque por completo. Hasta ahora, sólo sé, por lo que usted afirma, que Doria no es marido bondadoso. No sería raro que mi opinión fuera distinta de la suya cuando lo conozca mejor. Puede usted no ser buen juez. Su primer marido fue, quizá, tan excepcional que ignora usted las normas de la generalidad de los maridos. Al decir esto soy enteramente imparcial, porque a menudo he advertido que la mujer conoce mucho menos que los demás el carácter de su marido. Recuerde que, tanto como el amor, el odio ciega; y es tan complicado el amor transformado en odio, que se necesitaría un hábil psicoanalista para interpretarlo. Por consiguiente, para apreciar la importancia de sus temores, necesito saber algo más de usted.

»Dejaremos la cuestión en este punto... y, por el momento, lo único que debe pensar de mí es que deseo serle útil. Pero soy viejo; en cambio, Brendon es joven; y la juventud comprende a la juventud. No olvide que tiene usted en él a un amigo leal y constante. No sentiré celos si le cuenta a él más de lo que me cuenta a mí.»

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