Los santos inocentes

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: Los santos inocentes
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En la Extremadura profunda de los años sesenta, la humilde familia de Paco, “el Bajo”, sirve en un cortijo sometida a un régimen de explotación casi feudal que parece haberse detenido en el tiempo pero sobre el que soplan ya, tímidamente, algunos aires nuevos. Es época de caza y Paco se ha tronzado el peroné. Las presiones del señorito Iván para que lo acompañe en las batidas a pesar de su estado sirven para retratar la crueldad, los abusos y la ceguera moral de una clase instalada en unos privilegios ancestrales que considera inalienables y que los protagonistas soportan con una dignidad ejemplar.

Miguel Delibes

Los santos inocentes

ePUB v1.1

RufusFire
03.01.12

A la memoria de mi amigo

Félix R. de la Fuente

Libro primero
Azarías

A su hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías, y le regañaba y él, entonces, regresaba a la Jara, donde el señorito, que a su hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías porque ella aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, cosa que a su hermano, se le antojaba un error, que,

luego no te sirven ni para finos ni para bastos,

pontificaba con su tono de voz brumoso, levemente nasal,

y, por contra, en la Jara, donde el señorito, nadie se preocupaba de si éste o el otro sabían leer o escribir, de si eran letrados o iletrados, o de si el Azarías vagaba de un lado a otro, los remendados pantalones de pana por las corvas, la bragueta sin botones, rutando y con los pies descalzos e, incluso, si, repentinamente, marchaba donde su hermana y el señorito preguntaba por él y le respondían,

anda donde su hermana, señorito,

el señorito tan terne, no se alteraba, si es caso levantaba imperceptiblemente un hombro, el izquierdo, pero no indagaba más, ni comentaba la nueva, y, cuando regresaba, tal cual,

el Azarías ya está de vuelta, señorito,

y el señorito esbozaba una media sonrisa y en paz, que al señorito sólo le exasperaba que el Azarías afirmase que tenía un año más que el señorito, porque, en realidad, el Azarías ya era mozo cuando el señorito nació, pero el Azarías ni se recordaba de esto y si, en ocasiones, afirmaba que tenía un año más que el señorito era porque Dacio, el Porquero, se lo dijo así una Nochevieja que andaba un poco bebido y a él, al Azarías, se le quedó grabado en la sesera, y tantas veces le preguntaban,

¿qué tiempo te tienes tú, Azarías? otras tantas respondía,

cabalmente un año más que el señorito,

pero no era por mala voluntad, ni por el gusto de mentír sino por pura niñez que el señorito hacía mal en renegarse por eso y llamarle zascandil, ni era justo tampoco, ya que el Azarías, a cambio de andar por el cortijo todo el día de Dios rutando y como masticando la nada mirándose atentamente las uñas de la mano derecha, lustraba el automóvil del señorito con una bayeta amarilla, y desenroscaba los tapones de las válvulas a los automóviles de los amigos del señorito para que al señorito no le faltaran el día que las cosas vinieran mal dadas y escaseasen y, por si eso no fuera suficiente, el Azarías se cuidaba de los perros, del perdiguero y del setter, y de los tres zorreros y si, en la alta noche, aullaba en el encinar el mastín del pastor y los perros del cortijo se alborotaban, él, Azarías, los aplacaba con buenas palabras, les rascaba insistentemente entre los ojos hasta que se apaciguaban y a dormir y, con la primera luz, salía al patio estirándose, abría el portón y soltaba a los pavos en el encinar, tras de las bardas, protegidos por la cerca de tela metálica y, luego, rascaba la gallinaza de los aseladeros y, al concluir, pues a regar los geranios y el sauce y a adecentar el tabuco del búho y a acariciarle entre las orejas y, conforme caía la noche, ya se sabía, Azarías, aculado en el tajuelo, junto a la lumbre, en el desolado zaguán, desplumaba las perdices, o las pitorras, o las tórtolas, o las gangas, cobradas por el señorito durante la jornada y, con frecuencia, si las piezas abundaban, el Azarías reservaba una para la milana, de forma que el búho, cada vez que le veía aparecer, le envolvía en su redonda mirada amarilla, y castañeteaba con el pico, como si retozara, todo por espontáneo afecto, que a los demás, el señorito incluido, les bufaba como un gato y les sacaba las uñas, mientras que a él, le distinguía, pues rara era la noche que no le obsequiaba, a falta de bocado mas exquisito, con una picaza, o una ratera, o media docena de gorriones atrapados con liga en la charca, donde las carpas, o vaya usted a saber, pero, en cualquier caso, Azarías le decía al Gran Duque, cáda vez que se arrimaba a él, aterciopelando la voz,

milana bonita, milana bonita,

y le rascaba el entrecejo y le sonreía con las encías deshuesadas y, si era el caso de amarrarle en lo alto del cancho para que el señorito o la señorita o los amigos del señorito o las amigas de la señorita se entretuviesen, disparando a las águilas o a las cornejas por la tronera, ocultos en el tollo, Azarías le enrollaba en la pata derecha un pedazo de franela roja para que la cadena no le lastimase y, en tanto el señorito o la señorita o los amigos del señorito o las amigas de la señorita permanecían dentro del tollo, él aguardaba, acuclillado en la greñura, bajo la copa de la atalaya, vigilándolo, temblando como un tallo verde, y, aunque estaba un poco duro de oído, oía los estampidos secos de las detonaciones y, a cada una, se estremecía y cerraba los ojos y, al abrirlos de nuevo, miraba hacia el búho y al verle indemne, erguido y desafiante, haciendo el escudo, sobre la piedra, se sentía orgulloso de él y se decía conmovido para entre si,

milana bonita,

y experimentaba unos vehementes deseos de rascarle entre las orejas y, así que el señorito o la señorita, o las amigas del señorito, o los amigos de la señorita, se cansaban de matar rateras y cornejas y salían del tollo estirándose y desentumeciéndose como si abandonaran la bocamina, él se aproximaba moviendo las mandíbulas arriba y abajo, como si masticase algo, al Gran Duque, y el búho, entonces, se implaba de satisfacción, se esponjaba como un pavo real y el Azarías le sonreía,

no estuviste cobarde, milana,

le decía,

y le rascaba el entrecejo para premiarle y al cabo, recogía del suelo, una tras otra, las águilas abatidas, las prendía en la percha, desencadenaba al búho con cuidado, le introducía en la gran jaula de barrotes de madera, que se echaba al hombro, y pin, pianito, se encaminaba hacia el cortijo sin aguardar al señorito, ni a la señorita, ni a los amigos del señorito, ni a las amigas de la señorita que caminaban, lenta, cansinamente, por la vereda, tras él, charlando de sus cosas y riendo sin ton ni son y así que llegaba a la casa, el Azarías colgaba la percha de la gruesa viga del zaguán y tan pronto anochecía, acuclillado en los guijos del patio, a la blanca luz del aladino, desplumaba un ratonero y se llegaba con él a la ventana del tabuco, y

uuuuuh,

hacía,

ahuecando la voz, buscando el registro más tenebroso, y al minuto, el búho se alzaba hasta la reja sin meter bulla, en un revuelo pausado y blando, como de algodón, y hacía a su vez,

uuuuuh,

como un eco del uuuuuh de Azarías, un eco de ultratumba, y acto seguido, prendía la ratera con sus enormes garras y la devoraba silenciosamente en un santiamén y el Azarías le miraba comer con su sonrisa babeante y musitaba,

milana bonita, milana bonita,

y una vez que el Gran Duque concluía su festín, el Azarías se encaminaba al cobertizo, donde las amigas del señorito y los amigos de la señorita estacionaban sus coches, y, pacientemente, iba desenroscando los tapones de las válvulas de las ruedas, mediante torpes movimientos de dedos y al terminar, los juntaba con los que guardaba en la caja de zapatos, en la cuadra, se sentaba en el suelo y se ponía a contarlos,

uno, dos, tres, cuatro, cinco...

y al llegar a once, decía invariablemente,

cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco...,

luego salía al corral, ya oscurecido, y en un rincón se orinaba las manos para que no se le agrietasen y abanicaba un rato el aire para que se orearan y así un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro año, toda una vida, pero a pesar de este régimen metódico, algunas amanecidas, el Azarías se despertaba flojo y como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera sacado el esqueleto, y esos días, no rascaba los aseladeros, ni disponía la comida para los perros, ni aseaba el tabuco del búho, sino que salía al campo y se acostaba a la abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y si acaso picaba el sol, pues a la sombra del madroño, y cuando Dacio le preguntaba,

¿qué es lo que te pasa a ti, Azarías?

él,

ando con la perezosa, que yo digo,

y de esta forma, dejaba pasar las horas muertas, y si el señorito se tropezaba con él y le preguntaba,

¿qué te ocurre, hombre de Dios?,

Azarías la misma,

ando con la perezosa, que yo digo, señorito,

sin inmutarse, encamado en la torvisca o al amparo del madroño, inmóvil, replegado sobre sí mismo, los muslos en el vientre, los codos en el pecho, mascando salivilla o rutando suavemente, como un cachorro ávido de mamar, mirando fijamente la línea azul-verdosa de la sierra recortada contra el cielo, y los chozos redondos de los pastores y el Cerro de las Corzas (del otro lado del cual estaba Portugal), y los canchales agazapados como tortugas gigantes, y el vuelo chillón y estirado de las grullas camino del pantano, y las merinas merodeando con sus crías y si acaso se presentaba Dámaso, el Pastor, y le decía

¿ocurre algo, Azarías?

él,

ando con la perezosa, que yo digo,

y de este modo transcurría el tiempo hasta que sobrevenía el apretón y daba de vientre orilla del madroño o en la oscura grieta de algún canchal y según se desahogaba, iban volviéndole paulatinamente las energías y una vez recuperado, su primera reacción era llegarse donde el búho y decirle dulcemente a través de la reja,

milana bonita,

y el búho venga de esponjarse y castañetear con el corvo pico, hasta que Azarías le obsequiaba con un aguilucho o un picazo desplumados y mientras lo devoraba, el Azarías, a fin de ganar tiempo, se acercaba a la cuadra, se sentaba en el suelo y se ponía a contar los tapones de las válvulas de la caja,

uno, dos, tres, cuatro, cinco...

hasta llegar a once, y, entonces decía,

cuarenta y tres, cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco,

y al concluir, cubría la caja con la tapa, se quedaba un largo rato observando las chatas uñas de su mano derecha, moviendo arriba y abajo las mandíbulas y mascullando palabras ininteligibles y de repente, resolvía,

me voy donde mi hermana,

y en el porche, se encaraba con el señorito, emperezado en la tumbona, adormilado,

me voy donde mi hermana, señorito,

y el señorito levantaba imperceptiblemente el hombro izquierdo

vete con Dios, Azarías,

y él marchaba al otro cortijo, donde su hermana, y ella, la Régula, nada más abrirle el portón,

¿qué se te ha perdido aquí, si puede saberse?

y Azarías

¿y los muchachos?

y ella

ae, en la escuela están, ¿dónde quieres que anden?

y él, el Azarías, mostraba un momento la punta de la lengua, gruesa y rosada, volvía a esconderla, la paladeaba un rato y decía al fin,

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