Los santos inocentes (4 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: Los santos inocentes
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y la Señora,

¿la de Régula?

y don Pedro, el Périto,

exactamente, la de Régula, Purita la desasnó en cuatro semanas, la niña es espabilada, y la Señora no la quitaba ojo a la Nieves, observaba cada uno de sus movimientos, y, en una de éstas, le dijo a su hija

Miriam, ¿te has fijado en esa muchacha? ¡qué planta, qué modales!, puliéndola un poco haría una buena primera doncella,

y la señorita Miriam, miraba a la Nieves con disimulo,

verdaderamente, la chica no está mal,

dijo,

si es caso, para mi gusto, una pizca de más de aquí,

y se señalaba el pecho, pero la Nieves, sofocada, ajena a todo, se sentía transfigurada por la presencia del niño, el Carlos Alberto, tan rubio, tan majo, con su traje blanco de marinero, y su rosario blanco y su misalito blanco, de manera que, al servirle, le sonreía extasiada, como si sonriera a un arcángel, y a la noche, tan pronto llegó a casa, aunque se encontraba tronzada por el ajetreo del día, le dijo a Paco, el Bajo,

padre, yo quiero hacer la Comunión

pero imperativamente, que Paco, el Bajo, se sobresaltó,

¿qué dices?

y ella, obstinada,

que quiero hacer la Comunión, padre

y Paco, el Bajo, se llevó las dos manos a la gorra como si pretendiera sujetarse la cabeza,

habrá que hablar con don Pedro, niña,

y don Pedro, el Périto, al oír en boca de Paco, el Bajo, la pretensión de la chica, rompió a reír, enfrentó la palma de una mano con la de la otra y le miró fijamente a los ojos,

¿con qué base, Paco?, vamos a ver, habla, ¿qué base tiene la niña para hacer la Comunión?; la Comunión no es un capricho, Paco, es un asunto demasiado serio como para tomarlo a broma

y Paco, el Bajo, humilló la cerviz,

si usted lo dice,

pero la Nieves se mostraba terca, no se resignaba y en vista de la actitud pasiva de don Pedro, el Périto, apeló a doña Purita,

señorita, he cumplido catorce años y siento por aquí dentro como unas ansias,

y, de primeras, doña Purita, la observó con estupor, y, luego, abrió una boca muy roja, muy recortada, levemente dentuna,

¡qué ocurrencias, niña! ¿no será un zagal lo que tú te estás necesitando?,

y estalló en una risotada y repitió,

¡qué ocurrencias!

y, desde entonces, el deseo de la Nieves se tomó en la Casa de Arriba y la Casa Grande como un despropósito, y se utilizaba como un recurso, y cada vez que llegaban invitados del señorito Iván y la conversación, por pitos o por flautas, languidecía o se atirantaba, doña Purita señalaba para la Nieves con su dedo índice, sonrosado, pulcrísimo y exclamaba,

pues ahí tienen a la niña, ahora le ha dado con que quiere hacer la Comunión,

y, en torno a la gran mesa, una exclamación de asombro y miradas divertidas y un sostenido murmullo, como un revuelo, y en la esquina, una risa sofocada, y, tan pronto salía la niña, el señorito Iván,

la culpa de todo la tiene este dichoso Concilio,

y algún invitado cesaba de comer y le miraba fijo, como interrogándole, y, entonces, el señorito Iván se consideraba en el deber de explicar,

las ideas de esta gente, se obstinan en que se les trate como a personas y eso no puede ser, vosotros lo estáis viendo, pero la culpa no la tienen ellos, la culpa la tiene ese dichoso Concilio que les malmete,

y en estos casos, y en otros semejantes, doña Purita entornaba lánguidamente sus ojos negros de rímel, se volvía hacia el señorito Iván y le rozaba con la punta de su nariz respingona el lóbulo de la oreja, y el señorito Iván se inclinaba sobre ella y se asomaba descaradamente al hermoso abismo de su escote y añadía por decir algo, por justificar de alguna manera su actitud,

¿qué opinas tú, Pura, tú los conoces?,

mas don Pedro, el Périto, casi enfrente, les observaba sin pestañear, se mordía la delgada mejilla, se descomponía y, una vez que se retiraban los invitados, y doña Purita y él se encontraban a solas en la Casa de Arriba, perdía el control,

te pones el sujetador de medio cuenco y te abres el escote únicamente cuando viene él, para provocarle, ¿o es que crees que me chupo el dedo?

balbucía,

y, cada vez que regresaban de la ciudad, del cine o del teatro, la misma copla, antes de bajar del coche ya se sentían sus voces,

¡zorra, más que zorra!

mas doña Purita, canturreaba sin hacerle caso, se apeaba del coche y se ponía a hacer mohines y pasos de baile en la escalinata, contoneándose, y decía mirando sus pies diminutos,

si Dios me ha dado estas gracias, no soy quien para avergonzarme de ellas,

y don Pedro, el Périto, la perseguía, los pómulos rojos, blancos los lóbulos de las orejas,

no se trata de lo que tienes, sino de lo que enseñas, que eres tú más espectáculo que el espectáculo,

y venga, y dale, y ella, doña Purita, jamás perdía la compostura, entraba en el gran vestíbulo, las manos en la cintura, balanceando exageradamente las caderas, sin cesar de canturrear y él, entonces, cerraba de un portazo, se arrimaba a la panoplia y agarraba la fusta,

¡te voy a enseñar modales a ti!

voceaba, y ella, se detenía frente a él, cesaba de cantar y le miraba a los ojos firme, desafiante,

yo sé que no te atreverás, gallina, pero si algún día me tocases con ese chisme, ya puedes echarme un galgo,

decía,

y tornaba a contonearse después de volverle la espalda y se encaminaba hacia sus habitaciones y él, detrás, gritaba y volvía a gritar, agitaba los brazos, pero más que gritos eran los suyos aullidos entrecortados, y, en el momento más agudo de la crisis, se le quebraba la voz, arrojaba la fusta sobre un mueble, y rompía a sollozar y, entre hipo e hipo, gimoteaba,

gozas haciéndome sufrir, Purita, si hago lo que hago es por lo que te quiero,

pero doña Purita tornaba a sus mohines y contoneos,

ya tenemos escenita,

decía,

y, para distraerse, se encaraba con la gran luna del armario y se contemplaba en diversas posturas, ladeando la cabeza, agitando el cabello y sonriéndose cada vez con mayor generosidad hasta forzar las comisuras de los labios, mientras don Pedro, el Périto, se desplomaba de bruces sobre la colcha de la cama, ocultaba el rostro entre las manos y se arrancaba a llorar como una criatura y la Nieves, que en más o en menos había sido testigo de la escena, recogía sus cosas y regresaba a casa pasito a paso, y si por un azar, encontraba despierto a Paco, el Bajo, le decía,

buena la armaron esta noche, padre, la ha puesto pingando,

¿don Pedro?

apuntaba, incrédulo, Paco, el Bajo

don Pedro,

y Paco, el Bajo, se echaba ambas manos a la cabeza, como para sujetarla, como si se le fuera a volar, guiñaba los ojos y decía templando la voz,

niña, a ti estos pleitos de la Casa de Arriba, ni te van ni te vienen, tú allí, oír, ver y callar,

pero al día siguiente de una de estas trifulcas, se celebró en el cortijo la batida de los Santos, la más sonada, y don Pedro, el Périto, que era un tirador discreto, no acertaba una perdiz ni por cuanto hay y el señorito Iván, en la pantalla contigua, que acababa de derribar cuatro pájaros de la misma barra, dos por delante y dos por detrás, comentaba sardónicamente con Paco, el Bajo,

si no lo veo, no lo creo, ¿cuándo acabará de aprender este marica? le están entrando a huevo y no corta pluma, ¿te das cuenta, Paco?

y Paco, el Bajo,

cómo no me voy a dar cuenta, señorito Iván, lo ve un ciego,

y el señorito Iván,

nunca fue un gran matador, pero yerra demasiado para ser normal, algo le sucede a este zoquete,

y Paco, el Bajo,

eso no, esto de la caza es una lotería, hoy bien y mañana mal, ya se sabe, y el señorito Iván tomaba una y otra vez los puntos con prontitud, con sorprendente rapidez de reflejos, y entre pim-pam y pim-pam, comentaba con la boca torcida, pegada a la culata de la escopeta,

una lotería hasta cierto punto, Paco, no nos engañemos, que los pájaros que le están entrando a ese marica los baja uno con la gorra,

y, a la tarde, en el almuerzo de la Casa Grande, doña Purita volvió a presentarse con el sujetador de medio cuenco y el generoso escote y venga de hacerle arrumacos al señorito Iván, sonrisa va, guiñito viene, mientras don Pedro, el Perito, se consumía en la esquina de la mesa sin saber qué partido tomar, y se mordía las flacas mejillas por dentro y, tan temblón andaba, que ni acertaba a manejar los cubiertos y cuando ella, doña Purita, reclinó la cabeza sobre el hombro del señorito Iván y le hizo una carantoña y ambos empezaron a amartelarse, don Pedro, el Périto, el hombre, se medio incorporó, levantó el brazo, apuntó con el dedo y voceó tratando de concentrar la atención de todos,

¡pues ahí tienen a la niña que ahora le ha dado con que quiere hacer la Comunión!

y a la Nieves, que retiraba el servicio en ese momento, le dio una vuelta así el estómago y le subió el sofoco y vaciló, pero sonrió con una mueca complaciente, a pesar de que don Pedro, el Perito, continuaba señalándole implacable con su dedo acusador y voceando como un loco, fuera de sí, mientras los demás reían,

¡que no se te suba el pavo, niña, no vayas a hacer cacharros!,

hasta que la señorita Miriam, compadecida, terció

y ¿qué mal hay en ello?

y don Pedro, el Perito, más aplacado, bajó la cabeza y dijo en un murmullo, moviendo apenas un lado del bigote,

por favor, Miriam, esta pobre no sabe nada de nada y en cuanto a su padre no tiene más alcances que un guarro, ¿qué clase de Comunión puede hacer?

y la señorita Miriam estiró el cuello, levantó la cabeza y dijo como sorprendida,

y entre tanta gente, ¿es posible que no haya una persona capaz de prepararla?

y miraba fijamente a doña Purita, del otro lado de la mesa, pero fue don Pedro, el Périto, el que se quedó cortado y, a la noche, ya en la Casa de Arriba, le dijo, como de pasada, a la Nieves,

no te habrás enojado conmigo por lo de esta tarde, ¿verdad, niña? no fue más que una broma,

pero no pensaba en lo que decía, porque hablaba a la Nieves, pero se iba derecho a doña Purita y, al llegar a su altura, se le achicaron los ojos, se le atirantaron las mejillas, la puso las manos temblorosas en los frágiles hombros desnudos y dijo,

¿puede saberse qué te propones?

pero doña Purita se desasió con un movimiento desdeñoso, dio media vuelta y empezó con sus mohines y sus canturreos y don Pedro, el Périto, fuera de sí, agarró una vez más la fusta de la panoplia y se fue tras ella,

¡esto sí que no te lo perdono, cacho zorra!,

voceó,

y su furor era tanto que se le atragantaban las palabras, pero a los pocos minutos de entrar en la alcoba, la Nieves, como de costumbre, le sintió derrumbarse en la cama y sollozar sofocadamente contra la almohada.

Libro tercero
La milana

Y en éstas, se presentá en el cortijo el Azarías, y la Régula le dio los días y le tendió el saco de paja junto a la cocina como era hahitual, pero el Azarías ni la miraba, se implaba y rutaba y hacía como si masticara algo sin nada en la boca y su hermana,

¿te pasa algo, Azarías, no estarás enfermo?

y el Azarías, la vacua mirada en el fuego, gruñía y juntaba las encías desdentadas, y la Régula,

ae, no te se habrá muerto la otra milana que tú dices, ¿verdad, Azarías?

y tras mucho porfiar, el Azarías,

el señorito me ha despedido,

y la Régula,

¿el señorito?

y el Azarías,

dice que ya estoy viejo,

y la Régula,

ae eso no puede decírtelo tu señorito, si te pusiste viejo, a su lado ha sido,

y el Azarías,

yo tengo un año más que el señorito,

y rutaba y mascaba la nada, sentado en el taburete, acodado en los muslos, la cabeza entre las manos, la mirada huera, fija en el hogar, pero, inopinadamente, se oyó el alarido de la Niña Chica y los ojos del Azarías se iluminaron, y sus labios se distendieron en una sonrisa babeante, y le dijo a su hermana,

arrímame a la Niña Chica anda,

y la Régula,

ae, estará sucia

y el Azarías,

alcánzame a la Niña Chica,

y, ante su insistencia, la Régula se incorporó y regresó con la Charito cuyo cuerpo no abultaba lo que una liebre y cuyas piernecitas se doblaban como las de una muñeca de trapo, como si estuvieran deshuesadas, pero el Azarías la tomó con dedos trémulos, la acomodó en el regazo, sujetó delicadamente su cabecita desarticulada contra su brazo fornido, bajo el sobaco, y comenzó a rascarle suavemente en el entrecejo mientras musitaba,

milana bonita, milana bonita...

y así que regresó Paco, el Bajo, del recorrido de la tarde, la Régula salió a su encuentro,

ae, tenemos visita, Paco, ¿a que no sabes quién te vino?

y Paco, el Bajo, olfateó un momento y dijo,

tu hermano vino,

y ella

justo, pero esta vez no por una noche, ni por dos, sino para quedarse, él dice que el señorito le ha despedido, vete a saber, habrá que informarse,

y a la mañana siguiente, conforme amaneció Dios, Paco, el Bajo, ensilló la yegua y, a galope tendido, franqueó la vaguada, el monte de chaparros y el jaral y se presentó, escoltado por los aullidos de los mastines, en el cortijo del señorito del Azarias, pero el señorito descansaba y Paco, el Bajo, se apeó y se puso un rato de cháchara con la Lupe, la de Dacio, el Porquero,

un piojoso, eso es lo que es, todo el tabuco lleno de mierda y, por si fuera poco, se orina las manos, será desahogado,

y Paco, el Bajo, asentía, pero,

eso no es nuevo, Lupe

y la Lupe,

nuevo no es, pero, a la larga, cansa,

con su interminable letanía de lamentaciones, y así hasta que apareció el señorito y Paco, el Bajo, entonces, se puso en pie, como era de ley,

buenas,

buenas nos las dé Dios, señorito

y se descubrió y empezó a darle vueltas y vueltas a la gorra entre las manos, como si le estorbase, y, al cabo,

señorito, el Azarías dice que usted le despidió, ya ve qué cosas, después de los años, que el señorito,

vamos a ver si nos entendemos, ¿quién eres tú?, ¿quién te dio a ti vela en este entierro?

y Paco, el Bajo, acobardado,

excuse, el hermano político del Azarías, el del Pilón, donde la Señora Marquesa, un mandado de Crespo, el Guarda Mayor, para que me entienda,

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