Los señores de la estepa

BOOK: Los señores de la estepa
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Entre los reinos occidentales y las exóticas tierras orientales de Kara-Tur se encuentra una inmensa región inexplorada. A lo largo de los siglos, la gente "civilizada" de los Reinos Olvidados no se ha preocupado jamás de los bárbaros que allí habitan. Ahora un poderoso líder ha unido a todas las tribus nómadas y las ha convertido en un ejército capaz de desafiar al mundo. Yamun, Ilustre Emperador de todos los Pueblos, sabe que para llevar a cabo sus sueños debe someter al país más potente de la tierra, el imperio de Shou Lung, que cuenta con la protección de una barrera formidable: la Muralla del Dragón. Y hacia ella lleva a sus huestes.

David Cook

Los señores de la estepa

Imperio I

ePUB v1.0

Garland
03.12.11

Para Sarah Elizabeth, que siempre

estará con nosotros en nuestros recuerdos,

y para Helen.

1
Quaraband

Quaraband era una ciudad de tiendas. No había edificios permanentes; sólo las yurtas con forma de cúpulas blancas y negras diseminadas por el fondo del valle poco profundo. Los pequeños refugios circulares estaban dispersos en grupos, mayores o menores, a partir del río que penetraba en el valle desde el sur. El espacio entre cada yurta aparecía atestado de pesadas carretas con ruedas de madera, yugos de bueyes, enrejados donde colgaba la carne al sol para preparar el tasajo, camellos y caballos maneados. Aquí y allí se veían corrales de mimbre para los equinos y las ovejas. Delgadas columnas de humo se alzaban de los fogones entre las yurtas. Más lejos, las recuas de caballos, rebaños de ovejas y manadas vacunas se alimentaban con la hierba que ofrecía la estepa en primavera.

La hierba se abría paso entre los restos endurecidos de la nieve vieja que todavía salpicaba la llanura. La nieve blanca, la hierba verde y la tierra marrón se alternaban por toda la región hasta donde alcanzaba la vista. No había árboles, y las suaves ondulaciones del terreno se extendían hasta el horizonte. Las cicatrices oscuras de las viejas cañadas surcaban el páramo. Pequeños grupos de azul brillante y rosa, los primeros pimpollos del croco y la azucena enana, luchaban contra el frío para señalar el comienzo de la primavera.

Chanar Ong Kho, uno de los generales de los míganos, parecía un ser resplandeciente bajo la luz del sol, que iluminaba las bruñidas escamas metálicas de su armadura. La luz hacía resaltar el lustre de las gruesas trenzas de Chanar, y la fina pátina de sudor en la tonsura. La espada colgada de su cinturón, con la vaina tachonada con zafiros y granates, se movía al compás del paso de la yegua, marcando el ritmo con su golpeteo contra las polainas metálicas del general.

El cuero de la montura crujió cuando Chanar se volvió para ver si su compañero se sentía impresionado. El hombre, un jinete delgado montado en una yegua zaina, cabalgaba un poco más atrás, junto a una larga fila de soldados de caballería —una pequeña parte de los diez mil hombres que estaban bajo el mando del general Chanar—. El personaje vestía lo que en un tiempo había sido una túnica naranja brillante, y que ahora aparecía gastada y cubierta de roña. Llevaba la cabeza afeitada, y alrededor de su cuello colgaban varios collares de cuentas, cada uno rematado con una pequeña caja de oración, con filigranas de plata. El sacerdote, que carecía de la gracia natural de los demás jinetes, cabalgaba muy rígido, y se sacudía en la montura como un saco con cada paso del animal. Chanar esperó, entre molesto y divertido, a que el hombre se pusiese a la par.

—Esta noche, Koja de los khazaris, dormirás en las tiendas de los tuiganos —anunció Chanar, al tiempo que palmeaba el pescuezo de su yegua—. A pesar de que sólo hemos pasado unas pocas noches a campo raso.

—Tres semanas son algo más que unas pocas noches —contestó Koja. El clérigo habló de forma entrecortada, y con un tono musical poco adecuado para las inflexiones guturales de la lengua tuigana. Resultaba evidente que no era su idioma nativo—. Incluso vos, honorable general, tendríais que agradecer una noche en un entorno más caliente.

—El calor o el frío, khazari, no significan nada para mi. El Lobo Azul engendró a nuestros antepasados en el terrible frío del invierno. Mi casa está donde yo estoy. Apréndelo si quieres quedarte entre nosotros —respondió el general Chanar. Azotó el flanco de su yegua torda, y partió al galope hacia Quaraband, sin preocuparse del monje extranjero.

Koja soltó un suspiro de enfado mientras contemplaba la marcha del guerrero. Otra vez tenía que resignarse a la arrogancia del general tuigano. El sacerdote tenía el cuerpo entumecido, cubierto de polvo y abrasado por el sol después de tres semanas de continuo cabalgar. El khazari había viajado con el general y sus diez mil guerreros a través de bosques, montañas y, finalmente, por la árida y desierta estepa para llegar a la gran capital del pueblo tuigano. Las comodidades de la civilización quedaban muy lejos.

Ahora tenía delante la capital de estos misteriosos guerreros, que habían interrumpido el rentable comercio de las caravanas, y pensó que el kan, emperador de los tuiganos, podía esperar unos pocos minutos más, mientras él echaba una ojeada a la ciudad.

Era primitiva, rústica, y dejó a Koja boquiabierto. No había ni una sola estructura de piedra en Quaraband. Las pequeñas tiendas —las yurtas— eran como pequeñas setas de fieltro sucio, pero impresionaban por la cantidad. Había miles de yurtas montadas en la llanura. Quaraband tapaba el suelo del valle en un radio de casi dos kilómetros. Una nube de humo gris flotaba sobre las tiendas, procedente de centenares de hogueras. La atmósfera estaba impregnada del olor acre característico del estiércol quemado, prácticamente el único combustible disponible en estas estepas desprovistas de árboles.

Una cortina de polvo apareció delante de Koja, oscureciendo en parte su visión de la ciudad. La columna de jinetes desfiló a su lado, y los resoplidos de los caballos, las maldiciones masculladas y el crujido de los arneses recordaron de pronto al clérigo el lugar donde se encontraba. El general Chanar se había alejado mucho y avanzaba al trote hacia Quaraband. Koja clavó las espuelas a su caballo, y se lanzó al galope en su persecución.

El sacerdote alcanzó al general Chanar a la altura de las primeras tiendas. El guerrero apenas si se fijó en él cuando puso su caballo a la par, y, sin dar ninguna explicación, dio media vuelta y se acercó a su regimiento para supervisar el alojamiento de sus hombres. Los diez mil jinetes comenzaban a dividirse en grupos más pequeños, a las órdenes de los
yurtchis
, los oficiales responsables de preparar el campamento. Después de comprobar que sus tropas estaban bien atendidas, Chanar regresó para reunirse con el sacerdote.

—Acompáñame. Debo presentarte a Yamun Khahan —ordenó Chanar, y lanzó un escupitajo, para quitarse el polvo de la garganta. Después taloneó a su caballo. Koja lo siguió.

Mientras pasaban entre las yurtas, Koja las estudió con mucha atención. Las tiendas redondas estaban hechas de fieltro muy grueso trabajado como alfombra, y extendido sobre un armazón de madera. Las entradas aparecían cubiertas con una alfombra suelta, que podía ser apartada para iluminar y ventilar el interior. Los techos se hinchaban en la parte superior, donde había una pequeña salida de humos. A juzgar por su exterior tan mugriento, las yurtas no podían tener un interior limpio y aseado. Al pasar por delante de una de las tiendas con la puerta abierta, Koja olió el hedor de la grasa, el sudor y el humo provenientes del interior.

Un reducido escuadrón de jinetes, hombres de aspecto rudo con la piel amarillenta, se acercó al clérigo y al general. Los caballistas vestían túnicas negras y gorras de piel puntiagudas con borlas rojas. Cada hombre llevaba un sable curvo colgado del cinturón.

—Yamun Khahan envía a estos hombres para escoltar al valiente Chanar Ong Kho hasta la casa del kan. Invita a Chanar a beber con él —anunció el jefe del escuadrón, que observó a Koja sin disimular su curiosidad.

Chanar respondió a las palabras del oficial con un cabeceo, y después señaló al sacerdote.

—Decidle al kan que he traído conmigo a un embajador de los khazaris desde Semfar —dijo el general. A una orden de su jefe, uno de los miembros de la escolta partió a todo galope con el mensaje.

El grupo continuó su marcha en silencio. Las mujeres espiaban tímidamente su paso, ocultas tras las alfombras de la entrada, y los niños sucios y con las piernas desnudas se animaron a salir para mirar al extranjero. Los jinetes evitaron las hogueras, donde hervían las ollas, llenando el aire con el fuerte olor del cordero hervido.

No tardaron en llegar a una empalizada de estacas de madera. La cerca tenía un metro cincuenta de altura y rodeaba la base de un altozano junto al río. Más allá de la cerca, Koja vio cinco yurtas grandes, más grandes que cualquiera de las otras. La yurta de mayor tamaño, de fieltro negro, ocupaba la parte más elevada. Las restantes, colocadas a su alrededor, eran más pequeñas y aparecían espolvoreadas con tiza blanca. Unos dibujos primitivos formaban una orla en la parte superior de cada una de las yurtas.

—Vengo a ver a Yamun Khahan, mi
anda
—anunció ceremoniosamente el general Chanar al guardia uniformado de negro apostado en la entrada. Koja no pasó por alto la fórmula utilizada por Chanar, porque daba a entender un estrecho vínculo entre el general y el kan.

El centinela se apresuró a abrir el sencillo portón para permitir el paso de los jinetes. Unos sirvientes vestidos de gris se acercaron en el acto, y sujetaron los caballos mientras Chanar y Koja desmontaban. El general se acomodó la coraza, y tiró de los faldones de su camisa de seda manchada de grasa y sudor. Satisfecho con su arreglo, Chanar se volvió hacia el clérigo.

—Esperarás aquí hasta que te envíe a buscar —le dijo sin muchos miramientos. Después, le volvió la espalda y caminó colina arriba hacia la yurta central.

Al verse abandonado por su anfitrión, Koja permaneció donde estaba, sin saber qué hacer. Los hombres de la escolta armada se encontraban unos pasos más allá, dispersos en pequeños grupos, charlando entre ellos. De vez en cuando, quizás advertido por una palabra o por un pensamiento, alguno de los guardias miraba de pronto en su dirección y, tras observarlo por unos instantes con los párpados entornados, volvía sin más a la conversación.

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