Los señores de la estepa (7 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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A espaldas de Koja se elevó un coro de voces, gritos y chillidos. De pronto, el grito de un hombre sonó delante del lama. La yegua se encabritó, y el sacerdote estuvo a punto de caer hacia atrás. El animal resopló, cubierto de sudor, y clavó los cascos en el suelo.

La sacudida arrancó a Koja de la montura y lo lanzó despedido por encima de la cabeza del animal. El lama dio con sus huesos en tierra, y su cráneo golpeó contra una piedra.

—¡Jaii, jaii, jaii! —gritó el guardia desesperado, con voz ronca, al tiempo que desmontaba de un salto sin esperar a que su caballo se detuviera. Corrió hacia donde se encontraba la yegua, piafando, con el sacerdote acurrucado entre sus cascos. De las tiendas cercanas se acercaron corriendo los hombres vestidos de negro de la guardia del kan.

Yamun se paseaba arriba y abajo por el polvoriento lecho seco; era la única cosa que podía contener su frustración y su cólera. En diversas ocasiones se detuvo para azotar unos hierbajos con su látigo manchado con sangre. En un extremo de su paseo, estaba el guardia de la segunda emperatriz, el escolta de Koja, atado en el suelo con los brazos y las piernas abiertas. El hombre yacía de espaldas, con la cabeza apretada en la tierra por un
cangue
, un pesado yugo con forma de Y sujeto a su cuello con tiras de cuero. Tenía el cuerpo desnudo, y sangraba por varias heridas producidas por los latigazos.

Al otro extremo había una camilla con el sacerdote desmayado. A su alrededor se encontraban tres chamanes, con los rostros cubiertos con las máscaras rituales. Un trozo de tela blanca colocado junto a la cabeza del lama servía de mantel para un tazón de plata lleno de leche y un montón de huesos de oveja sanguinolentos. Todo el sector aparecía rodeado por los guardias kashiks, que daban la espalda a Yamun y a los chamanes, para formar una pared humana. El fuerte viento levantaba sus
kalats
por encima de sus rodillas. En la distancia, el humo de Quaraband se extendía sobre las tiendas.

—¿Por qué la vieja Bayalun llamó al khazari? —gritó Yamun, cuando llegó otra vez a donde estaba el prisionero. El pobre hombre, casi ahogado por el yugo y con la lengua reseca, apenas pudo soltar un gemido. Furioso, Yamun lo azotó con el látigo, y la sangre brotó de las nuevas heridas.

—¿Por qué lo llamó?

—No..., no lo sé —graznó el guardia.

—¿De qué hablaron?

—¡No los escuché! —gimió el hombre, cuando Yamun lo azotó reclamando su respuesta.

Disgustado, Yamun caminó hasta el otro extremo, donde se encontraban los chamanes.

—¿Vivirá?

—Es muy difícil saberlo, gran príncipe —respondió uno de los tres. Llevaba una máscara de cuervo, y su voz aguda y quebrada sonó a hueco. Máscara de caballo y máscara de oso continuaron su trabajo.

—No me importa. Quiero una respuesta —replicó Yamun.

—Sus dioses son diferentes de los nuestros, Khahan. No podemos saber si nuestros hechizos curativos surten algún efecto. Sólo podemos intentarlo.

—Pues más os vale que pongáis todo vuestro empeño —gruñó Yamun, que reanudó su paseo.

El muro de guardias se abrió para permitir el paso de un jinete. El hombre, comandante de un
minghan
de kashiks, se apeó de un salto y corrió a arrodillarse delante de Yamun.

—Levántate e informa —ordenó el kan.

—Vuelvo de las tiendas de la Madre Bayalun, tal cual habíais ordenado, gran señor.

—¿Qué te ha dicho?

—Madre Bayalun dice que únicamente quería aprender un poco más del mundo —respondió el oficial, con la mirada puesta en el prisionero.

—¿Y cuál es la excusa que ha dado por el comportamiento de sus guardias? —preguntó Yamun, con el látigo sujeto en las dos manos.

—Según dice, sus órdenes no fueron cumplidas. Mandó a los guardias que escoltaron al sacerdote en el trayecto de ida y vuelta a su tienda, y que se ocuparan de protegerlo de todo mal —explicó el comandante—. Dispuso que un
arban
le diera escolta, pero desobedecieron las órdenes.

—Pues ahora volverás a su tienda y le dirás que escoja el castigo para los nueve que desertaron de sus puestos —mandó el kan. Impaciente, escarbó el suelo con la punta de la bota.

—Se ha anticipado a vuestros deseos y ya ha dictado sentencia. Los coserán en pieles de buey, y los ahogarán en el río, tal como establece la costumbre.

—Es muy astuta y no pierde el tiempo. Espera que sea suficiente para apaciguarme. —Yamun tironeó de su bigote mientras pensaba—. El castigo es correcto. Sin embargo, quiero que vayas y le digas que no estoy satisfecho. Por haber permitido que ocurriera esto, deberá reducir el número de guardaespaldas. Fijaré la cifra a mi regreso.

—Sí, Khahan. Sin duda, señor, la segunda emperatriz se enfadará. ¿No podría hacer algo peligroso? —El oficial había escuchado hablar de los poderes de Bayalun.

—No tengo por qué complacerla. Aceptará mis órdenes porque soy el Khahan —afirmó Yamun, confiado. Se volvió para dirigirse al lugar donde se encontraba el prisionero—. ¿Ha dicho algo acerca de éste? —preguntó, señalando al hombre que yacía en el suelo.

—Como ya está en vuestro poder, os deja que le impongáis el castigo más conveniente.

Yamun miró al hombre atado a las estacas. Los ojos del infeliz se abrieron desmesuradamente mientras esperaba la decisión del kan.

—No es un desertor, Khahan —indicó el oficial.

—Es verdad. Puede vivir, pero... —El kan hizo una pausa antes de decidir—. Ha fracasado en sus obligaciones. Traed hombres y piedras. Aplastadle un tobillo para que no pueda volver a cabalgar. Que aquellos que desobedezcan sepan que es la palabra del Khahan.

—Por vuestra palabra, que así se hará —respondió el oficial. Montó su caballo, y partió para ocuparse de los preparativos.

El sonido del tambor y las flautas hizo que Yamun volviese su atención a los chamanes. La monótona melodía de sus cánticos llegaba a su fin cuando se reunió con ellos. Con sus hisopos de cola de caballo, los chamanes rociaron el cuerpo inmóvil con leche y después se apartaron de la camilla.

—¿Y bien? —preguntó Yamun, que calló de inmediato ante una señal de máscara de cuervo.

—Esperad, lo sabremos dentro de muy poco —susurró el chamán. Los tres permanecieron en cuclillas. Yamun se situó a sus espaldas y estrujó el látigo. Por fin, incapaz de contenerse, reanudó el paseo.

Al cabo de varios minutos, Yamun escuchó una tos. Se volvió y caminó deprisa hasta la camilla. Koja se esforzaba por levantarse apoyado en un codo. Los chamanes se afanaban a su alrededor, con las máscaras levantadas. Nerviosos, se opusieron a sus débiles esfuerzos por sentarse. Máscara de cuervo miró a Yamun.

—Vive, ilustre Khahan. Los espíritus de Teylas, dios del cielo, lo han favorecido con su bendición.

—Bien —exclamó Yamun, que apartó al hombre para mirar al pálido rostro de Koja. La sangre seca todavía cubría la parte de atrás de la cabeza, pero la herida, curada por la magia, ya había cicatrizado—. Dime, enviado de los khazaris, ¿te apetece ir a cabalgar? —El kan festejó la broma con una sonora risotada, mientras Koja hacía un gesto de dolor sólo de pensarlo.

—Tened cuidado, gran señor —dijo uno de los chamanes, tironeando de la manga del kan—. Todavía esta muy débil.

Yamun aceptó el consejo con un gruñido, y se puso en cuclillas junto a la litera. Hizo una seña a los chamanes para que se apartaran y los dejaran a solas.

—Vivirás —le informó al lama.

Koja asintió sin fuerzas, intentó levantar la cabeza, y renunció al esfuerzo con un gemido.

—¿Qué...? ¿Dónde...? —No pudo acabar sus preguntas.

—Estás fuera de Quaraband. Mandé que te trajeran aquí para que los chamanes pudiesen utilizar sus encantamientos.

Koja respiró con fuerza, e intentó poner en orden sus pensamientos.

—Tu caballo te despidió de la montura. Mis guardias te recogieron casi muerto. Costó un poco, pero los chamanes han curado tus heridas. —Yamun se balanceó suavemente para evitar que se le agarrotaran las piernas—. Los hombres que debían cuidar de ti ya han sido castigados —añadió, convencido de que el sacerdote reclamaría que se hiciese justicia sin demora.

Una nube de confusión giró en los ojos de Koja, y sólo en parte se debía al mareo.

—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó. Después, recordó sus modales y formuló la pregunta de otra manera—. ¿Por qué el Khahan, ilustre emperador de los tuiganos, ha venido hasta aquí a interesarse por la salud de alguien tan insignificante? Me habéis concedido un enorme favor.

Yamun se rascó el cuello y pensó en una explicación. Los motivos de sus acciones le parecían tan evidentes, que daba por supuesto que eran claras para todos los demás.

—¿Por qué? Porque eres un invitado de mi yurta. No sería correcto que murieses mientras estés aquí. La gente diría que mis tiendas están plagadas de espíritus malignos.

El kan hizo una pausa y sonrió a Koja.

—Además —añadió—, ¿qué pensaría tu príncipe si le envío un mensaje diciendo: «Por favor, enviad otro sacerdote, el primero murió»? No creo que se muestre complacido. —Yamun recogió un guijarro y lo hizo rodar entre los dedos.

»Y ahora —dijo suavemente— te he salvado la vida. —El kan tiró la piedra.

Koja permaneció en silencio durante unos momentos, porque se había quedado sin palabras.

—No sé cómo podré pagaros esta deuda, gran señor —susurró por fin. Un temblor le sacudió el cuerpo, y sintió una opresión en el pecho.

Yamun mostró una sonrisa de oreja a oreja, y la cicatriz en el labio le dio un aire burlón, pero su mirada permanecía tan dura como siempre.

—Enviado de los khazaris, necesito un nuevo escriba. El último resultó ser de poca confianza.

—¿De poca confianza? —exclamó Koja.

—Olvidó sus lealtades.

El lama recordó la cabeza sangrienta y la rápida justicia del kan.

—¿Queréis decir...?

—Me decía lo que otros querían que escuchase —lo interrumpió Yamun—. ¿Y tú a quién sirves?

Koja vaciló, asustado; después tragó saliva y pronunció su respuesta.

—Sirvo al príncipe Ogandi de los khazaris, gran señor —repuso, y cerró los ojos para no ver el golpe que seguiría sin duda a sus palabras.

—¡Ah! ¡Muy bien! —rugió Yamun—. Si hubieses traicionado a tu auténtico señor para servirme a mí, ¿qué clase de lealtad habría podido esperar? —El kan se palmeó el muslo, satisfecho—. Pero ahora podrás hacerle un servicio a tu príncipe al servirme a mí.

—Gran kan, yo...

—Tu príncipe te ordenó que averiguases todo lo posible acerca de mí y de mi gente, ¿no es así? —dijo Yamun, cortando sus protestas.

—Es verdad, pero ¿cómo lo habéis sabido? —Preocupado de que pudiesen haber encontrado sus cartas, Koja hizo un esfuerzo y consiguió sentarse.

—Porque es lo mismo que te habría ordenado yo. Ahora, como mi escriba, estarás muy cerca de mí y tendrás ocasión de aprender muchas cosas, ¿verdad? —Yamun se rascó el pecho.

—Sí —contestó Koja, vacilante.

—Bien. Queda decidido. —Yamun se irguió una vez más y se frotó la espalda entumecida. Después miró en dirección a las tiendas de Quaraband—. Has conocido a la segunda emperatriz. ¿Qué piensas de ella?

—Posee una... voluntad muy fuerte —respondió Koja, con mucho cuidado en la elección de sus palabras.

—Ha intentado conseguir algo de ti, ya lo veo —afirmó Yamun, indignado—. No debes olvidarlo: jamás se dará por vencida, y es muy poderosa. La mayoría de los magos y chamanes están a su servicio.

—Lo tendré presente.

—Como mi escriba —añadió Yamun, sin desviar la mirada—, intentará conseguir tu favor. Mira allá. —El kan se volvió y señaló al otro lado del pequeño círculo.

Koja obedeció la indicación, y vio al prisionero atado. Hasta ahora, el hombre había permanecido en silencio, excepto por los gemidos de dolor. El lama apenas pudo reconocerlo como el jinete que lo había escoltado. Yamun levantó una mano para hacer una seña a sus guardias. Dos hombres se adelantaron, cargados con grandes piedras planas. Al verlos, el prisionero comenzó a gritar y a implorar misericordia. Sin hacer caso de sus gritos, los hombres comenzaron su trabajo.

De una cuchillada, cortaron las ligaduras que sujetaban una de las piernas. Uno de los guardias le cogió la pierna libre y la levantó, mientras el otro kashik deslizaba una de las piedras por debajo del tobillo. El prisionero, sin dejar de gritar, intentó en vano liberarse. El segundo guardia levantó la otra piedra por encima de su cabeza.

—¡Detenedlos, gran kan! —gritó Koja, al ver que el guardia se disponía a descargar el golpe. El esfuerzo de gritar le provocó un espasmo de tos, que estremeció su cuerpo como una hoja.

—¡Alto! —ordenó Yamun. El kashik bajó la piedra.

»¿Por qué quieres que se detengan? —le preguntó al lama, en cuanto éste dejó de toser.

—El hombre no ha hecho nada. No podéis culparlo de mi accidente —protestó Koja.

—¿Por qué no? —replicó Yamun—. No te protegió. Por lo tanto, debe ser castigado. Al menos, vivirá. Sus camaradas han sido ahogados.

—No fue culpa suya que yo resultase herido —exclamó Koja, sin ocultar su asombro ante las palabras de Yamun. Después, en tono firme añadió—: No permitiré que le hagan daño. —Agotado por la emoción se reclinó en la camilla.

Yamun reflexionó en la afirmación del sacerdote.

—¿Pides por su vida? —inquirió el corpulento guerrero.

—¿Su vida? Sí, la pido —contestó Koja, mientras permanecía acostado.

El kan echó una mirada al prisionero, que los observaba con una expresión de miedo y también de esperanza.

—Muy bien, sacerdote. De acuerdo con la costumbre, te lo concedo; es tu esclavo. Se llama Hodj. Si comete cualquier crimen, tú serás castigado. Esto también es parte de la costumbre.

—Y lo acepto —musitó Koja cerrando los ojos.

—Bien. Ahora, en cuanto a Bayalun, dará por hecho que me eres leal. Me odia —declaró tranquilamente— y, por lo tanto, te odiará a ti también. Ten siempre presente que yo soy el único que se interpone entre su furia y tu persona. —Yamun hizo una seña a los guardias para que soltaran a Hodj, y después se marchó en busca de su caballo.

Koja contempló la marcha del kan mientras los porteadores cargaban la camilla sobre sus hombros. Durante todo el camino de regreso a Quaraband, rezó a Furo para que lo protegiese hasta su vuelta a casa.

3
Relámpagos

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