Los señores de la estepa (16 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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—No hay ningún cambio —respondió la mujer, a la defensiva—. Una vez que tenga el control, me ocuparé de que haya paz entre los tuiganos y Shou Lung. Pero también tu amo tiene que cumplir ciertas obligaciones.

—Desde luego —aseguró el zorro, con la pipa entre los dientes—. Es la razón por la que me ha enviado aquí.

—¿Qué?

—Necesitabas un asesino, un experto del disfraz. ¿No crees —dijo el zorro, a la vez que se erguía y saludaba con una pequeña reverencia— que soy brillante en materia de disfraces?

—No, si esto es lo único que sabes hacer —replicó Bayalun, mordaz. No podía ocultar su enfado con el
hu hsien
, ese tramposo inhumano del reino de los espíritus. También estaba furiosa con el mandarín shou que lo había enviado. «Los poderosos de Shou Lung creen que pueden jugar conmigo, pero les demostraré lo peligroso que resulta», pensó—. Regresa a donde está tu amo, y dile que me envíe un asesino de verdad, no un animal que hace el payaso.

El zorro clavó los dientes en la boquilla de la pipa, al escuchar el insulto de la segunda emperatriz.

—Aceptarás a quien mi amo decida enviar —gruñó feroz, y desnudó los colmillos cuando su parte animal asomó a la superficie—. Ahora, anciana, deja de aburrirme. Dime qué debo hacer.

—Hay un puesto que puedes ocupar —repuso Bayalun—, si es que puedes asumir la forma humana, entre los guardias diurnos del Khahan. Así podrás estar cerca de él. Después tendrás que esperar. —La mujer jugó con su bastón mientras explicaba.

—¿Esto es todo? ¿Cómo sabré cuándo debo actuar? —preguntó el zorro.

—Te enviaré un mensaje.

—¿Cómo?

—No necesitas saber nada más —contestó Bayalun, furiosa. Frunció el entrecejo preocupada por la curiosidad de la criatura—. Si sabes demasiado, te convertirás en un peligro para todos. Mañana preséntate en forma humana a Dayir Bahadur. Tiene el mando de un
jagun
de la guardia diurna, y se ocupará de darte el cargo. Entonces, esperarás mi aviso. —La mujer entrecerró los ojos y esperó más preguntas. No las hubo—. Ahora, puedes retirarte.

—No he acabado de fumar mi pipa —objetó el zorro, en medio de una bocanada de humo.

—Márchate ahora mismo —siseó Bayalun—, si no quieres que me queje a tu amo.

—Cuidado —exclamó el zorro, con las orejas levantadas—, o yo me quejaré al tuyo. —El
hu hsien
observó la reacción de la segunda emperatriz—. Me resultas interesante, media maraloi. Tu marido puede llegar a ser lo bastante poderoso como para apoderarse de las riquezas de Shou Lung, pero quieres verlo muerto. Tus ambiciones son extrañas.

—Yamun Khahan mató al
yeke-noyan
(mi marido, su padre) para poder gobernar a los hoekuns. Nunca se lo perdonaré. —«Además», pensó Bayalun, «con el gran kan muerto, yo controlaré a los tuiganos; Chanar será el nuevo Khahan pero yo tendré el poder»—. Se acabaron las preguntas.

—Muy bien. Ha llegado el momento de retirarme —declaró el zorro, muy pomposo. Cerró la tapa de su pipa y la guardó en la bolsa de cuero. Después se puso en cuatro patas, dedicó una sonrisa picara a Bayalun, y desapareció en la oscuridad.

Tras la marcha de la criatura, Bayalun esperó pacientemente. No tenía prisa. La prisa era mala consejera. Lo había aprendido por experiencia propia.

La noticia de que el Khahan se ponía en marcha hacia Khazari se extendió con la velocidad del viento, y, para la tarde, todo Quaraband estaba al corriente. Las mujeres de Yamun vaciaron la gran yurta y comenzaron a desarmarla. En menos de una hora, habían quitado las paredes de fieltro, y el armazón de madera se levantaba como un esqueleto en lo alto de la colina.

El desmantelamiento de la yurta del Khahan fue la señal para el resto de la ciudad. Los hombres salían de sus tiendas y, con los caballos de refresco a la zaga, cabalgaban hacia los puntos de reunión, en las afueras de Quaraband. Cada
arban
de diez soldados se reunía para formar los
jaguns
de cien hombres, y después los
minghans
de un millar. Cada unidad tenía un lugar de encuentro señalado de antemano, para poder organizar a las tropas rápidamente. A lo largo del día, las yurtas desaparecieron mientras continuaban los preparativos.

Los sirvientes cargaron el trono de Yamun en una enorme carreta, con un toldo que era la réplica de la yurta real. El carro, tirado por ocho bueyes, era la capital rodante durante la campaña. Mientras se realizaban estos preparativos, el Khahan montó su cuartel general al aire libre. Yamun se sentó en su cama —una tarima de madera con patas cortas y gruesas— y Koja ocupó un taburete, junto con otros escribas, la mayoría hechiceros y santones al servicio de Bayalun. Todos escribían las diversas órdenes que dictaba el Khahan, enrollaban los papeles, y se los entregaban a los mensajeros.

Koja acabó de escribir una serie de órdenes destinadas a Hubadai en el paso de Fergana.

—Tienen que llegar en menos de cinco días —insistió Yamun, cuando el lama alcanzó el rollo al jinete.

—¡Por vuestra palabra, que así se hará! —gritó el mensajero, que corrió hacia su caballo sin perder un segundo.

Koja se inclinó hacia el escriba sentado a su lado, un hombre joven con una barba puntiaguda y la cabeza afeitada, y señaló al jinete con su pincel.

—¿Cómo puede entregar el mensaje tan rápido? ¿Utilizan la magia?

El sacerdote sacudió la cabeza, sin apartar la mirada de su trabajo.

—Es un mensajero imperial —contestó—. Por lo tanto, puede utilizar las casas de postas. Cabalgará durante todo el día, cambiando de caballo en cada una de la estaciones. Después otro hombre llevará el mensaje por la noche. —El joven volvió a concentrarse en sus escritos.

Durante varias horas, Yamun dictó órdenes que incluían todo tipo de detalles referentes a la marcha. De acuerdo con sus instrucciones, el ejército se dividiría en tres alas, con Yamun al mando de la fuerza central. Se asignaron las tropas; los
tumens
y
minghans
fueron enviados a sus alas. Los comandantes recibieron órdenes respecto a las cantidades de alimentos, el número y tipo de armas que debían utilizar, y cuántos caballos debía disponer cada hombre. El Khahan designó a los
yurtchis
, los prebostes del ejército, para supervisar los campamentos y buscar suministros a medida que avanzaban. Muchas de las órdenes se referían al cuidado de los caballos, y se fijaban las penas por hacerlos galopar sin necesidad, o por hacerlos trabajar en exceso.

Koja escribió hasta que se le entumecieron los dedos. Los guardias nocturnos reemplazaron a los diurnos a la puesta del sol. Se trajeron lámparas, y los escribas prosiguieron su tarea, iluminados por el resplandor amarillento.

Por fin, Koja se marchó hacia su tienda, escoltado por los guardias nocturnos. Sus piernas se movían mecánicamente mientras su mente dormitaba. Sólo podía pensar en la pila de almohadones que lo esperaban en la yurta; cojines suaves y mantas cálidas que lo abrigarían en su sueño. Cuando el lama llegó a su tienda, se detuvo. Un círculo de hierbas aplastadas ocupaba el lugar donde había estado la yurta. Vio un par de caballos y un camello, maneados, una pequeña pila de bolsas con sus pertenencias, y el cuerpo de su sirviente, dormido.

Soltó un gemido. Otra noche de dormir al raso. Resignado, buscó en las bolsas hasta encontrar un par de alfombras. Se acostó envuelto en ellas y con su morral a modo de almohada. En un par de minutos, se quedó dormido, arrullado por los ronquidos de su criado.

Por la mañana, cuando abrió los ojos, Koja descubrió que Quaraband había desaparecido. Lo único que quedaba era un campo yermo, marcado por las huellas de los carromatos, hogueras apagadas y basuras. Una columna de carretas tiradas por bueyes se arrastraban lentamente por la estepa en busca de un nuevo destino, en las profundidades de aquel inmenso territorio. A muchos kilómetros de distancia, en un lugar más protegido, las mujeres y los niños se encargarían de reconstruir la ciudad. Después, las familias esperarían a que los hombres regresaran de la guerra.

Pelotón tras pelotón, los soldados guiaron a sus monturas a través del río y emprendieron la marcha hacia el este. El agua límpida se había convertido en un líquido turbio y marrón, pues el paso de hombres y animales había transformado las riberas en un lodazal. Se escuchaban los gritos de despedida de los hombres a sus mujeres e hijos, prometiendo su regreso. Los caballos relinchaban, los bueyes mugían.

Un
arban
de guardias diurnos se presentó ante Koja.

—Venid con nosotros, gran historiador. El Khahan ordena que cabalguéis con él.

—Esperad a que acabe de comer —respondió Koja, poco dispuesto a que le metieran prisa.

—No —insistió el jefe del grupo—. El Khahan parte ahora.

—Pero mi comida...

—Tendréis que aprender a comer en la montura —le recomendó el veterano, amablemente. Hizo una seña a su tropa para que se pusieran en marcha.

Con la espalda dolorida tras la noche al raso, Koja montó con mucho cuidado su caballo, y cabalgó para unirse a la comitiva del Khahan. Su criado lo siguió con los animales cargados con el equipaje.

El viaje se organizó rápidamente, con la rutina que se seguiría durante todo el trayecto. El ejército avanzaba a paso ligero, y hasta los carromatos se movían más deprisa de lo que Koja había imaginado. Para él, la cabalgata era dolorosa e incómoda. Los jinetes cabalgaban diez horas diarias, y sólo se detenían para que los animales pastaran y bebieran. Por fortuna, los caballos eran muy fuertes y resistentes, muy distintos de los magníficos corceles de raza que Koja había visto en Khazari y Shou Lung. Sin duda, pensó el lama, estos animales debían de obtener parte de su alimento del aire. Excepto una pequeña ración de mijo por la noche, los jinetes no suministraban nada más a los animales, y los dejaban que se las apañaran con los brotes de hierba y los hierbajos duros que encontraban en la estepa.

El primer día, Yamun dio la orden de montar el campamento con la puesta de sol. Se levantaron unas pocas yurtas para los kanes, pero el grueso del ejército durmió al aire libre. Cada hombre extendió una tela de fieltro a modo de estera, y empleó la montura como almohada. Se ordeñaron las yeguas, y se las agrupó en recuas alrededor de un macho maneado. Cada
arban
acampó como un grupo y encendió una hoguera. Los hombres prepararon la cena.

A medida que el crepúsculo cedía paso a la oscuridad, el resplandor de las fogatas cubrió la llanura. Koja comió en el campamento del Khahan, atendido por los escuderos. La cena consistió en un estofado de carne seca y grumos de leche cuajada, amargos pero todavía tiernos y de un color marrón grisáceo. El lama comió los alimentos con entusiasmo. Una cena, cualquier tipo de cena, era bienvenida.

Después de la cena, Yamun encontró a Koja, a solas en la oscuridad.

—Sacerdote —dijo sin preámbulos—, los kanes están descontentos contigo. Piensan que intentarás maldecir al ejército. Algunos sugieren que me libre de ti. —Tras estas palabras, permaneció en silencio y miró a Koja.

El lama hizo todo lo posible para librarse del nudo que lo ahogaba, consciente de la mirada de Yamun.

—Khahan, como ya he dicho, mi obligación es con el príncipe Ogandi. Sin embargo, vuestras intenciones quizá no sean hostiles, y, por lo tanto, no puedo desearos ningún mal —contestó Koja de una sola tirada, sin darle oportunidad a Yamun de que lo interrumpiese.

—No me extraña que seas diplomático —comentó Yamun, tras analizar la respuesta—. No lo olvides: me debes la vida. Estabas muerto y, gracias a mis órdenes, vives otra vez. Si me traicionas, te la quitaré.

Koja asintió.

Aquella noche, el lama regresó a su propio campamento. Hodj dormía, y los guardias nocturnos habían encendido una pequeña hoguera unos metros más allá. Koja rebuscó entre sus bolsas hasta encontrar el pequeño paquete de cartas que había escrito. Las abrió y repasó las hojas dirigidas al príncipe Ogandi. Cada página aparecía cubierta de caracteres trazados a pincel y dispuestos en columnas; representaban muchas horas de trabajo en su tienda. El apretado texto era la suma y la meta de su existencia, al menos mientras estuviese entre los tuiganos.

«Quizá podrían serle útiles al príncipe», pensó. Volvió a estudiar las páginas amarillas de papel de arroz.

«Aunque tal vez ya está al corriente de todo lo que he escrito —se contestó a sí mismo—. De todos modos, no tardará en saber cuáles son las intenciones del Khahan.»

Koja miró las hojas. Yamun lo había tratado bien, con una bondad y confianza que iba mucho más allá de la correspondiente a su posición. Si mandaba las cartas, que tal vez no sirvieran de nada, traicionaría aquella confianza. Suspiró y volvió a repasar las misivas. Si no las enviaba, ¿tendría su acción alguna importancia para el príncipe?

—Yamun Khahan, estás equivocado —afirmó Koja en voz alta, como si no hubiese nadie para escucharlo—. Soy muy mal diplomático. —Acercó una esquina de la primera página a las brasas de la hoguera, y las llamas consumieron el papel en un par de segundos. Una tras otra, quemó las hojas, mientras observaba cómo sus cenizas se elevaban hacia el cielo nocturno.

Por la mañana, el paquete de cartas no era más que un montón de cenizas, que Hodj dispersó entre los rescoldos mientras Koja se despertaba. El sirviente sirvió el té, uno muy espeso con leche y sal para él, y otro con mantequilla y azúcar para Koja. Pero esta vez el desayuno fue diferente. Además del té, y en lugar de cocinar gachas de mijo y leche de yegua, o recalentar los restos de la cena, el sirviente echó unas cuantas cucharadas de una pasta blanca en una bolsa de cuero, le añadió agua y, tras cerrarla herméticamente, la ató a la montura de uno de los caballos. A continuación, cogió varios trozos de carne seca, y los metió entre la montura y la manta.

—Más tarde lo comeremos —le informó Hodj, palmeando la silla—. Carne seca y cuajada de yegua. La carne se ablandará debajo de la montura, y el galope se encargará de batir la cuajada. —El sirviente acompañó sus palabras con una serie de ademanes, orgulloso de su idea—. Y también he hecho té, amo. —Hodj le mostró otra bolsa.

Después de desayunar, Koja se encaramó en su montura. A pesar de que avanzaban al mismo paso que el día anterior, o quizá más rápido, la marcha parecía menos frenética y caótica. Los exploradores reanudaron sus patrullas. Las cosas comenzaban a funcionar sin que el kan tuviese necesidad de controlarlo todo.

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