Los señores de la instrumentalidad (119 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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John J. Pierce

Berkeley Heights, New Jersey,

7 de junio de 1978

En Busca de Tres Mundos
PARTE I: En el Planeta de las Gemas

1

Pensad en el caballo. El caballo trepaba por entre las grietas de un cerro de gemas; la fuerza que lo impulsaba era el amor al hombre.

Pensad en Mizzer, el planeta de recreo, donde el coronel Wedder, su dictador, reformó la cultura tan bruscamente que la decadencia se convirtió en atrocidad.

Pensad en Genevieve, tan rica que era prisionera de su fortuna, tan hermosa que era víctima de su belleza, tan inteligente que sabía que nada podía torcer su destino.

Pensad en Casher O'Neill, un vagabundo entre los planetas, sediento de justicia pero anhelando que la «justicia» no fuera sólo un sinónimo de «venganza».

Pensad en Pontoppidan, literalmente una gema: un planeta cuyos habitantes eran demasiado ricos e industriosos para disfrutar de la buena mesa, el aire libre o mucha diversión. Sólo tenían diamantes, rubíes, turmalinas y esmeraldas.

Sumadlo todo y tendréis una de las historias más extrañas que hayan circulado de mundo en mundo.

Cuando Casher O'Neill llegó a Pontoppidan descubrió que la capital se llamaba Andersen, un nombre apropiado.

Era el segundo siglo del Redescubrimiento del Hombr e. En todas partes la gente adoptaba viejos nombres, viejos idiomas y viejas costumbres en cuanto los robots, y las subpersonas rescataban la información entre los desechos de rutas estelares olvidadas o las ruinas subterráneas de la Cuna del Hombre.

Casher lo sabía muy bien por amarga experiencia. Para él la reculturación había significado revolución y exilio. Procedía del seco y bello planeta Mizzer. Era sobrino de Kuraf, el soberano derrocado, cuya colección de libros prohibidos no había tenido parangón en la galaxia colonizada; se había abstenido de intervenir cuando los coroneles Gibna y Wedder se adueñaron del planeta en nombre de la reforma; en vano había implorado auxilio a la Instrumentalidad cuando Wedder se convirtió en tirano; y en ese momento viajaba entre las estrellas, buscando hombres o armas que destruyeran a Wedder y devolvieran a la ciudad de Kaheer el lujo y la felicidad de otros tiempos.

Cuando desembarcó en Pontoppidan comprendió que su causa era desesperada. Los habitantes eran cordiales, afables e inteligentes, pero no tenían motivos para luchar, ni armas con que luchar, ni enemigos contra quienes luchar. Tenían tan poco espíritu cívico como las gentes de Mizzer. Se interesaban en nimiedades.

Cuando llegó Casher O'Neill, los pontoppidanos estaban muy entusiasmados con un caballo.

¡Un caballo! ¿A quién le importa un caballo?

Eso mismo dijo Casher O'Neill.

—¿Por qué preocuparse por un caballo? Tenemos muchos caballos en Mizzer. Son seres de cuatro manos, que pesan ocho veces más que un hombre, y con un solo dedo en cada mano.

Tienen las uñas muy gruesas y les permiten correr a gran velocidad. Para eso los tienen la gente, para correr.

—¿Para qué correr? —dijo el dictador hereditario de Pontoppidan—. ¿Para qué correr, cuando puedes volar? ¿No tenéis ornitópteros?

—No corremos con los caballos —rezongó Casher—. Los hacemos competir y luego damos premios al que corre más deprisa.

—Pero eso crea una situación muy ilógica —dijo Phillip Vincent, el dictador hereditario—. En cuanto se ha probado a estos seres de cuatro dedos, ya se sabe lo deprisa que corre cada uno. ¿Para qué molestarse?

Su sobrina le interrumpió. Era una muchacha frágil, un poco menuda para el gusto de Casher O'Neill. Tenía los ojos grises y claros, cejas bien marcadas, un peinado artificioso, cabello rubio platino y la boquita más sensible que Casher O'Neill había visto nunca. Respetaba la moda local usando un polvo o crema facial rosada con reflejos liliáceos. Esa coloración habría dado aspecto de bruja a cualquier otra mujer de veintidós años, pero en Genevieve resultaba agradable, aunque sorprendente. La hacía parecer una niña feliz que jugaba alegremente a ser adulta. Casher sabía lo difícil que era calcular la edad en esos planetas apartados. Genevieve podía ser una gran dama en su tercer o cuarto rejuvenecimiento.

Una segunda ojeada le hizo dudar. Genevieve dijo una frase sensata, juvenil y atrevida:

—Pero tío, ¡son
animales
!

—Lo sé —masculló el dictador.

—Pero tío, ¿no entiendes?

—Deja de decir «pero tío» y dime a qué te refieres —gruñó afectuosamente el dictador.

—Los animales siempre son
imprevisibles.

—Desde luego —reconoció su tío.

—Ésa es la gracia del juego, tío —prosiguió Genevieve—. Nunca se sabe si actuarán dos veces del mismo modo. ¡Imagina la diversión! ¡Esos enormes y bellos seres de la Tierra corriendo en círculos con sus cuatro dedos, las grandes uñas arrancando las gemas del suelo!

—No estoy seguro de que sea así. Además, quizá Mizzer esté cubierto de algo valioso como tierra o arena, en vez de gemas como las de Pontoppidan. ¿Recuerdas tus macetas, con su tierra rica, tibia, húmeda y blanda?

—Claro que sí, tío. Y sé lo mucho que pagaste por ellas. Fuiste muy generoso. Y aún lo eres —añadió diplomáticamente, echando una rápida ojeada a Casher O'Neill para ver qué pensaba el visitante de la devoción familiar.

—En Mizzer no somos tan ricos. Casi todo es arena, con tierras de labranza a lo largo de los Doce Nilos, nuestros grandes ríos.

—He visto imágenes de ríos —dijo Genevieve—. ¡Qué raro sería vivir en un mundo cubierto de relleno para macetas!

—Te desvías del tema, querida. Nos preguntábamos de qué serviría traer un caballo, un solo caballo, a Pontoppidan. Supongo que un caballo podría correr contra sí mismo, si tuviéramos un cronómetro. Pero ¿sería divertido? ¿Harías eso, joven?

Casher O'Neill intentó ser respetuoso.

—En mi patria teníamos muchos caballos. Mi tío cronometraba uno por uno.

—¿Tu tío? —preguntó el dictador con interés—. ¿Quién era tu tío para tener tantos «caballos» de cuatro dedos? Son animales de la Tierra, y muy costosos.

Casher temió el golpe bajo y lento que había recibido tantas veces, el puñetazo que el mundo exterior le asestaba en la boca del estómago.

—Mi tío... —tartamudeó—, mi tío... creí que lo sabías... El es Kuraf, el antiguo dictador de Mizzer.

Philip Vincent se levantó de un brinco con una agilidad sorprendente en un hombre tan corpulento. La joven Genevieve se aferró el cuello del vestido.

—¡Kuraf! —exclamó el viejo dictador—. ¡Kuraf! Hemos oído hablar de él, aun aquí. Pero se suponía que eras un patriota de Mizzer, no un partidario de Kuraf.

—Él no tiene hijos... —empezó a explicar Casher.

—¡Claro que no, con esas costumbres! —ladró el viejo.

—Soy su sobrino y heredero. Pero no me propongo restaurar la dictadura, aunque yo mismo me erigiría en dictador. Sólo quiero librarme del coronel Wedder. Ha arruinado a mi pueblo, y busco dinero o armas para contribuir a la liberación de mi mundo natal.

Casher O'Neill sabía que éste era el momento en que la gente empezaba a creerle o no. Si no le creían, poco podía hacer al respecto. Si le creían, simpatizarían con su causa. Hasta ahora no había obtenido ninguna ayuda. Sólo simpatía.

Pero la Instrumentalidad, aunque rehusaba actuar contra el coronel Wedder, había dado al joven Casher O'Neill un salvoconducto intermundial, algo que un hombre común no habría podido comprar ni con cien vidas de ahorros. (Su viejo y disoluto tío se había ido a Sunvale, en Ttiollé, el planeta de recreo, para pasar sus años entre el casino y la playa.) Casher O'Neill tenía la conciencia de Mizzer en sus manos. Era el único viajero estelar a quien le interesaba luchar por la libertad de los Doce Nilos. En ese momento, en aquel cuarto, se estaba produciendo un viraje decisivo.

—No te daré nada —dijo el dictador hereditario, aunque con voz cordial. La sobrina le tironeó de la manga. El viejo continuó—. Basta, muchacha. No te daré nada si eres uno de esos corruptos parientes de Kuraf, a menos...

—Lo que tú digas, señor, lo que tú digas, siempre que me ayudes a obtener ayuda o armas para regresar a los Doce Nilos.

—Bien, pues. A menos que abras tu mente. Soy buen telépata.

—¡Abrir mi mente! ¿Para qué? —La incoherente indecencia de esa proposición escandalizó a Casher O'Neill. Hombres, mujeres y gobiernos le habían exigido muchas cosas extrañas, pero nadie había tenido el descarado impudor de pedirle que abriera la mente—. ¿Y por qué a ti? —preguntó—. ¿Qué ganarías con ello? No hay muchas cosas importantes en mi mente.

—Para cerciorarme —respondió el dictador hereditario— de que no eres demasiado franco y ferviente en tus creencias. Si estás seguro de lo que haces, podrías convertirte en otro coronel Wedder y atormentar a tu pueblo por una utopía imposible. Si no estás demasiado convencido, podrías ser como tu tío. Él no causó gran daño. Sólo robó cuanto pudo y tuvo algunos hábitos excéntricos que hicieron circular rumores entre las estrellas. Nunca mató a un hombre en su vida, ¿verdad?

—No —reconoció Casher O'Neill—, nunca mató a nadie. —Le aliviaba mencionar la única virtud de su tío. Había muy pocas cosas que decir a favor de Kuraf.

—No me gustan los libertinos viejos y babosos como tu tío —dijo Philip Vincent—, pero tampoco los odio. No causan grandes perjuicios. A decir verdad, sólo se perjudican a sí mismos. Pero son derrochadores. Como esos caballos que tenéis en Mizzer. Nunca traeríamos seres vivos a Pontoppidan sólo para jugar con ellos. Y sabes que no somos pobres. No somos Vieja Australia del Norte, pero tenemos buenos ingresos.

«Buenos» ingresos, pensó Casher O'Neill, vaya falsa modestia. Pero era un joven cauteloso con muchas cosas en juego, y prefirió callarse.

El dictador lo miró con perspicacia, valorando el prudente silencio de Casher. Genevieve le tironeó de la manga, pero él frunció el ceño ante la interrupción.

—Si pasas dos pruebas —dijo el dictador hereditario—, pero sólo si las pasas, te daré un rubí verde grande como mi cabeza. Siempre que el Comité me lo permita. Aunque creo que puedo persuadirlos. La primera prueba consiste en que me dejes explorar tu mente, para asegurarme de no estar tratando con otro tonto bien intencionado. Si tienes buenas intenciones, eres un tonto y un peligro para la humanidad. En tal caso, te invitaré a cenar y te enviaré a otro planeta cuanto antes. La segunda prueba consiste en que resuelvas el enigma de este caballo. El único caballo de Pontoppidan. ¿Por qué está aquí el animal? ¿Qué deberíamos hacer con él? Si es comestible, ¿cómo hemos de cocinarlo? ¿Podemos venderlo a otro mundo, como tu planeta Mizzer, que parece valorar mucho los caballos? —Gracias, señor... —dijo Casher O'Neill. —Pero tío... —intervino Genevieve.

—Cállate, querida, y deja que el joven hable —la interrumpió el dictador.

—Sólo quería preguntarte para qué sirve un rubí verde —dijo Casher O'Neill—. Ni siquiera sabía que los había verdes.

—Se trata, joven, de una especialidad de Pontoppidan. Tenemos una geología basada en una química ultrapesada. Este planeta fue en un tiempo un fragmento de un planeta gigante que hizo explosión. El uso es simple. Con un rubí verde se puede fabricar un rayo láser que vaporizaría tu ciudad de Kaheer de un disparo. Aquí no tenemos armas ni creemos en ellas, así que no te daré un arma. Tendrás que viajar a otros mundos hasta hallar una nave y conseguir el instrumental para montar tu rubí verde, si es que accedo a dártelo. Pero habrás avanzado un paso en tu lucha contra el coronel Wedder.

—¡Gracias, gracias, honorabilísimo señor! —exclamó Casher O'Neill.

—Pero tío —objetó Genevieve—, no debiste escoger esas dos condiciones, pues yo sé las respuestas.

—¿Tienes algún medio para saberlo todo sobre él? —preguntó el dictador hereditario.

Bajo la crema lilácea de Genevieve asomó el rubor.

—Sé cuanto necesitamos saber.

—¿Cómo lo sabes, querida?

—Simplemente, lo sé —dijo Genevieve.

Su tío no hizo comentarios, pero sonrió con indulgencia, como si ya hubiera oído antes esta frase.

Ella pateó el suelo.

—Y también sé todo sobre el caballo. Todo.

—¿Lo has visto?

—No.

—¿Le has hablado?

—Los caballos no hablan, tío.

—La mayoría de las subpersonas hablan.

—El caballo no es una subpersona, tío. Es un animal no modificado de la Vieja Tierra. Nunca habló.

—Entonces, ¿qué sabes, querida? —dijo el tío afectuosamente, aunque con voz crispada de impaciencia.

—Lo filmé. Filmé toda la historia del caballo de Pontoppidan. Y además preparé el montaje. Iba a mostrártela esta mañana, pero tu personal hizo entrar a este joven.

Casher O'Neill pidió disculpas a Genevieve con la mirada.

Ella no se dio cuenta, pues observaba al tío. —Ya que has trabajado tanto, veamos lo que hiciste. —El dictador se volvió hacia sus ayudantes—. Traed sillas. Y bebidas. Ya sabéis qué bebo yo. La dama tomará té con limón. Té verdadero. ¿Bebes café, joven?

—¡Tienes café! —exclamó Casher O'Neill. En cuanto lo dijo, se sintió ridículo. Pontoppidan era un planeta rico de verdad.

En la cotización de bolsa de la mayoría de los mundos, el café equivalía a dos años—hombre por kilo. Aquí los tractores avanzaban aplastando gemas cuando iban a cargar los frecuentes navíos comerciales.

Los criados instalaron las sillas y trajeron bebidas. El dictador hereditario quedó un instante sumido en sus cavilaciones, como reflexionando acerca de la promesa que había hecho a Casher O'Neill. Incluso había murmurado al joven: «¿Nuestro trato sigue en pie? No importa lo que diga mi sobrina.» Casher había asentido enfáticamente. El viejo miró a los criados de mal humor, y no se relajó hasta que un hombre-tigre entró en el cuarto, llevando una bandeja con precisión acrobática. Las sillas pronto estuvieron dispuestas.

El tío ofreció asiento a su sobrina, como ordenándole que lo aceptara. Indicó a Casher O'Neill otra silla y él se sentó entre ambos.

—Apagad las luces —ordenó.

El cuarto quedó en penumbra.

Sin que nadie dijera nada, la gente se instaló detrás de las tres sillas principales y las subpersonas se encaramaron o sentaron en bancos y mesas detrás de las personas. Casi nadie hablaba. Casher O'Neill notó que Pontoppidan era un lugar bien organizado. Se preguntó si el dictador hereditario tendría muchas ocupaciones, ya que podía organizar tanta alharaca por un solo caballo. Quizá sus únicas tareas consistían en dar órdenes a la sobrina y supervisar a los robots que cargaban sacos de gemas en camiones, mientras las subpersonas pesaban, anotaban y extendían las facturas para los clientes.

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