Los señores de la instrumentalidad (120 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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2

No había pantalla; era una buena máquina.

El planeta Pontoppidan resplandecía aun sin atmósfera, claro indicio de las riquezas minerales que albergaba.

Aquí y allá se veían enormes cúpulas, semejantes a la que protegía el palacio.

La voz de Genevieve, aniñada e impulsiva pero didáctica, vibró mientras contaba la historia del planeta. Era como si hubiera preparado el filme no sólo para su tío sino también para visitantes de otros mundos.
¡Por Juana, de eso se trata!
, pensó "Casher O'Neill.
Si no cultivan alimentos excepto en los huertos hidropónicos, y no tienen Lugares para la Gente, tienen que comerciar: eso significa muchos, muchísimos visitantes.

La historia era interesante, pero la muchacha le parecía más interesante aún. Su cara brillaba bajo la luz fluctuante que las imágenes —que se elevaban a algo más de un metro del suelo— proyectaban en la habitación. Casher O'Neill pensó que nunca había visto a una mujer que combinara de modo tan especial la inteligencia y el encanto. Era una niña de pies a cabeza, pero también era lista, y le complacía saberlo. Era indicio de una vida feliz. La miró furtivamente, y en una ocasión notó que ella también lo escudriñaba de hito en hito. La penumbra permitió que la aparente coincidencia no resultara embarazosa para ninguno de los dos.

La cinta grabada había llegado a la historia de los
dipsies
, enormes hondonadas que atravesaban la superficie del planeta como tajos profundos. Algunos paisajes en color eran increíblemente espectaculares. Casher O'Neill, como «designado» de Mizzer, había tenido tiempo de sobra para examinar las partes no obscenas de las colecciones de su tío, y había visto imágenes de los mundos más notables.

Nunca había visto nada parecido a esto. Una imagen mostraba un poniente contra un peñasco de seis kilómetros de altura, de un material que parecía esmeralda maciza. El singular brillo del pequeño, penetrante y liláceo sol de Pontoppidan resbalaba como agua sobre el precipicio de gemas. Incluso la imagen reducida, de un metro por un metro, bastaba para quitar el aliento.

En el fondo del
dipsy
se alzaban columnas cilíndricas de vapor que parecían disolverse cuando alcanzaban dos o tres veces la altura de un hombre. La voz grabada de Genevieve explicaba que la tenue atmósfera de Pontoppidan no sería respirable hasta que transcurrieran 2.520 años, pues los colonos no deseaban malgastar recursos en el lujo de respirar el aire exterior cuando el planeta entero tenía sólo 60.000 habitantes; preferían salir con máscaras y emplear sus riquezas para otros propósitos. A fin de cuentas, disponían de cúpulas protectoras para sus ciudades, y algunas tenían muchos kilómetros de radio. Además de los habituales jardines hidropónicos, habían importado 7,2 hectáreas de suelo fértil de 5,5 centímetros de profundidad, junto con agua suficiente para que los jardines fueran ricos y fecundos. También habían traído gusanos, al precio de ocho quilates de diamante por gusano vivo, para mantener fértil y preparado el suelo de los jardines.

La voz grabada de Genevieve vibraba de orgullo al enumerar los logros de su pueblo, pero adquirió un tono de tristeza cuando volvió al tema de los
dipsies
: «... Y aunque nos gustaría vivir en ellos y desarrollar su atmósfera, no nos atrevemos. Hay mucho escape de radiactividad. Los géiseres mismos pueden contaminarse en menos de una hora. Así que nos conformamos con mirarlos. Ninguno de ellos ha sido colonizado jamás, excepto el Hippy Dipsy, de donde vino el caballo. Observad la siguiente imagen.»

La cámara se elevó desde la superficie del planeta. Antes había vagabundeado por entre montañas de diamantes y valles de turmalina. En aquel momento enfocaba la azul negrura del espacio interior. Una de las hondonadas mostraba (desde gran altura) la grotesca forma de las caderas y las piernas de una mujer, aunque lo que podría haber sido la parte superior del cuerpo se perdía en una confusión de cerros escabrosos que terminaban en una llanura brillante, casi iridiscente, hacia el norte.

—He ahí el Hippy Dipsy —dijo la Genevieve real, por encima de su propia voz grabada—. ¿Veis esa extensión azul? Es el único lago de Pontoppidan. Y ahora bajamos a la casa del ermitaño.

Casher O'Neill casi sintió vértigo cuando la cámara se despeñó desde el espacio orbital hasta las honduras de esa hondonada inmensa. Los bordes del cañón parecieron moverse como labios, abriéndose y plegándose para engullirlo.

De pronto estuvieron junto a un hermoso y pequeño lago.

En la orilla se levantaba una cabaña.

En la puerta había un hombre, sentado y muerto.

El cuerpo había permanecido allí mucho tiempo; ya estaba momificado.

La voz grabada de Genevieve explicó la imagen: «... Según las leyes y costumbres de Norstrilia, le dijeron que había llegado su hora. Le indicaron que fuera a la Casa de la Muerte, pues no debía vivir más. En Vieja Australia del Norte son tan ricos que todos pueden vivir tanto como deseen, salvo los ancianos que no resisten nuevos rejuvenecimientos, ni siquiera con
stroon
, o los que constituyen un estorbo para los vivos. En estos casos, los invitan a ir a la Casa de la Muerte, donde gritan y deliran de alegría durante días o semanas hasta que mueren de una sobrecarga de felicidad y excitación.» Se produjo un titubeo en la grabación. «Nunca supimos por qué ese hombre rehusó. Detuvo su nave frente a nuestro planeta y nos contó que había visto imágenes del Hippy Dipsy. Dijo que era el lugar más bello de todos los mundos y que deseaba construir allí una cabaña, para vivir con la única compañía de su amigo no humano. Pensamos que se trataba de una pequeña mascota. Cuando le advertimos que el Hippy Dipsy era muy peligroso, nos respondió que no le importaba, pues de todos modos era viejo y se estaba muriendo. Luego ofreció pagarnos doce veces nuestro ingreso planetario si le alquilábamos doce hectáreas en condiciones de absoluta intimidad. Sin fotos, ni sensores, ni ayuda, ni visitante. Únicamente soledad y paisaje. Se llamaba Perinö. Mi bisabuelo no le pidió nada más, excepto la escritura de transferencia de crédito. Cuando pagó, Perinö pidió que lo dejaran en paz aun después de muerto. Ni siquiera un cohete-ataúd para estar eternamente en órbita alrededor de Pontoppidan o iniciar un lento viaje a ninguna parte, como desea mucha gente. Así que ésta es nuestra primera foto del ermitaño. La tomamos cuando la luz se apagó en el Cuarto de Población y uno de los hombres-tigre nos dijo que estaba seguro de que una conciencia humana se había extinguido en el Hippy Dipsy.»

«Ni siquiera pensamos en la mascota. A fin de cuentas, nunca habíamos tomado una foto de ella. Veamos cómo salió de la cabaña de Perinö.»

Apareció un robot en una sala de control, gritando acalorado en la Vieja Lengua Común.

—¡Humanos, humanos! ¡Se requiere una decisión! Objeto móvil saliendo del Hippy Dipsy. Objeto tiene forma inadecuada. No es un objeto correcto. No debería subir pero sube. ¡Decidme, humanos, decidme! ¿Lo destruyo o no? Es un objeto incorrecto. Debería bajar, no subir. Sale del Hippy Dipsy.

Un chasquido interrumpió el parloteo del robot. Una mujer bien formada lo reemplazó. Por la índole de su tarea y su andar ágil, Casher O'Neill sospechó que era de origen gatuno, pero ningún otro detalle de sus vestimentas o sus modales revelaba que fuera una subpersona.

La mujer de la imagen conectó una pantalla.

Agitó las manos como un ciego avanzando a tientas en pleno día.

La imagen de la pantalla interior cobró resolución.

Apareció una cara.

¡Vaya cara!
, pensó Casher O'Neill, y oyó los murmullos de los demás en la sala de proyección.

¡El caballo!

Es como la
cara de gato recién nacido
, pensó Casher. Mizzer está lleno de gatos. Pero imagina esa cara con una boca enorme, dientes amarillos y grandes, una nariz inimaginable. Imagina unos ojos afables. En la imagen se agitaban con el esfuerzo, pero aun así no manifestaban hostilidad, salvo cuando se sentían observados. Eran ojos amigables y mansos. El animal tenía dos orejas ridículas y erguidas, y un mechón de pelo dorado entre ambas, en la coronilla.

Además la escena resultaba cómica. La mujer-gata estaba tan asombrada como los espectadores. Por suerte había activado el interruptor de emergencia, de modo que no sólo había visto el caballo, sino que había grabado sus propios movimientos mientras lo mostraba.

Genevieve susurró:

—Luego descubrimos que era un pony palomino. Es un caballo muy especial. Y Perinö lo había hecho inmortal, o casi.

Su tío chistó con fastidio.

La pantalla que había dentro de la imagen mostró a la mujer-gata agitando las manos. El panorama se ensanchó.

El caballo tenía cuatro manos y ninguna pata, o cuatro patas y ninguna mano, a gusto del espectador.

Trepaba trabajosamente por una angosta hendidura de rubíes que conducía al exterior de Hippy Dipsy. Resollaba. Las botellas de oxígeno que llevaba colgadas de los flancos se mecían con violencia. Debía de haber visto algo, quizá la imagen de la mujer-gata, porque dijo una palabra:


Jay-ay-ay-ay-jay-ay-ay!

La mujer-gata ordenó con voz clara:

—Di tu nombre, edad, especie y permiso para estar en este planeta.

Estaba claro que el caballo lo oyó, pues irguió las orejas. Pero respondió igual que antes:


Jay-ay-ay-ay-jay-ay-ay!

Casher O'Neill comprendió que estaba bajo la influencia de las imágenes y había visto al caballo como lo veían los habitantes de Pontoppidan. Pensándolo bien, el caballo no tenía nada de especial, según las pautas de los Doce Nilos o el Pequeño Mercado Equino de la ciudad de Kaheer. Era un viejo pony que ya no servía como semental y quizá tampoco como montura. El pelo dorado mostraba manchas blanquecinas; los dientes estaban gastados. El animal tenía mataduras y quemaduras. Sólo servía para ser sacrificado, despedazado y echado a los perros de carrera. Pero Casher no hizo comentarios. Todos estaban cautivados por la imagen.

—Tu nombre no es Jay-ay-ay-ay-jay-ay-ay —insistió la mujer-gato—. Identifícate adecuadamente. Primero el nombre.

El caballo le respondió con la misma palabra en voz más aguda.

Como olvidando que no sólo estaba grabando la pantalla de emergencia sino su propia imagen, la mujer-gato exclamó:

—¡Si no respondes llamaré a las personas verdaderas! Y te advierto que si las molestamos se pondrán de mal humor.

El caballo volvió los ojos y no dijo nada.

La mujer-gato apretó un botón de emergencia a un lado de la sala. La otra pantalla de comunicación que se encendió no quedaba visible, pero lo que la gata decía era claro.

—Quiero un ornitóptero. Uno grande. Emergencia.

Hubo un murmullo en la pantalla lateral.

—Para ir la Hippy Dipsy. Hay una subpersona allí, y se encuentra en un brete tal que se niega a hablar.

El caballo pareció comprender el sentido del mensaje, pues repitió:


Jay—ay—ay—ay—jay—ay—ay!

—¿Ves lo que hace? —le dijo la mujer-gata a la persona de la otra pantalla—. Sin lugar a dudas, se trata de una emergencia.

La voz de la otra pantalla sonó metálica y remota a causa de la doble grabación:

—¡Gata tonta! Nadie puede acceder a un
dipsy
con un ornitóptero. Di a tu necio amigo que regrese al fondo del
dipsy
y lo recogeremos con un cohete espacial.


Jay—ay—ay—ay—jay—ay—ay!
—repitió el caballo con impaciencia.

—No es mi amigo —intervino la mujer-gata con fastidio—. Acabo de descubrirlo hace un par de minutos. Está pidiendo ayuda. Cualquier idiota se daría cuenta, aunque no entienda su idioma.

La imagen se apagó.

La siguiente escena mostraba diminutas figuras humanas trabajando con reflectores en la cima de un alto peñasco. Aquí y allá, la luz de los reflectores alumbraba la ladera; el material facetado y translúcido del peñasco brillaba como una sucesión de ventanas espectrales cuyas luces se encendían y apagaban con el movimiento de los reflectores.

Abajo había un fulgor rojizo: del interior de la montaña salía fuego.

La cámara no podía obtener un primer plano del fulgor ni siquiera con las lentes telescópicas. En un flanco aparecía la figura del caballo, los cuatro brazos tendidos en ángulos imposibles mientras los hincaba con firmeza en la hendidura; al otro lado del fuego se veían figuras aún más diminutas de hombres que trajinaban preparando una especie de aparejo para llegar al caballo.

Por alguna razón relacionada con las técnicas de grabación, las voces se oían con nitidez, aun el denso y fatigado resuello del viejo caballo. De cuando en cuando pronunciaba una de esas palabras equinas que parecían constituir todo su vocabulario. Sin duda observaba a los hombres, y estaba convencido de que eran amigos. Sus ojos grandes, dóciles y amarillos giraban salvajemente bajo la luz del reflector. El caballo parecía tiritar cada vez que miraba hacia abajo.

Esto resultó muy comprensible para Casher O'Neill. El fondo del Hippy Dipsy no quedaba a la vista; el caballo, que sólo contaba con las grandes uñas de los dedos medios para trepar, se las había ingeniado para subir cuatro de los seis kilómetros de la ladera.

La voz de un hombre-tigre vibró claramente en medio de la cuadrilla de hombres, subpersonas y robots que trabajaban en la ladera.

—Es peligroso, pero no demasiado. Yo peso seiscientos kilos, y creo que nunca he tenido que usar todas mis fuerzas desde que era cachorro. Sé que puedo saltar a través del fuego y ayudarlo. Incluso puedo amarrarlo con una cuerda para que no se resbale y se caiga después de todo el trabajo que hemos hecho. Y el trabajo que
él
ha hecho —añadió sobriamente el hombre-tigre—. Quizá pueda cogerlo en brazos y traerlo de un salto. No será arriesgado si nos sujetáis a los dos con una cuerda. Nunca he visto una criatura menos prensil en mi vida. Esos dedos no son dedos. Parecen cajitas de hueso, diseñadas para correr y nada más.

Se oyeron murmullos y una orden del supervisor:

—Adelante.

El cámara enfocó al hombre-tigre en el centro del cuadro, mostrando la soga que le rodeaba la ancha cintura. El hombre-tigre era un tipo modificado a quien las autoridades no se habían molestado en dar plena forma humana. Tenía las orejas en la parte superior de la cabeza, pelambrera amarilla y negra en la cara, grandes incisivos sobre el labio inferior y enormes bigotes que sobresalían como antenas. Sin embargo, debía de estar totalmente modificado por dentro, pues su temperamento era calmo, afable y bien humorado; debían de haberle reconstruido la boca, pues pronunciaba el lenguaje humano con claridad y sin distorsiones.

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