Los señores de la instrumentalidad (124 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—¿Por qué? —preguntó Casher.

—Es mi deber —dijo el mayordomo robot— recomendarte este plato de alcachofas frescas. No estoy autorizado para tratar otros asuntos.

—Gracias —respondió Casher, esforzándose por mostrarse impávido.

Esa noche no ocurrió nada más, salvo que Meiklejohn estuvo levantado el tiempo suficiente para embriagarse de nuevo. Aunque invitó a Casher a beber con él, eludió el tema de la muchacha, salvo en un estallido imprevisto:

—Déjalo para mañana. Franco y sincero, justo y honesto, claro y directo, así soy yo. Yo mismo te llevaré a Beauregard. Verás qué fácil es. Un cuchillo, ¿eh? Un joven que ha viajado tanto como tú debería saber qué hacer con un cuchillo. Y una muchacha. No muy corpulenta. Un trabajo fácil. No lo pienses más. ¿Quieres zumo de manzana con tu
byegarr
?

Casher había tomado tres píldoras anti intoxicantes antes de ir a beber con el ex señor, pero aun así no pudo mantener su ritmo. Con gravedad, gracia y gratitud aceptó el zumo de manzana.

Los pequeños tornados arreciaban alrededor de la casa. El ebrio Meiklejohn, ahora embarcado en historias de viejas injusticias que había sufrido en otros mundos, no les prestaba atención. En medio de la noche, a las nueve y cincuenta, Casher despertó solo en la silla, muy rígido e incómodo. Los robots debían de tener instrucciones permanentes en cuanto al administrador, pues al parecer lo habían llevado a la cama.

Casher arrastró los pies hasta su cuarto, maldijo el estruendo y se durmió de nuevo.

4

El día siguiente transcurrió de forma muy distinta.

El administrador estaba tan sobrio, animado y encantador como si jamás en la vida hubiera probado el alcohol.

Ordenó a los robots que llamaran a Casher para que desayunara con él. Dijo, a modo de saludo:

—Apuesto a que anoche creíste que estaba borracho.

—Bien... —murmuró Casher.

—Fiebre planetaria. Eso era. Fiebre planetaria. Un buen trago impide que se desarrolle demasiado. Veamos. Ahora son las tres sesenta. ¿Puedes estar listo para marcharnos a las cuatro?

Casher miró su reloj, que tenía las convencionales veinticuatro horas.

El administrador reparó en su expresión y se disculpó.

—¡Lo lamento! ¡Ha sido culpa mía, culpa mía! Te conseguiré de inmediato un reloj métrico. Diez horas por día, cien minutos por hora. Aquí, en Henriada somos muy progresistas.

Dio unas palmadas y ordenó que llevaran un reloj de pulsera al cuarto de Casher, y que el robot de reparación ajustara el reloj a los ritmos corporales de Casher.

—A las cuatro, pues —dijo, levantándose jovialmente de la mesa—. Vístete para viajar por vehículo terrestre. Los criados te indicarán cómo.

Ya había un hombre esperando en el cuarto de Casher. Tenía aspecto de hindú rechoncho, un anciano sabio como los que mostraban los libros de arqueología. Se inclinó cordialmente y dijo:

—Me llamo Gosigo. Soy un sin-memoria, habitante de este planeta, pero hoy seré tu guía y chofer desde aquí hasta la mansión de Beauregard.

Los sin-memoria apenas estaban por encima de las subpersonas en jerarquía. Eran personas condenadas por diversos delitos mayores, a los cuales los tribunales de los mundos, o la Instrumentalidad, habían concedido la amnesia total en vez de la muerte o un castigo peor que la muerte, como el planeta Shayol.

Casher lo observó con curiosidad. El hombre no tenía el constante aire de desconcierto que Casher había notado en muchos sin-memoria.

Gosigo reparó en su asombro.

—Me encuentro bien, señor. Y soy lo bastante fuerte como para quebrarte la espalda si me ordenaran hacerlo.

——¿Quieres decir romperme la columna vertebral? ¡Qué acto tan hostil y desagradable! —exclamó Casher—. Aun así, creo que te mataría primero si lo intentaras. ¿De dónde has sacado semejante idea?

—El administrador siempre amenaza a la gente con que yo haré eso.

—¿Alguna vez le has roto la columna a alguien? —preguntó Casher, examinando a Gosigo y viéndolo con ojos nuevos. El hombre, aunque más bajo que Casher, era muy musculoso; como muchos hombres rechonchos, parecía muy agradable pero podía ser temible para un enemigo.

Gosigo sonrió fugazmente, casi con felicidad.

—Bien, no, no exactamente.

—¿Por qué no? ¿El administrador anula siempre sus propias órdenes? Creo que a veces está demasiado ebrio para recordarlas.

—No es eso... —dijo Gosigo.

—¿Por qué no, entonces?

—Tengo otras órdenes —explicó Gosigo con un titubeo—. Como las que he recibido hoy. Una orden del administrador, otra del vice administrador y otra de una fuente exterior.

—¿Quién es la fuente exterior?

—Ella me ha dicho que aún no lo revelara.

Casher se quedó boquiabierto.

—¿Te refieres a quien creo que te refieres?

Gosigo asintió muy despacio, señalando el conducto de aire como si allí pudiera haber un micrófono.

—¿Puedes decirme cuáles son tus órdenes?

—Oh, desde luego. El administrador me ha dicho que os conduzca a él y a ti a Beauregard, que os lleve a la puerta, que observe cómo apuñalas a la submuchacha, y que llame al segundo vehículo de superficie para que te rescate. El vice administrador me ha dicho que te lleve a Beauregard y te permita actuar a tu antojo, y que te traiga de regreso vía Ambiloxi si sales con vida de la casa del señor Murray.

—¿Y las otras órdenes?

—Que cierre la puerta cuando entres y que no piense más en ti en esta vida, porque serás muy feliz.

—¿Estás loco? —exclamó Casher.

—Soy un sin-memoria —dijo Gosigo con cierta dignidad—, no un demente.

—¿Qué órdenes obedecerás?

Gosigo le dirigió una cálida sonrisa.

—Creo que eso depende de ti, señor, y no de mí. ¿Parezco un hombre dispuesto a matarte?

—No —dijo Casher.

—¿Cómo crees que te veo yo? —continuó Gosigo con un ronroneo—. ¿Crees que te ayudaría si creyera que ibas a matar a una muchacha?

—¡Lo sabes! —exclamó Casher, palideciendo.

—¿Quién no? —dijo Gosigo—. Aquí, en Henriada, no hablamos de otra cosa. Permíteme ayudarte con esta ropa, para que al menos sobrevivas al viaje.

Le entregó a Casher unas hombreras protectoras y un casco acolchado. Casher se los puso con torpeza.

Gosigo lo ayudó.

Cuando Casher estuvo vestido, pensó que nunca se había puesto un atuendo tan complicado ni siquiera para salir al espacio.

El mundo de Henriada debía de ser muy desapacible si la gente necesitaba ese atuendo para un corto viaje.

Gosigo se había puesto ropas similares.

Miró a Casher afablemente, con una sonrisa arqueada, casi bien humorada.

—Mírame, honorable visitante. ¿Te recuerdo a alguien?

Casher lo miró atentamente, y luego dijo:

—No, no me recuerdas a nadie.

El hombre pareció abatido.

—Es un juego —dijo—. No puedo evitar tratar de averiguar quién soy. ¿Soy un Señor de la Instrumentalidad que traicionó su fe? ¿Soy un científico que corrompió el conocimiento en nombre de una maldad inimaginable? ¿Soy un dictador tan perverso que incluso la Instrumentalidad, que por lo general deja que las cosas sigan su curso, tuvo que intervenir para derrocarme? Heme aquí, saludable, listo, alerta. En este planeta que llamo Gosigo. Quizá soy un simple nativo de este planeta, que ha cometido un crimen local. Estoy condicionado. Si alguien me dijera mi verdadero nombre o me hablara de mi pasado, yo gritaría, perdería el conocimiento y olvidaría todo lo que se hubiera revelado en tal ocasión. Me han dicho que debo de haber escogido esto en vez de la muerte. Tal vez. La muerte a veces parece tentadora para un sin-memoria.

—¿Alguna vez has gritado y te has desmayado?

—Ni siquiera sé eso —dijo Gosigo—, de la misma forma que tú ignoras adonde irás hoy.

Casher se apiadó del desconcierto del hombre, y no quiso manifestar una curiosidad imprudente. Pero quiso saber más sobre el sin-memoria.

—¿Es doloroso ser un sin-memoria? —preguntó.

—No —dijo Gosigo—, no resulta más doloroso que ser como tú.

De pronto Gosigo fijó la mirada en Casher. Cambió la voz, que sonó más aguda. Se llevó las manos a la cara y jadeó entre las manos, como si nunca más fuera a hablar de nuevo.

—Pero... ¡Oh! El temor... el espantoso y siniestro temor de
ser yo...

Aún clavaba los ojos en Casher.

Calmándose al fin, apartó las manos de la cara, como obligándose a ello, y dijo con voz casi normal:

—¿Continuamos con nuestro viaje?

Gosigo salió al desnudo y lúgubre pasillo. Había corriente, aunque no se veía ninguna puerta ni ventana abierta. Bajaron por una majestuosa escalera, de peldaños muy anchos, a la planta baja del edificio. En alguna época debía de haber sido un salón de recepción. Ahora estaba lleno de coches.

Coches extraños.

Eran vehículos de superficie de un tipo que Casher nunca había conocido. Se parecían a los antiguos «tanques de combate» que Casher había visto en películas. También parecían submarinos cortos y feos. Tenían ruedas con pinchos, pero su característica más compleja era un conjunto de tirabuzones gigantescos unidos al coche mediante un aparato intrincado pero funcional, cuatro en cada flanco.

Como Casher había aterrizado en planoforma hasta el palacio, nunca había tenido ocasión de andar entre los tornados de Henriada.

El administrador esperaba, vestido con un mono donde lucía las insignias de su rango.

Casher lo saludó con una reverencia cortés. Echó una ojeada al elegante reloj métrico que Gosigo le había sujetado a la muñeca, fuera del mono. Eras las tres noventa y cinco.

—Cuando quieras, señor —dijo Casher a Rankin Meiklejohn.

—¡Obsérvalo! —susurró Gosigo, medio paso detrás de Casher.

—En marcha —indicó el administrador con voz trémula.

Casher, alerta y educado, permaneció inmóvil. ¿Esto se debía al peligro o a la necedad? ¿Era posible que el administrador estuviera ebrio otra vez?

Observó al administrador en silencio, esperando que el hombre entrara en el coche más cercano, que tenía la portezuela abierta.

El administrador no se movió. Empezó a empalidecer.

Habría una media docena de personas presentes. Los otros debían de haber presenciado antes el espectáculo, pues no parecían intrigados ni desconcertados. El administrador se puso a temblar. Casher lo percibía a pesar de la voluminosa vestimenta. Las manos del hombre temblaban.

—El cuchillo —dijo el administrador con voz aflautada y nerviosa—. ¿Lo has traído?

Casher asintió.

—Déjame verlo —exigió el administrador.

Casher se llevó la mano a la bota y desenvainó el bello y bien templado cuchillo. Antes de erguirse, sintió los gruesos y fuertes dedos de Gosigo en el hombro.

—Amo —dijo Gosigo a Meiklejohn—, di a tu visitante que guarde el arma. No está permitido que nadie muestre armas en tu presencia.

Casher intentó zafarse sin perder el equilibrio ni la dignidad. Descubrió que Gosigo también sabía karate. El sin-memoria resistió mientras ambos libraban una lucha inmóvil e invisible, Casher empujaba el hombro contra la fuerte mano de Gosigo.

El administrador puso fin al enfrentamiento.

—Guarda el cuchillo —dijo, con esa extraña voz.

El reloj daba casi las cuatro, pero nadie había entrado en el coche.

Gosigo habló de nuevo, y en ese instante el vice administrador, que estaba presente con ropas comunes de interior, soltó una risa desdeñosa.

—Amo, ¿no es hora de tomar «la del camino»?

—Claro, claro —murmuró el administrador. De nuevo empezó a respirar a ritmo normal.

—Bebe conmigo —invitó a Casher—, es una costumbre local.

Casher había vuelto a guardar el cuchillo en la bota. Cuando el cuchillo estuvo dentro, Gosigo le soltó el hombro; y Casher se encaró al administrador frotándose el hombro magullado.

No dijo nada, pero meneó la cabeza suavemente, indicando que no bebería.

Uno de los robots trajo al administrador una copa que al parecer contenía por lo menos un litro y medio de agua. El administrador dijo con mucha educación:

—¿Estás seguro de que no quieres?

A esa distancia, Casher olía el vaho que despedía el vaso.

Era
byegarr
puro, de por lo menos 160 grados. Negó con la cabeza de nuevo, firme pero amablemente.

El administrador levantó la copa.

Casher vio cómo el hombre movía los músculos de la garganta mientras tragaba el líquido. Oyó sus resuellos entre un trago y otro. El líquido blanco descendía en la gigantesca copa.

Al fin desapareció.

El administrador ladeó la cabeza y dijo con voz de cotorra:

—¡Bien! ¡Arre, arre!

—¿Qué quieres decir, señor? —preguntó Casher.

La cara del administrador brillaba de placer. Casher se sorprendió de que el hombre no estuviera muerto después de ese trago descomunal.

—Sólo quiero decir adiós. No... me... siento... bien.

Se desplomó, tieso como una torre de piedra. Uno de los criados, tal vez otro sin-memoria, lo aferró antes de que tocara el suelo.

—¿Siempre actúa así? —preguntó Casher al desdichado y desdeñoso vice administrador.

—Oh, no —respondió el vice administrador—. Sólo en estas ocasiones.

—¿Cuáles son «estas ocasiones»?

—Las ocasiones en que envía a un hombre armado contra la muchacha de Beauregard. Ninguno ha regresado. Tú tampoco volverás. Podrías haberte ido antes, pero ahora es demasiado tarde. Ve y trata de matarla. Si tienes éxito, te veré aquí a las cinco y veinticinco. Más aún, si regresas, trataré de despertar al administrador. Pero no volverás. Buena suerte. Supongo que la necesitarás. Buena suerte.

Casher le dio la mano sin quitarse los guantes. Gosigo ya había entrado en la máquina y estaba probando los motores eléctricos. Los grandes tirabuzones bajaron, pero Gosigo los orientó hacia arriba antes de que tocaran el suelo.

Todos buscaron refugio mientras Casher entraba en la máquina, aunque no había ningún peligro a la vista. Dos criados humanos arrastraron al administrador escalera arriba, seguidos por el vice administrador.

—Cinturón de seguridad —indicó Gosigo.

Casher lo encontró y se sujetó.

—Correa para la cabeza —dijo Gosigo.

Casher lo miró desconcertado. Nunca había oído hablar de correas para la cabeza.

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