Los señores de la instrumentalidad (131 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Atravesaron la puerta. T'ruth se detuvo de pronto.

—Se me ha olvidado algo. Nunca me pasa, pero ésta es la primera vez que dejo entrar a alguien. Fuiste muy bueno con él. Hablará de ti durante miles de años. Mucho, mucho después de que hayas muerto —añadió innecesariamente.

Casher observó atentamente para ver si la frase ocultaba desdén o desprecio. Sólo descubrió esa solemnidad de niña, esa devoción de mujer hacia una rutina doméstica establecida.

—Date la vuelta —ordenó ella perentoriamente.

—¿Por qué? —preguntó Casher—. Me has confiado todos los demás secretos.

—A él no le gustaría que vieras esto.

—¿Ver qué?

—Lo que voy a hacer. Cuando yo era la ciudadana Agatha, o cuando parecía ser ella, descubrí que los hombres son muy quisquillosos para ciertas cosas. Esta es una de ellas.

Casher obedeció y se quedó mirando la puerta.

Un nuevo aroma saturó la habitación, un perfume fuerte y silvestre, como una pomada de geranios. Oyó que T'ruth resollaba mientras trabajaba junto al durmiente.

—Ahora puedes mirar —dijo T'ruth.

Estaba guardando un tubo de crema, irguiéndose para ponerlo en una repisa de mosaicos.

Casher miró el cuerpo de Madigan. Aún dormía, aún respiraba ligera y lentamente.

—¿Qué le has hecho?

—No seas curioso.

Casher farfulló algo.

—No puedes evitarlo —dijo T'ruth—. A la gente le gusta saber las cosas.

—Supongo que sí —dijo Casher, sonrojándose ante la acusación.

—Le di su ración de diversión. Él nunca lo recuerda cuando despierta, pero el cardiógrafo a veces4ndica un aumento de la actividad. Esta vez no ocurrió nada/Eso fue idea mía. Leí libros y decidí que sería beneficioso para su tono corporal. A veces duerme un año entero, pero por lo general despierta varias veces al mes.

Siguió de largo, casi se separó del suelo al colgarse de las grandes palancas de la puerta principal.

Le indicó a Casher que saliera. Él se agachó y cruzó la puerta.

—Date la vuelta otra vez —dijo T'ruth—. Voy a mover los controles, pero están programados para provocar un fuerte dolor de cabeza en los curiosos, para que olviden la combinación. Incluso los robots. Yo soy la única persona que puede manejar estas puertas.

Él oyó el movimiento de los controles, pero no miró.

—Soy la única, la única —murmuró T'ruth con voz jadeante.

—¿La única para qué? —preguntó Casher.

—Para amar a mí amo, para cuidarlo, para mantener su planeta, para cuidar su clima. Pero ¿no es hermoso? ¿No te parece sabio? ¿Su sonrisa no te conquista el corazón?

Casher pensó en ese viejo caduco con pantalones amarillos. Optó por callar.

—Es mi padre, mi esposo, mi hijo, mi amo, mi dueño —canturreó jovialmente T'ruth—. ¡Piensa en eso, Casher, es mi dueño! ¿No le consideras afortunado al tenerme? ¿Y no soy afortunada al pertenecerle?

—Pero ¿por qué? —preguntó Casher, irritado, sintiendo que su amor por esa notable muchacha nacía y moría a cada instante.

—¡Por la vida! —exclamó ella—. En cualquier forma, en cualquier modo. Duraré noventa mil años y él dormirá, despertará, soñará y se dormirá de nuevo, durante la mayor parte de ese tiempo.

—¿Para qué servirá? —insistió Casher.

—¿Servir? ¿Para qué sirvió el pequeño huevo de tortuga cuyas cadenas de memoria modificaron hasta el nivel molecular? ¿Para qué sirvió convertirme en subpersona, de tal modo que incluso tú me amas y dejas de amarme? ¿Para qué sirvió mi humilde persona, cuando encontró a mi amo por primera vez, cuando fui creada para amarlo? Yo tengo la respuesta, humano: sirve para el amor.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que sirve para el amor. El amor es la única finalidad de las cosas. Amor por una parte, muerte por la otra. Si eres tan fuerte como para usar un arma verdadera, te puedo dar una que pondrá todo Mizzer en tus manos. El crucero y el láser se convertirán en meros juguetes contra el arma del amor. No puedes luchar contra el amor. No puedes luchar contra mí.

Habían atravesado un pasillo donde antiguos cuadros colgaban de las paredes, lujos olvidados que siglos de negligencia habían dejado intactos.

La brillante luz amarilla de Henriada se derramaba por una puerta abierta a la derecha.

Alguien cantaba en el cuarto, tocando un instrumento de cuerdas. Luego Casher descubrió que era una estrofa de la
Canción de Henriada
, la cual decía:

No lleves tu nave a laguna Fragor;

desde el norte rueda la gran ola.

Henriada se disolvió en vapor,

mas Ambiloxi es tumba salvadora.

Entraron en el cuarto.

Un caballero se levantó para saludarlos.

Era el gran capitán de viaje John Joy Tree. La cara rubicunda sonreía, y los ojos brillantes y azules centellearon con orgullo cuando el capitán saludó a su anfitriona. De pronto vio a Casher O'Neill.

El efecto fue instantáneo y maligno.

John Joy Tree apartó la vista de ambos. La frase que iba a decir se le congeló en la garganta.

—Hay sangre por doquier —murmuró con voz distante y turbada—. Aquí hay un hombre de sangre. Excusadme. Me estoy mareando.

Salió deprisa por la puerta por donde ellos habían entrado.

—Has pasado una prueba —dijo T'ruth—. Al ayudar a mi amo has resuelto el problema del honorable capitán John Joy Tree. No se acercará a la sala de control si cree que estás allí.

—¿Me tienes reservadas más pruebas? ¿Aún más? Ya me conoces lo suficiente, no necesitas más pruebas.

—Yo no soy una persona, sino una mera copia. Me estoy preparando para darte un arma. Ésta es una sala de comunicaciones, además de un auditorio de música. ¿Quieres comer o beber algo?

—Sólo agua.

—Ahí tienes —señaló T'ruth.

Sobre la mesa había una jarra de cristal de roca que Casher no había visto. ¿Acaso ella la había entrado en la sala mediante uno de los trucos de la hechicera, la temible Agatha? No importaba. Casher bebió. Se avecinaban problemas.

12

T'ruth había abierto la puerta de un bruñido panel. Había un aparato de comunicaciones similar a los que montaban en las naves de planoforma junto al piloto. Su alquiler era tan alto que cualquier gobierno planetario debía replantear el presupuesto anual si quería tener uno.

—¿Eso es tuyo? —exclamó Casher.

—¿Por qué no? —dijo la dama-niña—. Tengo cuatro o cinco.

—¡Pero eres rica!

—Yo no. Mi amo es rico. Yo pertenezco a mi amo.

—Pero él no puede manejar estas cosas. ¿Cómo se las arregla?

—¿Te refieres al dinero y demás? —T'ruth reveló su parte de niña: se mostrada complacida, feliz, traviesa—. Yo me encargo de ello. Él era el hombre más rico de Henriada cuando yo vine aquí. Tenía créditos de
stroon.
Ahora es cuarenta veces más rico.

—¡Es un Rod McBan! —exclamó Casher.

—En absoluto. El señor McBan tenía mucho más dinero que nosotros. Pero él es rico. ¿Adonde crees que fue toda la gente de Henriada?

—No lo sé —dijo Casher.

—A cuatro planetas nuevos. Pertenecen a mi amo, y él cobra a los nuevos colonos un pequeño alquiler.

—¿Tú los compraste? —preguntó Casher.

—En nombre de mi amo. —T'ruth sonrió—. ¿No has oído hablar de la bolsa planetaria?

—¡Pero ése es un negocio de jugadores...!

—Yo jugué... y gané. Ahora cállate y observa.

T'ruth apretó un botón.

—Mensaje instantáneo.

—Mensaje instantáneo —repitió la máquina—. ¿Prioridad?

—Noticia de guerra, doble A uno, sanción subespacial.

—Confirmado —dijo la máquina.

—El planeta Mizzer. Ahora. Información sobre guerra y paz. ¿Terminarán pronto las luchas?

La máquina cloqueó.

Casher, que sabía cuánto costaban esas comunicaciones, creyó ver un borbotón de dinero desangrando el presupuesto de Henriada mientras las máquinas sondeaban la galaxia, encontraban Mizzer y traían la respuesta.

—Escaramuzas. Séptimo Nilo. Terminarán dentro de tres días locales.

—Fin de mensaje —dijo T'ruth.

La máquina se apagó.

T'ruth se volvió hacia Casher.

—Pronto irás a casa, Casher, si pasas algunas pruebas.

El la miró asombrado.

—Necesito mis armas, el crucero y el láser —barbotó.

—Tendrás armas. Armas mejores que ésas. Ahora quiero que vayas a la puerta. Cuando la hayas abierto, no permitirás que nadie entre. Después la cierras y regresas aquí, querido Casher. Si todavía estás vivo, tendré otras tareas para ti.

Casher se volvió desconcertado. Ni siquiera pensaba en contradecirla. Podía terminar convertido en un sin-memoria, como la criada Eunice o el sirviente Gosigo.

Caminó por el pasillo. No encontró a nadie salvo unos tímidos robots de limpieza, que inclinaron la cabeza cortésmente al verlo pasar.

Encontró la puerta delantera. Se detuvo. Por fuera parecía de madera, pero en realidad era una puerta construida por los dáimonos, de material casi indestructible. No había indicios de llaves, botones ni controles. Actuando como en sueños, apostó por que la puerta estuviera sintonizada para él. Apoyó la palma derecha en el lado izquierdo.

La puerta cedió.

Meiklejohn estaba allí. Gosigo sostenía al administrador. Debía de haber sido un viaje muy duro. El administrador tenía la cara magullada. Le goteaba sangre por la comisura de la boca.

Fijó la mirada en Casher.

—Estás vivo. Ella te ha atrapado, ¿verdad?

—¿Qué se te ofrece? —preguntó Casher formalmente.

—He venido a verla —dijo el administrador.

—¿Ver a quién?

El administrador se sostenía en los brazos de Gosigo. A su manera era un hombre muy valiente. Los ojos brillaban atentos, aunque el cuerpo se derrumbaba.

—A ver a T'ruth, si ella me recibe —dijo Rankin Meiklejohn.

—Ella no puede verte ahora. ¡Gosigo!

El sin-memoria se volvió hacia Casher y se inclinó.

—Me olvidarás —ordenó Casher—. No me has visto.

—No te he visto, honorable señor. Da mis saludos a tu dama. ¿Algo más?

—Sí. Lleva a tu amo a casa, tan rápido como puedas.

—¡Honorable señor! —exclamó Gosigo, aunque el título no era apropiado para Casher. Él se volvió—. Honorable señor, dile que aumente en unos kilómetros el alcance de las máquinas climáticas y podré llevarlo de vuelta en diez minutos. A máxima velocidad.

—Se lo diré —dijo Casher—, pero no puedo prometer que lo haga.

—Desde luego —admitió Gosigo. Levantó al administrador y lo puso en el vehículo de superficie. Rankin Meiklejohn se quejó como un hombre dolorido. Parecía gemir, con voz deslizante:
«Murray Madigan.»
Nadie lo oyó salvo Gosigo y Casher: Gosigo ya cerraba el vehículo y Casher entornaba la puerta.

La cerradura emitió un chasquido.

Reinó el silencio.

El único indicio de que se había abierto la puerta era el tufo dulzón y salado de las algas, que había alterado el musgoso e inmutable perfume de la casona.

Casher regresó enseguida con el mensaje sobre las máquinas climáticas.

T'ruth recibió el encargo con gravedad. Sin mirar la consola, extendió la mano derecha y pulsó unos botones sin apartar los ojos de Casher. La máquina soltó un chasquido aprobatorio. T'ruth suspiró.

—Gracias, Casher. Ahora la Instrumentalidad y el sin-memoria se han ido.

Lo miró fijamente, con inquisitiva tristeza. El quería abrazarla, estrecharla, cubrirle la cara de besos. Pero no se movió. Permaneció quieto. Ésta no era la afectuosa niña-tortuga; era la verdadera dueña de Henriada, la Hechicera de Gonfalón, que para él sólo había sido en el pasado una extravagante y melódica gran ópera.

—Creo que me estás viendo, Casher. Es difícil ver a la gente, aunque la mires todos los días. Creo que también puedo verte, Casher. Ha llegado la hora de que ambos hagamos lo que debemos hacer.

—¿Lo que debemos hacer? —susurró Casher, esperanzado.

—Para mí, mi trabajo en Henriada. Para ti, tu destino en tu mundo natal, Mizzer. Eso es la vida, ¿verdad? Llevar a cabo tu misión. Somos afortunados si averiguamos cuál es. Estás preparado, Casher. Voy a darte armas frente a las cuales las bombas, los cruceros y los láseres no valen nada.

—¡Por la Campana, niña! ¿No puedes decirme cuáles son esas armas?

T'ruth, con su túnica inocentemente reveladora, estaba envuelta en la amarillenta luz de la vieja sala de música, que la envolvía como una aureola.

—Sí —dijo—. Ahora puedo revelarlo: yo.

—¿Tú?

Casher sintió una violenta atracción erótica hacia esa niña inocentemente voluptuosa. Recordó su afán de cubrirla de besos, de estrecharla, de agotarla con toda la excitación que su virilidad podía despertar en ambos.

Fijó la mirada en la niña.

Ella permaneció inmóvil.

Algo andaba mal.

Él la conseguiría, pero tendría algo muy distinto de la diversión o el retozo, algo que quizá no le gustara.

Casher habló al fin, desconcertado por sus propios pensamientos:

—¿Significa que vas a darme tu propia persona? No parece muy romántico, por el tono en que lo has dicho.

La niña se le acercó, levantando la mano para tocarle la frente.

—No me poseerás para la aventura de una noche, y si lo hicieras lo lamentarías. Soy propiedad de mi amo y de ningún otro hombre. Pero puedo hacer contigo algo que no he hecho con nadie. Puedo imprimirme en ti. Los técnicos ya están en camino. Serás la niña-tortuga. Serás la ciudadana Agatha Madigan, la Hechicera de Gonfalón. Serás muchas otras personas. Y también tú mismo. Entonces vencerás. Los accidentes podrán matarte, Casher, pero nadie podrá asesinarte a propósito. Porque serás yo. ¡Pobre hombre! ¿Sabes a lo que vas a renunciar?

—¿A qué? —graznó Casher, intimidado. Se había enfrentado a peligros, pero el riesgo nunca lo había acechado desde dentro.

—Nunca más temerás a la muerte, Casher. Tendrás que vivir minuto a minuto, segundo a segundo, sin la coartada de que vas a morir de todos modos. Sabrás que eso no es nada especial.

El asintió, captando las palabras pero no el significado.

—Soy una niña, Casher...

Él la miró abriendo los ojos. Era una niña, una niña bella y maravillosa. Pero era algo más. Era la dueña de Henriada. Era la primera subpersona que conseguía superar a la humanidad. ¡Pensar que él había querido abrazar ese cuerpecito! El cuerpo era dulce, sí, pero el poder que albergaba era la materia de que están construidos los imperios y la religión.

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