Los señores de la instrumentalidad (130 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—La dama me dijo que podías marcharte.

—Pero ¿a quién usarás para tus sueños de sangre si me dejas ir? —dijo John Joy Tree, tranquilo, triste y lógico.

—No lo sé. Sigo mi destino. Vete, si no quieres que mis manos de hierro te aplasten.

John Joy Tree salió del cuarto, derrotado.

Sólo entonces el exhausto Casher se permitió aferrar una cortina para sostenerse y examinar la sala.

La atmósfera maligna se había esfumado.

Madigan, a pesar de su avanzada edad, había trabado todos los controles en punto muerto.

Se acercó a Casher y habló.

—Gracias. Ella no te ha inventado. Ella te descubrió y te ha puesto a mi servicio.

—La niña, sí —escupió Casher.


Mi
niña —corrigió Madigan.

—Tu niña —admitió Casher, recordando el ligero cuerpo femenino, los pechos nacientes, los labios sensibles, los ojos tiernos.

—Ella no pudo inventarte con el pensamiento, pues es sólo la reencarnación de mi difunta esposa. La ciudadana Agatha pudo hacerlo, pero no T'ruth.

Casher observó al hombre. El anfitrión llevaba los pantalones de un pijama amarillo muy barato y una bata lavable a rayas que una vez había sido a rayas rojas, moradas y blancas. Ahora estaba descolorida como el dueño. Casher también distinguió las implantaciones quirúrgicas de plástico blanco y limpio en los brazos: allí se conectaban máquinas y tuberías para mantenerlo con vida.

—Duermo mucho —dijo Murray Madigan—, pero todavía soy el amo de Beauregard. Te estoy agradecido.

Le tendió una mano frágil, mustia, reseca, sin fuerzas.

—Di a T'ruth que te recompense —susurró la vieja voz—. Puedes llevarte cualquier cosa de mi finca, incluso cualquier cosa de Henriada. Ella lo administra todo en mi nombre. —Los viejos ojos azules se abrieron aún más y Murray Madigan se convirtió por un instante en el hombre que había sido cientos de años atrás: un mercader norstriliano, agudo, astuto, sabio y afable. Añadió enfáticamente—: Goza de su compañía. Es una buena niña. Pero no la poseas. No intentes poseerla.

—¿Por qué no? —dijo Casher, sorprendido de su propia llaneza.

—Porque si lo haces, ella morirá. Es mía. Está impresa para mí. Yo ordené hacerla y es mía. Sin mí, moriría en pocos días. No la poseas.

El viejo salió del cuarto por una puerta secreta. Casher salió por donde había entrado. No volvió a ver a Madigan durante dos días, y para entonces el viejo había vuelto a su sueño cataléptico.

11

Dos días después T'ruth llevó a Casher a visitar al durmiente Madigan.

—No podéis entrar allí —anunció Eunice con voz alarmada—.
Nadie
entra allí. Es el cuarto del amo.

—Llevaré a Casher adentro —declaró T'ruth con serenidad.

Había corrido una cortina de tela dorada y hacía girar las llaves de combinación de una puerta de acero macizo, empotrada en material dáimono.

La criada siguió protestando.

—¡Pero ni siquiera tú, amita, puedes llevarlo allí!

—¿Quién dice que no? —replicó tranquilamente T'ruth.

La situación era abrumadora para Eunice.

—Si quieres llevarlo, adelante —musitó—. Pero nunca se ha hecho algo parecido.

—Claro que no, Eunice, no se ha hecho hasta ahora. Pero Casher O'Neill ya conoce al señor y propietario. Ha luchado por el señor y propietario. ¿Crees que llevaría a un huésped cualquiera a mirar al amo?

—Oh, no, desde luego —dijo Eunice.

—Entonces vete, mujer —aconsejó la dama-niña—. No querrás ver cómo abro esta puerta, ¿verdad?

—Oh, no —gritó Eunice, y se alejó tapándose las orejas con las manos, como si así pudiera borrar la imagen de la puerta.

Cuando la criada se fue, T'ruth apoyó todo su peso contra el picaporte de la maciza puerta. Casher esperaba el tufo mohoso de una tumba o el olor aséptico de un hospital; se sorprendió cuando la puerta descomunal y misteriosa exhaló un aire fresco y la tibia luz solar. La abertura era tan estrecha y baja que Casher tuvo que entrar de lado para seguir a T'ruth.

El cuarto del amo era enorme. Las ventanas irradiaban una perpetua luz solar. El paisaje exterior debía de ser el de Henriada en sus buenos tiempos, cuando Mottile era una zona de recreo para millones de despreocupados turistas, y Ambiloxi un puerto que alimentaba a muchos mundos de la galaxia. No había indicios de las feas y serpenteantes tormentas que ahora asolaban Henriada. Todo era armonía, orden, pulcritud, el triunfo del hombre, como si Poussin lo hubiera pintado.

El cuarto en sí, como los demás salones de Beauregard, era de una exuberancia neobarroca donde el arquitecto, que también estaba medio loco, había plasmado con frenesí sus fantasías en acero, plástico, yeso, madera y piedra. El cielo raso no era plano, sino abovedado. Los cuatro rincones del cuarto formaban nichos profundos que convertían la habitación en un octógono. Un detalle atentaba contra la belleza y la elegancia del cuarto: habían arrinconado los muebles a un lado. Sofás, sillones tapizados, mesas de mármol y repisas con quincalla estaban amontonados a la izquierda, mientras que el lado derecho de la habitación —frente a la ventana panorámica con el paisaje ilusorio— estaba equipado como un quirófano, con una mesa de operaciones, elevadores hidráulicos, botellas de líquidos de color claro que colgaban de soportes de cromo y dos grandes artefactos que (Casher dedujo después) debían de ser máquinas cardíacas, pulmonares y renales. Los nichos, por su parte, eran aún más extravagantes. Uno era una arcaica sala mortuoria con un inmenso ataúd envuelto en terciopelo negro, apoyado en una gran tarima de teca. El siguiente representaba la cabina de control de una antigua nave espacial, con palancas, interruptores y controles a la vista —los medidores indicaban la situación galácticamente estable de ese mismo lugar, y para ello tenían que girar con fuerza— así como un asiento de piloto con cascos, correas y amortiguadores. El tercer nicho era un dormitorio simple, decorado a la antigua, con paredes color azul Wedgewood y cortinas, colchas y tapizado de profundo color vino, lo cual establecía un agudo pero tolerable contraste. El cuarto nicho copiaba una fortaleza, y quizá fuera una fortaleza: la puerta era maciza y las paredes parecían ser de material dáimono, indestructible. Había cajas de emergencia con agua y alimentos apilados contra las paredes. Armas engrasadas y cuidadas descansaban en sus soportes, junto con tres diversos calibres de puntas de alambre, cada cual con una batería nueva.

Los nichos no albergaban a nadie.

El cuarto estaba desierto.

El señor y propietario Murray Madigan yacía desnudo en la mesa de operaciones. Dos o tres cables se conectaban con medidores adheridos al cuerpo. Casher creyó percibir un débil movimiento en el pecho del cataléptico, que respiraba a un décimo del ritmo normal.

T'ruth, la dama-niña, sentía cierto embarazo.

—Lo reviso cuatro o cinco veces al día. Nunca dejo entrar a nadie, pero tú eres especial, Casher. El habló contigo y luchó junto a ti, sabe que te debe la vida. Eres la primera persona humana que ha entrado en este cuarto.

—Apuesto a que el administrador de Henriada, el honorable Rankin Meiklejohn, renunciaría al «honorable» por sólo entrar aquí y echar un vistazo. Él se pregunta qué hace Madigan cuando Madigan no hace nada...

—No es que no haga nada —protestó T'ruth—. Está durmiendo. No todo el mundo puede dormir cuarenta, cincuenta o sesenta mil años y despertar unas pocas veces al mes, tan sólo para ver cómo andan las cosas.

Casher iba a silbar pero se contuvo, como temiendo despertar al viejo desnudo e inconsciente.

—Por eso te escogió a ti.

T'ruth lo corrigió mientras se lavaba las manos en una tina.

—Por eso ordenó hacerme. Tortuga, trescientos años. Multiplicó mis perspectivas de vida con intensos tratamientos de
stroon
, trescientas veces. Noventa mil años. Luego me condicionó para amarlo y adorarlo. No sólo es mi amo, sino mi dios.

—¿Tu qué?

—Ya has oído. No te enfades. No voy a darte recuerdos ilegales. Yo lo adoro. Me condicionaron para ello cuando mis ojillos de tortuga se abrieron y me pusieron en el tanque para ampliarme el cerebro y convertirme en mujer. Por eso me imprimieron en el cerebro todos los recuerdos de la ciudadana Agatha Madigan. Soy lo que él deseaba. Soy el ser más querido del universo. Ninguna esposa, novia ni madre es tan querida como yo, cada vez que él despierta y sabe que todavía estoy aquí. Tú eres un hombre listo. ¿Confiarías en una máquina durante noventa mil años?

—Sería difícil conseguir baterías de monitores que pudieran repararla durante un período de tiempo tan largo. Pero eso significa que vivirás así noventa mil años. Cuatro o cinco veces al día. Ni siquiera puedo imaginar la cifra resultante. ¿Nunca te cansas?

—Él es mi amor, mi alegría, mi pequeñín —entonó ella, mientras levantaba los párpados de Madigan y le ponía gotas incoloras en cada ojo. Distraídamente explicó—: Con este metabolismo lento, siempre se corre el peligro de que los párpados se le peguen a los ojos. Esto forma parte del chequeo.

Ladeó la cabeza del durmiente, le examinó los ojos. Luego se alejó unos pasos y observó el monitor de una máquina ronroneante. Se oyó un estampido. Casher casi desenfundó el arma que no tenía.

La niña se volvió hacia él con una sonrisa picara.

—Lo lamento, debí advertirte. Ésta es mi maquina de ruidos. Observo el encefalógrafo para comprobar si su cerebro recibe datos auditivos. Reaccionó ante el ruido. Está profundamente dormido, pero no se hunde en la muerte.

Volvió a la mesa y levantó la barbilla de Madigan para inclinarle la cabeza. Sosteniéndole la frente, cogió un depresor, le abrió la boca con los dedos, estiró la lengua y examinó la garganta.

—Aquí no hay acumulación —dijo para sí misma.

Reacomodó la cabeza. Parecía a punto de iniciar nuevas maniobras cuando se le ocurrió una idea.

—Lávate las manos en la tina. Luego conecta el temporizador y pon las manos bajo el esterilizador hasta que el temporizador lo apague. Puedes ayudarme a darle la vuelta. Aquí no tengo ayuda. Tú eres el primer visitante.

Casher obedeció. Mientras se lavaba, vio que la niña se untaba las manos con una crema con aroma floral. T'ruth se puso a masajear el cuerpo inconsciente con pericia profesional, incluso con cierta rudeza. Mientras ponía las manos bajo el secador-esterilizador, Casher se maravilló ante la fuerza de esos brazos infantiles y esas manitas. Acariciaban, frotaban, sobaban, apretaban, estiraban y fregaban sin descanso el viejo cuerpo. El durmiente no parecía notarlo, pero a Casher le pareció advertir una mejora en el color de la piel y el tono muscular.

Regresó a la mesa y se plantó frente a T'ruth.

Un enorme pavo real se paseaba por el parque imaginario que se veía por la ventana. La cola del ave resplandecía en un paroxismo de colores.

T'ruth también miró el pavo real.

—Oh, también programo eso. A él le gusta verlo cuando despierta. ¿No crees que fue inteligente de su parte, antes de entrar en catalepsia, hacerme crear para amarlo y cuidarlo? Constituye una ventaja que yo sea mujer. No puedo amar a nadie más que a él, y para mí es fácil recordar que es el hombre que amo. Es más seguro para él. Un hombre se aburriría con estas responsabilidades. Yo no.

—Aun así...

—Calla, espera un poco. Esto requiere atención. —Los fuertes deditos de T'ruth se hundieron en el abdomen del viejo desnudo. T'ruth cerró los ojos para concentrarse en el acto de percepción táctil. Apartó las manos y se irguió—. Todo listo —dijo—. Tengo que averiguar qué le ocurre por dentro. Pero no me atrevo a usar los rayos X. Piensa en la radiación que acumularía en cien años. Defeca dos veces al mes cuando duerme. Tengo que prepararme para eso. También tengo que vaciarle la vejiga una vez por semana, de lo contrario se intoxicaría con sus desechos corporales. Ayúdame a darle la vuelta. Pero ten cuidado con los cables. Son monitores de control. Indican los procesos fisiológicos y me comunican si algo anda mal. Entre tanto suministran los impulsos neurofísicos que hagan falta si alguna parte del sistema nervioso autónomo llega a fallar o deja de funcionar.

—¿Ha ocurrido alguna vez?

—Nunca, no todavía. Pero estoy preparada. Cuidado con ese cable. Lo estás moviendo demasiado aprisa. Eso es, ya está. Puedes apartarte mientras le doy masaje en la espalda.

Reanudó su trabajo de masajista. Empezando por los músculos que unían el cráneo al cuello, fue bajando por el cuerpo, vertiéndose ungüento en las manos de vez en cuando. Al llegar a las piernas, frotó con más fuerza. Levantó los pies, dobló las rodillas, abofeteó las pantorrillas.

Luego se calzó un guante de goma, hundió la mano en un recipiente que se abría automáticamente. La mano de T'ruth estaba grasienta cuando la sacó. Le hundió los dedos en el recto, sondeando, palpando, tanteando, el ceño fruncido.

Con expresión más distendida, arrojó el guante de goma a un cubo de desperdicios y frotó al durmiente con una suave toalla de lino, que también terminó en la basura.

—Está bien. No tendrá problemas durante dos horas. Luego tendré que darle un poco de azúcar. Ahora sólo recibe una solución salina.

T'ruth miró a Casher. El violento ejercicio le había iluminado las mejillas con un fulgor tenue, pero aún parecía una dama-niña: la niña, irrecuperablemente distante, resguardada del embrollado mundo de los adultos por su propia sabiduría; la dama, dueña de su propio hogar, sus fincas, su planeta, sirviendo a su amo con un amor y un celo casi inmortales.

—Iba a preguntarte... —dijo Casher, y se interrumpió.

—¿Qué?

—Iba a preguntarte —repitió Casher con esfuerzo—, ¿qué te ocurrirá cuando él muera? Ya sea en el momento señalado o tal vez antes. ¿Qué pasará contigo?

—Eso no me importa —canturreó T'ruth, y su franca sonrisa revelaba que era sincera—. Soy suya. Le pertenezco. Para eso existo. Tal vez me hayan programado algo en caso de que muera. O tal vez se hayan olvidado. Lo que importa es su vida, no la mía. Tendrá cada hora de vida que yo pueda proporcionarle. ¿No opinas que hago un buen trabajo?

—Un buen trabajo, sí. Aunque algo extraño.

—Podemos irnos —dijo T'ruth.

—¿Para qué sirven esos nichos?

—Oh, son sus mundos ilusorios. Escoge uno de ellos para dormirse: el ataúd, el fuerte, la nave o el dormitorio. No importa cuál. Siempre lo alzo con el elevador y lo pongo de nuevo en la mesa, donde las máquinas y yo podemos cuidarlo. No le molesta despertar en la mesa. Por lo general no recuerda en qué habitación se iluminó. Ahora podemos irnos.

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