Los señores de la instrumentalidad (149 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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El viejo se animó cuando vio que trabajábamos en serio.

—Denme un par de auriculares, déjenme hablar y graben. Yo trataré de reproducir lo que dice. No será la voz de mi hermano. Ustedes oirán mi voz. ¿Entienden?

Encendimos el aparato.

Él dictaba, con el auricular en la cabeza.

Allí empezó el mensaje. Con el párrafo que he escrito al principio. Raro raro raro. Es raro raro raro pensar sin cerebro. Pensar sin cerebro es como un truco pero no es un truco. Hablar cuesta aún más, pero se puede hacer.

Nelson, habla Tice. He muerto.

Nelson, no sé si estoy en el cielo o en el infierno, pero creo que es el infierno. Y voy a gastar la mayor broma que nadie haya gastado. Y es raro, porque soy un oficial norteamericano y estoy muerto, pero no importa. ¿Entiendes, Nelson? Cuando estás muerto no importa si eres norteamericano o ruso, no importa si eres oficial. Ni siquiera la risa importa.

Pero queda bastante de mí, de modo que quizá por última vez me reiré un poco contigo y los demás.

No tengo cuerpo para reír, Nelson, ni tengo boca para reír, ni tengo mejillas para sonreír y en realidad no me tengo a mí. Tice Angerhelm es algo diferente ahora. Estoy muerto.

Supe que estaba muerto cuando me sentí tan distinto. Estar muerto resultaba más cómodo, más apacible. No había tensión.

Éste es el problema, Nelson, no hay ninguna tensión. No hay nada alrededor. No sientes el mundo, no ves el mundo, pero lo sabes todo sobre él. Lo sabes todo sobre todo.

Me siento muy solo. Hay algunos rincones que no están solos, algunos recovecos donde sientes amistad y otras cosas.

Es como los gatitos, la cara de los niños, o el olor del viento en un día agradable. Es como cuando te alejas de ti y no piensas en ti.

Es como cuando no quieres algo y al mismo tiempo lo deseas.

Es como cuando no sientes rencor, ni odio ni temor ni desdén. Ésa es la parte agradable de la muerte. Y supongo que algunos lo llamarían cielo. Y creo que puedes llegar al cielo si adquieres la costumbre de tener el cielo cada día de tu vida corriente. Eso es. El cielo está allí, Nelson, en tu vida corriente, cada día, día tras día, alrededor de ti.

Pero yo no tuve eso. Oh, Nelson, soy Tice Angerhelm, soy tu hermano y estoy muerto. Puedes decir que esto es el infierno, pues es todo lo que yo he odiado.

Nelson, tiene el olor de todo lo que siempre deseé. Huele como olía el heno cuando yo tenía mi viejo coche Willys y me acosté con la primera chica de mi vida, aquella tarde de agosto. Puedes ir a preguntarle. Ahora es la señora Prai Jesselton. Vive en el lado este de St. Paul. Nunca te enteraste de que me había acostado con ella, y si no me crees, compruébalo tú mismo.

Como ves, estoy en alguna parte y no sé qué parte es.

Soy yo, Tice Angerhelm, y gritaré esto a voz en grito aunque no puedo gritar. Lo diré bien fuerte para que todo oído humano que lo perciba pueda grabarlo en este tonto artefacto soviético y llevarlo. Llevad este mensaje a Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota. Y lo repetiré un par de veces más para que sepas que habla tu hermano y que estoy en alguna parte que no es el cielo ni el infierno, y ni siquiera está en el espacio. Estoy en un lugar que no es el espacio, Nelson. Es sólo alguna parte donde estoy yo y no hay nada más que yo. Yo soy todo.

Todos los contrarios son iguales. Todo lo que odié y todo lo que amé. Todo lo que temí y todo lo que busqué. Todo es igual. Te digo que ahora es lo mismo y el castigo es el mismo si quieres algo y lo consigues, que si deseas algo y no lo obtienes.

Lo único que importan son esos momentos hermosos y tranquilos de la vida en que no deseas nada, Nelson. No eres nada. No anhelas nada y el mundo tan sólo está alrededor, y recibes cosas simples como agua en la piel, cuando te sientes inocente y no piensas en nada más.

En eso consiste la vida, Nelson. Soy Tice y te lo digo. Y sabes que estoy muerto, así que no te mentiría.

Y por supuesto que no te diría esto en este cilindro soviético, este artefacto soviético que regresará para fastidiarlos.

Nelson, espero que no te moleste mucho que todos sepan lo de esa chica. Espero que la chica me perdone, pero el mensaje tiene que llegar.

Y no obstante ése es el mensaje: todo lo que temí. Temí algo en la guerra, y tú sabes cómo huele la guerra. Huele como un matadero barato en julio. Apesta por todas partes. Hay fragmentos ardientes, el olor de la goma al quemarse y el extraño olor de la pólvora. Nunca estuve en una gran guerra con artefactos atómicos. Sólo explosiones anticuadas. Te lo dije antes y me asustaba. Y junto con eso percibo el perfume de aquella muchacha en un hotel de Melbourne, aquella muchacha que yo creía querer hasta que dije algo y allí terminó todo entre nosotros. Y ahora estoy muerto.

Escucha, Nelson...

Escucha, Nelson, hablo como si fuera un truco. No sé cómo sé acerca del resto de nosotros, los otros que están muertos como yo. Nunca conocí a ninguno y quizá nunca hable con ninguno. Tengo la sensación de que están aquí. Pueden hablar.

Aunque en realidad no hablan.

Ni siquiera quieren hablar.

No tienen ganas de hablar. Hablar es un truco que cualquiera puede aprender, y supongo que sólo un hombre estúpido e insignificante, un hombre que haya vivido su vida a despecho del infierno y que ahora está en el infierno, puede hacerlo. Sólo esa clase de tonto puede recordar el truco de hablar. Algo como un truco con monedas o con cigarrillos cuando nada más importa.

Así que te hablo, Nelson. Supongo que morirás como yo. No importa, Nelson. Es demasiado tarde para cambiar. Eso es todo.

Adiós, Nelson. Estás bastante bien. Has vivido tu vida. Has sentido el viento en el cabello. Has visto la buena luz del sol y no has odiado, temido ni amado demasiado.

Cuando el viejo terminó de hablar, el agente del FBI y yo le pedimos que lo repitiera.

Se negó.

Todos nos pusimos en pie. Llamamos al ayudante.

El viejo aún se negaba a dictar lo que percibía entre los sonidos donde sólo él oía una voz.

Podíamos haberlo detenido para obligarlo, pero no tenía mucho sentido, así que llevamos la grabación a Washington e hicimos evaluar el texto.

Se despidió de nosotros cuando nos fuimos.

—Quizá pueda hacerlo de nuevo dentro de un año. Pero mi problema, caballeros, es que creo que es cierto. Era la voz de mi hermano, Tice Angerhelm, y él está muerto. Me han traído ustedes algo extraño. No sé dónde han conseguido un médium o un lector de espíritus para grabar este mensaje en una cinta, y especialmente de tal modo que ustedes no lo oyen y yo sí. Pero lo he oído, caballeros, y creo que les he dicho bien qué era. Las palabras que he pronunciado no son mías, son de mi hermano. Así que sigan adelante, caballeros, y hagan lo que puedan con eso. Si desean que no cuente a nadie que el gobierno está trabajando con médiums, no lo haré.

Así se despidió de nosotros.

Cerramos la oficina local y fuimos deprisa al aeropuerto. Llevamos la cinta con nosotros, pero ya se estaba cablegrafiando el texto a Washington.

Éste es el final de la historia y el final de la broma. Potariskov recibió una copia y entregamos otra al embajador soviético.

Khruschev quizá se preguntó qué broma demente le estaban gastando los norteamericanos. Utilización de un médium o alguna extravagancia en combinación con percepción subliminal para atacar a la URSS por no creer en Dios ni en la muerte. ¿Eso habrá pensado?

He aquí un caso en el que espero que el espionaje soviético tenga buenos resultados. Espero que sus espías sean tan eficientes que descubran nuestro desconcierto. Espero que adviertan que hemos llegado a un callejón sin salida, y que los norteamericanos no hemos tenido nada que ver con lo que hizo Tice Angerhelm o lo que alguien hizo en su nombre cuando grabó aquel mensaje en un Sputnik soviético.

Si no hemos sido nosotros ni los rusos, ¿quién ha sido?

Espero que los espías rusos lo averigüen.

Los Buenos Amigos

La fiebre le había dado un aire infantil. La enfermera, de pie detrás del médico, lo observaba atentamente, con una sonrisa que combinaba la ternura con una apreciación de sus atractivos masculinos.

—¿Cuándo podré irme, doctor?

—Tal vez dentro de unas semanas. Primero tiene que ponerse bien.

—No hablo de volver a casa, doctor, sino de volver al espacio. Soy capitán, doctor. Soy eficiente. Usted lo sabe, ¿verdad?

El doctor asintió con gravedad.

—Quiero regresar, doctor. Quiero regresar cuanto antes. Quiero estar bien, doctor. Quiero estar bien ahora. Quiero regresar a mi nave, despegar otra vez. Ni siquiera sé por qué estoy aquí. ¿Qué están haciendo conmigo, doctor?

—Intentamos curarle —respondió el médico, amigable, serio, autoritario.

—No estoy enfermo, doctor. Se ha equivocado de hombre. Trajimos de vuelta la nave, ¿verdad? Todo estaba bien, ¿verdad? Luego empezamos a salir y todo se sumió en la oscuridad. Ahora estoy en un hospital. Aquí hay algo raro, doctor. ¿Me herí en el puerto?

—No —dijo el médico—, no se hirió en el puerto.

—Entonces, ¿por qué me desmayé? ¿Por qué estoy en cama? Algo me debe haber pasado, doctor. Es lógico. De lo contrario no estaría aquí. Tiene que haber ocurrido algún estúpido accidente, doctor. Después de tan buen viaje. ¿Dónde sucedió? —Una luz destelló en los ojos del paciente—. ¿Alguien me hizo algo, doctor? No estoy herido, ¿verdad? No estoy estropeado, ¿verdad? Podré regresar al espacio, ¿verdad?

—Quizá —contestó el médico.

La enfermera inspiró como si fuera a hablar. El médico la miró con un gesto autoritario que la obligó a permanecer en silencio.

El paciente lo advirtió.

—¿Qué ocurre, doctor? —preguntó con voz desesperada, casi un gemido—. ¿Por qué no me dice qué pasa? Algo que ha sucedido. ¿Dónde está Ralph? ¿Dónde está Pete? ¿Dónde está Larry? ¿Dónde está Went? ¿Dónde está Betty? ¿Dónde está mi grupo, doctor? No han muerto, ¿verdad? No soy el único, ¿verdad? Hábleme, doctor. Dígame la verdad. Soy un capitán del espacio, doctor. He visto extraños infiernos, doctor. Puede usted decirme cualquier cosa, doctor. No estoy tan mal. Puedo soportarlo. ¿Dónde está mi gente, doctor, mis compañeros de la nave? Menudo viaje. ¿Por qué no habla, doctor?

—Hablaré —dijo gravemente el médico.

—Bien —se tranquilizó—. Cuénteme.

—¿Qué quiere saber?

—No sea tonto, doctor. Vaya al grano. Primero cuénteme qué pasó con mis amigos, y luego explíqueme qué pasó conmigo.

—En cuanto a sus amigos —empezó el médico, midiendo cuidadosamente las palabras—, estoy en situación de decirle que no se ha producido ningún cambio adverso en la situación de las personas que usted ha mencionado.

—Bien, doctor. Si no es con ellos, el asunto va conmigo. Cuénteme. ¿Qué me ha pasado, doctor? Algo muy horrible tiene que haber sucedido para que usted ponga esa cara de caballo estreñido.

El médico sonrió amarga y torvamente ante el extraño cumplido.

—No trataré de explicar mi propia cara, joven. Nací con ella. Pero usted está grave y nosotros intentamos curarle. Le diré toda la verdad.

—¡Adelante, doctor! Al grano. ¿Me atacó alguien en el puerto? ¿Estoy malherido? ¿Fue un accidente? ¡Hable, hombre!

La enfermera se movió detrás del médico. El médico la observó. Ella desvió la mirada hacia la jeringuilla que había en la bandeja. El médico sacudió la cabeza en un breve gesto de negación. El paciente lo vio todo y lo entendió correctamente.

—Eso es, doctor. No deje que ella me duerma. No quiero dormir. Quiero la verdad. Si mi grupo está bien, ¿por qué no está aquí? ¿Está Milly en el pasillo? Milly, así se llamaba, la del pelo rizado. ¿Dónde está Jock? ¿Por qué no ha venido Ralph?

—Se lo contaré todo, joven. Resultará duro, pero cuento con que usted lo aceptará como un hombre. Pero sería una ayuda si usted hablara primero.

—¿De qué? ¿No sabe quién soy? ¿No ha leído nada acerca de mi grupo y de mí? ¿No ha oído hablar de Larry? ¡Menudo navegante! No estaríamos aquí de no ser por Larry.

La luz de la mañana entraba por la ventana abierta; una suave brisa primaveral rozó la cara demudada del paciente. Había algo más que misericordia en la voz del médico.

—Soy sólo un médico. No estoy al corriente de las noticias. Conozco el nombre, la edad y la historia clínica de usted. Pero no estoy al corriente de los detalles del viaje. Cuéntemelos.

—Doctor, está usted bromeando. Se necesitaría todo un libro. Somos famosos. Apuesto a que Went se está haciendo rico en este momento, con las fotos que tomó.

—No me hable de todo, joven. Sólo hábleme de los últimos dos días antes del aterrizaje, y de cómo llegaron a puerto.

El joven sonrió con aire culpable; había placer y recuerdos gratos en su rostro.

—Supongo que puedo contárselo, porque usted es médico y no divulgará confidencias.

El médico asintió, muy serio pero afable.

—¿Quiere usted que la enfermera se vaya? —preguntó en voz baja.

—Oh, no —exclamó el paciente—. Es una buena chica. No es como explicarlo todo a las cintas de noticias.

El doctor asintió. La enfermera también asintió y sonrió. Sabía que se le escapaban las lágrimas, pero no se atrevía a secarse los ojos. Este paciente era extremadamente observador. Podría darse cuenta. Eso lo echaría todo a perder.

El paciente casi tartamudeaba en su avidez por contar la historia.

—Usted conoce la nave, doctor. Es una nave grande: doce cabinas, una sala de estar, gravedad simulada, armarios, mucho espacio.

El médico parpadeó pero no dijo nada, se limitó a observar al paciente con atención y comprensión.

—Cuando supimos que sólo faltaban dos días para llegar a la Tierra, doctor, y que todo iba bien, organizamos un baile. Jock encontró la cerveza en uno de los armarios. Ralph le ayudó a sacarla. Betty era una vieja amiga, pero yo traté de intimar con Milly. ¡Y vaya si intimamos! —Miró a la enfermera y se ruborizó—. Obviaré los detalles. Celebramos una fiesta, doctor. Estábamos excitados. Ebrios. Felices. ¡Vaya si nos divertimos! Creo que nadie se divirtió más que nosotros, más que nuestro viejo grupo. Atracamos bien. Larry es todo un navegante. Estaba borracho como una cuba y tenía a Betty sentada en las rodillas, pero dirigió la nave como una anciana insertando una moneda en la caja de las limosnas. Todo salió de perlas. Creo que tendría que avergonzarme de llegar a puerto con una tripulación borracha y feliz, pero fue el mejor viaje, el mejor equipo y la mejor diversión que nadie ha disfrutado. Y habíamos cumplido la misión, doctor. No nos habríamos soltado el pelo al final si no hubiéramos sabido que todo andaba a la perfección. Así que llegamos y aterrizamos, doctor. Y luego todo se puso negro, y aquí estoy. Ahora suelte su parte, pero asegúrese de contarme cuándo vendrán a verme Larry, Jock y Went. Son verdaderos personajes, doctor. Su enfermera tendrá que vigilarlos. Quizá me traigan una botella que yo no debo ni oler. Bien, doctor. Hable.

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