Los señores de la instrumentalidad (72 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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La enfermera le puso una gorra blanda. Parecía metálica pero era suave como la seda.

Tuvo que clavarse las uñas en las palmas de sus manos para no contorsionarse en la cama.

—Grita si quieres —indicó la enfermera—. Muchos gritan. Dentro de un par de minutos la gorra encontrará el lóbulo cerebral indicado.

La enfermera caminó hacia el rincón e hizo algo que Mercer no pudo ver.

Se oyó el chasquido de un interruptor.

El fuego de la piel no se calmó. Mercer aún lo sentía, pero de pronto ya no importaba. Tenía la mente colmada de un delicioso placer que palpitaba brotándole de la cabeza y bajando por los nervios. Había visitado los palacios de placer, pero nunca había sentido algo parecido.

Quiso dar las gracias, y giró en la cama para ver a la enfermera. Sintió que todo el cuerpo le relampagueaba de dolor, pero el sufrimiento quedaba lejos. Y el placer palpitante que le brotaba de la cabeza y le descendía por la médula espinal para volcarse en los nervios era tan intenso que el dolor era una percepción remota y sin importancia.

Ella estaba de pie en el rincón.

—Gracias, enfermera —dijo Mercer.

Ella no dijo nada.

Él la miró con mayor atención, aunque resultaba difícil fijar la vista cuando aquella oleada de placer le barría el cuerpo como una sinfonía inscrita en los nervios. Concentró la mirada en la enfermera y advirtió que ella también llevaba una gorra metálica blanda.

La señaló.

Ella se sonrojó.

—Pareces un buen hombre. No me delatarás —dijo ella como en un sueño.

Él sonrió afablemente. Ésa era su intención al menos, pero con el dolor en la piel y el placer en la cabeza no tenía idea de cómo sería su expresión.

—Es ilegal —dijo él—. Es totalmente ilegal. Pero resulta agradable.

—¿Cómo crees que aguantamos aquí? —dijo la enfermera—. Los especímenes llegáis hablando como gente normal y luego bajáis a Shayol. Os ocurren cosas terribles en Shayol. Luego la estación de superficie nos envía vuestros miembros, una y otra vez. Quizá vea tu cabeza diez veces, congelada y lista para cortar, antes de que terminen mis dos años. Los prisioneros no sabéis cuánto sufrimos nosotros —ronroneó, gozando aún de la carga de placer—. Tendríais que morir al llegar abajo en vez de importunarnos con vuestros tormentos. Os oímos gritar. Gritáis como personas aún después de los efectos de Shayol. ¿Por qué, espécimen? —Soltó una risa tonta—. Herís nuestros sentimientos. Es normal que una muchacha como yo necesite una sacudida de vez en cuando. Quedo como en un sueño, y ya no me molesta prepararte para que bajes a Shayol. —Caminó hasta la cama tambaleándose—. Quítame la gorra, ¿quieres? No tengo fuerzas para levantar las manos.

Mercer cogió la gorra con manos trémulas.

Rozó con los dedos el suave cabello de la muchacha. Cuando metió el pulgar bajo el borde de la gorra para levantarla, advirtió que era la muchacha más adorable que había tocado jamás. Siempre la había amado, y la amaría siempre. La gorra se desprendió. La enfermera se irguió, trastabillando hasta que encontró una silla donde apoyarse. Cerró los ojos y respiró profundamente.

—Un momento —dijo con voz normal—. Estaré contigo en un instante. Sólo me doy una sacudida cuando un visitante recibe una dosis para superar el problema de la piel. Se volvió hacia el espejo para arreglarse el peinado. —Espero no haber hablado de la planta baja —añadió, de espaldas a Mercer.

Mercer aún tenía la gorra puesta. Amaba a la bella muchacha que se la había colocado. Sentía ganas de llorar ante la mera idea de que ella había gozado del mismo placer. Por nada del mundo diría nada que pudiera herirla. Ella quería que le dijeran que no había hablado de «la planta baja», que en la jerga de ese lugar debía aludir a la superficie de Shayol.

—No has dicho nada —le aseguró cálidamente—. Nada en absoluto.

Ella se acercó a la cama, se inclinó, le besó en los labios. El beso era tan lejano como el dolor; Mercer no sintió nada; la catarata de placer palpitante que se despeñaba desde su cabeza no dejaba lugar para más sensaciones. Pero le gustaba la cordialidad del gesto. Un hosco y cuerdo rincón de su mente le susurró que quizá fuera la última vez que besaba a una mujer, pero en aquel momento parecía carecer de importancia.

Con dedos hábiles, ella le ajustó la gorra.

—Eso es. Eres muy dulce. Fingiré que me he distraído y te la dejaré puesta hasta que venga el médico.

Con una sonrisa radiante le estrujó el hombro y salió del cuarto.

La falda ondeó como un relámpago blanco. Mercer vio que tenía las piernas muy torneadas.

Era bonita, pero la gorra... ¡Ah, lo importante era la gorra! Mercer cerró los ojos y se dejó estimular los centros cerebrales del placer. Aún sentía el dolor en la piel, pero no le afectaba más que la silla del rincón. El dolor era simplemente algo que estaba dentro del cuarto.

Una mano firme le apretó el brazo obligándole a abrir los ojos.

El hombre mayor y autoritario estaba de pie junto a la cama, mirándolo con una sonrisa divertida.

—Ella lo ha hecho de nuevo —comentó el hombre.

Mercer negó con la cabeza, dando a entender que la enfermera no había hecho nada malo.

—Soy el doctor Vomact —se presentó el hombre—, y voy a quitarle la gorra. Experimentará de nuevo el dolor, pero creo que ya no será intenso. Podrá ponerse la gorra varias veces más antes de irse de aquí.

Con un ademán rápido y firme arrancó la gorra de la cabeza de Mercer.

Mercer se arqueó al sentir la llamarada en la piel. Quiso gritar y vio que el doctor Vomact lo miraba con calma.

—Ahora... no es tan fuerte —jadeó Mercer.

—Yo sabía que sería así —dijo el médico—. Tenía que quitarle la gorra para hablar con usted. Tiene usted varias opciones.

—Sí, doctor —respondió Mercer.

—Usted cometió un crimen y ahora bajará a la superficie de Shayol.

—Sí.

—¿Quiere hablarme de su crimen?

Mercer evocó las blancas paredes del palacio bajo la perpetua luz del sol, y el suave maullido de las pequeñas criaturas. Tensó los brazos, las piernas, la espalda y la mandíbula.

—No, no quiero hablar de ello. Es el crimen sin nombre. Contra la familia imperial...

—Bien —asintió el doctor Vomact—, me parece una sana actitud. El crimen pertenece al pasado. Ahora le espera el futuro. Bien, puedo destruirle la mente antes del descenso... si usted lo desea.

—Eso va contra la ley —señaló Mercer.

El doctor Vomact sonrió cálida y confiadamente.

—Claro que sí. Muchas cosas van contra la ley humana. Pero también la ciencia tiene sus leyes. Su cuerpo, en Shayol., estará al servicio de la ciencia. A mí no me importa si el cuerpo tiene la mente de Mercer o la de un caracol. Tengo que dejarle el cerebro necesario para mantener el cuerpo con vida, pero puedo borrarle la personalidad y dar a su cuerpo más posibilidades de ser feliz. Usted decide, Mercer ¿Desea ser usted mismo o no?

Mercer meneó la cabeza.

—No lo sé.

—Corro un gran riesgo al decirle esto —carraspeó el doctor Vomact—. Yo en su lugar aceptaría. Estar allá abajo no resulta nada agradable.

Mercer contempló aquella cara ancha. No confiaba en la sonrisa cálida. Quizá fuera una treta para aumentar su castigo. La crueldad del emperador era proverbial. No había más que saber lo que había hecho con la viuda de su predecesor, la dama Da. Ella era más joven que el emperador, pero él la había enviado a un lugar peor que la muerte. Si Mercer estaba condenado a Shayol, ¿por qué el médico contravenía las reglas? Tal vez el médico mismo estaba condicionado y no sabía lo que le estaba ofreciendo.

El doctor Vomact interpretó la expresión de Mercer.

—De acuerdo. Rehúsa usted. Quiere conservar la mente. De acuerdo. No me pesará en la conciencia. Supongo que también rechazará mi siguiente propuesta. ¿Quiere que le saque los ojos antes del descenso? Estará mucho más cómodo sin vista. Eso lo sé, por las voces que grabamos para las emisiones de escarmiento. Puedo quemarle los nervios ópticos para que no haya posibilidad alguna de que recobre usted la vista.

Mercer se reclinó en la cama. El feroz dolor se había convertido en un escozor, pero el abatimiento espiritual era mayor que la incomodidad física.

—¿También rehúsa? —preguntó el médico.

—Supongo que sí —murmuró Mercer.

—Entonces sólo me resta terminar los preparativos. Puede ponerse la gorra un rato, si lo desea.

—Antes de ponerme la gorra, ¿puede contarme qué pasa allá abajo?

—Sólo en parte. Hay un asistente. Es un hombre, pero no se trata de un ser humano. Es un homúnculo de origen vacuno. Es inteligente y muy meticuloso. Los especímenes quedan libres en la superficie de Shayol. Los dromozoos son una forma de vida especial que prolifera allí. Cuando se instalan en el cuerpo, T'dikkat, el asistente, los extirpa con un anestésico y los envía aquí. Congelamos los cultivos de tejido, y resultan compatibles con casi todas las formas de vida basadas en oxígeno. La mitad de los trasplantes quirúrgicos del universo proviene de los brotes que embarcamos desde aquí. Shayol es un lugar muy saludable, por lo que se refiere a la supervivencia. Usted no morirá.

—Es decir, que tendré un castigo perpetuo.

—No he dicho eso —replicó el doctor Vomact—. Y, si lo he dicho, es un error. Usted no morirá pronto. No sé cuánto tiempo vivirá allá abajo. Recuerde, por incómodo que se sienta, que las muestras que nos envía T'dikkat ayudarán a miles de personas en los mundos habitados. Tenga la gorra.

—Prefiero hablar —dijo Mercer—. Quizá sea mi última oportunidad.

El médico le dirigió una mirada extrañada.

—Si aguanta el dolor, hable.

—¿Puedo suicidarme allá abajo?

—No lo sé —contestó el doctor Vormac—. No ha ocurrido nunca. Pero a juzgar por los gritos, se diría que están dispuestos a hacerlo.

—¿Alguien ha regresado de Shayol?

—No desde que se declaró territorio vedado, hace cuatrocientos años.

—¿Puedo hablar con otras personas allá abajo?

—Sí —dijo el médico.

—¿Quién me castiga allá abajo?

—Nadie, estúpido —exclamó el doctor Vomact—. No es un castigo. A la gente no le gusta Shayol, y supongo que es mejor enviar convictos en vez de voluntarios. Pero nadie estará
contra
usted.

—¿No hay carceleros? —preguntó Mercer con un gemido.

—No hay carceleros, ni reglas, ni prohibiciones. Sólo Shayol y T'dikkat, que cuidará de usted. ¿Aún quiere conservar la mente y los ojos?

—Los conservaré —decidió Mercer—. Si he llegado hasta aquí, puedo continuar hasta el fin.

—Entonces, permítame ponerle la gorra para su segunda dosis —dijo el doctor Vomact.

El médico le colocó la gorra tan diestra y delicadamente como la enfermera; lo hizo con mayor rapidez, pero él no se puso otra gorra.

El torrente de placer fue como una feroz embriaguez. La piel ardiente se perdió a lo lejos. El médico estaba cerca, pero carecía de importancia. Mercer no tenía miedo de Shayol. La pulsación de felicidad que le estallaba en el cerebro era tan intensa que no quedaba espacio para el miedo ni el dolor.

El doctor Vomact extendió la mano.

Mercer se preguntó por qué, y luego comprendió que aquel hombre maravilloso y afable quería darle la mano, Mercer levantó el brazo. Le pesaba, pero también el brazo era feliz.

Se dieron la mano.
Era extraño
—pensó Mercer—,
sentir el apretón de manos más allá del doble nivel de placer cerebral y dolor dérmico.

—Adiós, señor Mercer —se despidió el doctor Vormac—. Adiós y buenas noches.

2

El satélite era un lugar acogedor.

Los cientos de horas que siguieron fueron como un sueño largo y extravagante.

La joven enfermera se metió a escondidas dos veces en el cuarto para ponerse la gorra con él. Le dieron baños que le encallecieron el cuerpo. Usando fuertes anestésicos locales, le extrajeron los dientes y los reemplazaron por acero inoxidable. Lo sometieron a la radiación de potentes lámparas que le aliviaron el dolor de la piel. Le administraron tratamientos especiales para las uñas de las manos y los pies, que poco a poco se transformaron en temibles zarpas; una noche las frotó contra la cama de aluminio y advirtió que dejaban profundos surcos.

Nunca estaba totalmente lúcido.

A veces le parecía estar en casa con su madre; era de nuevo un niño, y sentía dolor. En otras ocasiones, bajo la gorra, reía en la cama pensando que lo habían enviado a un lugar de castigo donde todo era tan divertido. No había juicios, interrogatorios ni jueces. La comida era buena, aunque no pensaba mucho en ella; la gorra era mejor. Se sentía adormilado aun cuando estaba despierto.

Al fin, dejándole la gorra puesta, lo instalaron en una cápsula adiabática, un proyectil monoplaza que se lanzaba desde el satélite al planeta, Quedó totalmente encerrado, excepto la cara.

El doctor Vomact entró en el cuarto como si flotara.

—Es usted fuerte, Mercer —gritó el médico—. Es fuerte muy fuerte. ¿Me oye?

Mercer asintió.

—Le deseamos suerte, Mercer. Ocurra lo que ocurra, recuerde que está usted ayudando a otras personas.

—¿Puedo llevar la gorra conmigo? —preguntó Mercer.

Por toda respuesta, el doctor Vomact le quitó la gorra. Dos hombres cerraron la tapa de la cápsula, dejando a Mercer sumido en la oscuridad. Empezó a recobrar la lucidez, y las correas lo asustaron.

Oyó un estruendo y sintió gusto a sangre.

Cuando despertó estaba en un cuarto muy frío, mucho más frío que los dormitorios y salas de operaciones del satélite. Alguien lo tendía suavemente sobre una mesa,

Abrió los ojos.

Una cara enorme, cuatro veces mayor que cualquier rostro humano que Mercer hubiera visto, lo miraba. Los dulces y enormes ojos, pardos y vacunos, examinaban las ataduras de Mercer. Era la cara de un hombre apuesto de mediana edad, bien rasurada, de cabello castaño, con labios carnosos y sensuales, y enormes pero saludables dientes amarillos expuestos en una media sonrisa. La cara vio que Mercer abría los ojos y habló con un bramido profundo y afable.

—Soy tu mejor amigo. Mi nombre es T'dikkat, pero no es necesario que lo uses. Tan sólo llámame Amigo, y siempre te ayudaré.

—Duele —dijo Mercer.

—Claro que duele. Te duele todo el cuerpo. Es un largo descenso —dijo T'dikkat.

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