Los señores de la instrumentalidad (48 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
10.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué es un milagro? —preguntó taimadamente el señor Limaono.

Y Juana respondió:

—Hay conocimientos de la Tierra que aún no habéis redescubierto. Está el nombre del que no tiene nombre. Hay secretos que el tiempo os oculta. Sólo los muertos y los no nacidos pueden saberlos ahora: yo soy ambas cosas.

La escena resulta familiar, pero aun así nunca la entenderemos.

Sabemos lo que los señores Femtiosex y Limaono creían estar haciendo. Preservaban el orden establecido y grababan sus actos en una cinta. Las mentes de los hombres pueden convivir sólo si se comunican las ideas básicas. Hasta ahora nadie ha descubierto un modo de grabar la telepatía con un instrumento mecánico. Obtenemos retazos, fragmentos y pinceladas, pero nunca un registro satisfactorio de lo que uno de los grandes le transmitió al otro. Los dos señores trataban de registrar todos los elementos del episodio que pudieran enseñar a los imprudentes a no jugar con la vida de las subpersonas. Incluso trataban de inculcar a las subpersonas las normas y designios en virtud de las cuales se las había transformado, para que dejaran de ser animales y se convirtieran en los más altos sirvientes del hombre. Esto habría resultado difícil, dados los desconcertantes acontecimientos de las últimas horas, aun entre dos jefes de la Instrumentalidad; para el público era casi imposible. La comitiva que había salido del Pasillo Marrón y Amarillo era algo totalmente imprevisto, aunque la dama Goroke había sorprendido a P'Juana; el motín de la policía robot planteaba problemas que se tendrían que comentar en otro punto de la galaxia. Más aún, la niña-perro suscitaba ciertas cuestiones que tenían cierta validez verbal. Si se las dejaba en forma de meras palabras, sin el contexto adecuado, podrían afectar a mentes distraídas o impresionables. Una idea perniciosa se propaga como un germen mutante. Si resulta interesante, puede brincar de una mente a otra por medio universo antes de que pueda detenerse. Fijaos en las innovaciones decadentes y las modas estúpidas que han acosado a la humanidad incluso en las épocas de mayor orden, Hoy sabemos que la variedad, la flexibilidad, el peligro y el florecimiento de un poco de odio pueden lograr que el amor y la vida medren como nunca en el pasado; sabemos que es mejor convivir con las complicaciones de trece mil lenguas antiguas resucitadas del antiguo y muerto pasado que soportar la fría y cerrada perfección de la Vieja Lengua Común. Sabemos muchas cosas que los señores Femtiosex y Limaono ignoraban, y antes de considerarlos estúpidos o crueles, debemos recordar que tuvieron que transcurrir siglos antes de quela humanidad se enfrentara al fin al problema del subpueblo y decidiera que la «vida» estaba dentro de los límites de la comunidad humana.

Por último, tenemos el testimonio de los dos señores. Ambos vivieron hasta una edad muy avanzada, y hacia el final de su vida notaron con preocupación y fastidio que el episodio de P'Juana dejaba en sombras todas las cosas malas que no habían sucedido durante sus largas carreras —cosas malas que ellos se habían esforzado por impedir para proteger el planeta;» Fomalhaut III— y se consternaron al verse retratados como hombres indiferentes y crueles, cuando no lo eran en absoluto. Si hubieran sospechado que la historia de Juana de Fomalhaut III llegaría a ser lo que es en la actualidad —una de las. grandes gestas de la humanidad, junto con la historia de G'Mell o el romántico relato de la dama que llevó
El Alma
, no sólo se habrían desilusionado, sino que se habrían enfurecido y con razón ante la inconstancia de la humanidad. Sus papeles son claros, porque ellos los determinaron con detalle. El señor Femtiosex acepta la responsabilidad de la tea de la hoguera; el señor Limaono reconoce que aprobó la decisión. Ambos, muchos años después, revisaron las grabaciones de la escena y convinieron en que algo que dijo o pensó la dama Arabella Underwood...

Algo les hizo tomar esa decisión.

Pero aunque disponían de las cintas para refrescar y aclarar sus recuerdos, no podían decir qué era.

Incluso hemos destinado ordenadores para que cataloguen cada palabra y cada inflexión del juicio, pero tampoco Nos han localizado el punto crítico.

Y en cuanto a la dama Arabella, nadie le interrogó jamás. ni se atrevieron. Y regresó a su planeta, Vieja Australia del Norte, rodeada por el inmenso tesoro de la droga santaclara, y ningún planeta está dispuesto a pagar dos mil millones de créditos diarios por el privilegio de enviar un investigador que hable con obstinados, simples y acaudalados campesinos norstrilianos que de todos modos se niegan a hablar con extranjeros. Los norstrilianos cobran esa suma por la admisión de cualquier huésped a quien no hayan invitado; así que nunca sabremos qué dijo o hizo la dama Arabella Underwood después de regresar a su hogar. Los norstrilianos declararon que no deseaban comentar el asunto, y si no queremos volver a reducir nuestras vidas a setenta años, nos conviene no irritar al único planeta que produce
síroon.

En cuanto a la dama Goroke, la pobre se volvió loca.

Loca durante varios años.

La gente sólo se enteró después, pues no había modo de sonsacarle una palabra. Realizó los extraños actos que, como ahora sabemos, forman parte de la dinastía de los señores Jestocost, que mediante su mérito y diligencia lograron permanecer en la Instrumentalidad durante más de doscientos años. Pero ella no tenía nada que decir sobre el caso de Juana.

El juicio es, pues, una escena sobre la cual sabemos todo y nada.

Creemos saber los datos de P'Juana, quien se transformó en Juana. Tenemos conocimiento de la dama Pane Ashash, quien susurraba sin cesar al subpueblo la promesa de una justicia venidera. Conocemos la vida de la desdichada Elena y su participación en el asunto. Sabemos que en aquellos siglos, cuando emergió el subpueblo, había muchas guaridas donde subpersonas ilegales usaban su inteligencia casi humana, su astucia animal y el don del habla para sobrevivir a pesar de que la humanidad las había declarado prescindibles. El Pasillo Marrón y Amarillo no era el único de su especie. Incluso sabemos qué le ocurrió al Cazador.

En cuanto a las demás subpersonas —Charley-cariño-mío, Bebé-bebé, Mabel, la mujer-serpiente, Orson y todas las demás— tenemos las grabaciones del juicio. Nadie las juzgó. Fueron ejecutadas en el acto por los soldados, en cuanto fue obvio que no se necesitaría su testimonio. Como testigos, podían vivir unos minutos o una hora; como animales, ya estaban fuera de la ley.

Ah, ahora lo sabemos todo, y sin embargo no sabemos nada. Morir es simple, aunque decidamos disimularlo. El
cómo
del morir constituye un problema científico menor; el
cuándo
del morir es un problema de cada uno de nosotros, ya; vivamos en anticuados planetas donde se vive cuatrocientos años o en los nuevos planetas radicales donde se ha reintroducido la libertad de la enfermedad y el accidente; pero
el porqué
del morir todavía nos resulta tan chocante como al hombre preatómico, que llenaba tierras fértiles con cajas que contenían el cuerpo de sus difuntos. Estas subpersonas murieron como ningún animal había muerto antes.

Con júbilo.

Una madre cogió a sus hijos en brazos ante un soldado para que los matara.

Era una mujer-rata, y tenía septillizos, todos eran muy parecidos.

La cinta muestra la imagen del soldado preparándose.

La mujer-rata anima con una sonrisa y levanta a sus siete hijos. Son niños rubios que llevan gorritos rosas o azules, todos ellos con mejillas relucientes y ojillos brillantes.

—Ponlos en el suelo —ordenó el soldado—. Te mataré a ti, y también a ellos. —En la cinta oímos su voz nerviosa y perentoria. El soldado añadió dos palabras, como si ya hubiera empezado a pensar que debía justificarse ante las subpersonas— Cumplo órdenes.

—No importa si los sostengo, soldado. Soy su madre. Se sentirán mejor si mueren con su madre cerca. Te amo, soldado. Amo a todas las personas. Eres mi hermano, aunque mi sangre sea sangre de rata y la tuya sea humana. Mátalos, soldado. Ni siquiera puedo lastimarte. ¿Lo comprendes?
Te, amo, soldado.
Compartimos una lengua común, esperanzas comunes, miedos comunes y una muerte común. Esto nos ha enseñado Juana. La muerte no es mala, soldado, aunque a veces llega de forma desagradable, pero te acordarás de mí de matarme a mí y a mis hijos. Recordarás que te amo.

El soldado, por lo que se observa en la grabación, ya no resiste más. Empuña el arma, derriba a la mujer; los niños se desparraman por el suelo. El soldado les aplasta la cabeza con el talón de la bota. Oímos el crujido húmedo y desagradable de los pequeños cráneos al partirse, la brusca interrupción de los gemidos de los niños al morir. Tenemos una última imagen de la mujer-rata. Cuando le han matado al séptimo hijo, se levanta de nuevo. Ofrece la mano al soldado para que él la estreche. Tiene la cara sucia y magullada, y un hilillo de sangre le corre por la mejilla izquierda. Todavía hoy sabemos que es una rata, una subpersona, un animal modificado, nada. Y sin embargo, incluso nosotros, a través del abismo de los siglos sabemos que ella ha adquirido más humanidad que nosotros, que muere como persona plena. Sabemos que ella ha triunfado sobre la muerte: nosotros no.

Vemos al soldado mirándola con sobrecogido horror, como si el simple amor de esa mujer fuera un aparato incomprensible.

Oímos sus siguientes palabras en la cinta:

—Soldado, os amo a todos...

El arma podría haberla matado en una fracción de segundo si el soldado hubiera apuntado bien. Pero no lo hizo. Le dio mazazos como si su eliminador de calor hubiera sido un garrote de madera y él un salvaje en vez de un miembro de la guardia selecta de Kalma.

Sabemos lo que ocurre entonces.

Ella cae bajo los golpes. Señala. Señala a Juana, envuelta en humo y fuego.

La mujer-rata grita por última vez, grita hacia la lente de una cámara robot como si no le hablara al soldado sino a toda la humanidad.

—No podéis matarla a ella. No podéis matar el amor. Te amo, soldado, te amo. No puedes matar
eso.
Recuerda...

El último golpe le destroza la cara.

Ella cae al suelo. Él le patea la garganta, como vemos en cinta. Brinca hacia delante en una extraña pirueta, descargando todo su peso sobre el frágil cuello. Se contonea al patear, entonces le vemos la cara.

Es la cara de un niño gimoteante, desconcertado por el dolor
y
asustado ante la perspectiva de dolores venideros.

Estaba dispuesto a cumplir con su deber, y algo había salido mal, muy mal.

Pobre hombre. Debió de ser uno de los primeros soldados del nuevo mundo que intentó usar armas contra el amor. El amor es un ingrediente agrio y poderoso para enfrentarse a él en el furor de la batalla.

Todas las subpersonas murieron así. La mayoría se despidieron de la vida sonriendo, murmurando la palabra «amor» o la palabra «Juana».

Habían reservado a Orson, el hombre-oso, para el final.

Murió de forma extraña. Murió riendo.

El soldado levantó el lanzador de cápsulas y lo apuntó a la frente de Orson. Las cápsulas tenían veintidós milímetros de diámetro y una velocidad de salida de solamente ciento veinticinco metros por segundo. Así podían detener a robots recalcitrantes o subpersonas rebeldes sin riesgo que penetraran en edificios e hirieran a las personas verdaderas que hubiera dentro.

En la cinta que grabaron los robots, Orson mira como si supiera muy bien qué es el arma. (Tal vez lo supiera. Las subpersonas vivían acuciadas por el peligro de una muerte violenta desde el nacimiento hasta la eliminación.) En las imágenes que tenemos no demuestra miedo, se echa a reír. Es una risa cálida, generosa, serena, como la risa amigable de un padre adoptivo feliz que ha sorprendido a un niño culpable y avergonzado, y que es consciente de que el niño espera un castigo pero no lo recibirá.

—Dispara, hombre. No puedes matarme, hombre. Estoy en tu mente. Te amo. Juana nos enseñó. Escucha, hombre. No hay muerte. No por amor. Ja, ja, ja, pobrecillo, no tengas miedo de mí. ¡Dispara! Tú eres el desdichado. Tú vas a vivir. Y recordar. Y recordar. Y recordar. Yo te he vuelto humano, amigo.

—¿Qué has dicho? —gruñe el soldado.

—Te estoy salvando, hombre. Te estoy transformando en un verdadero ser humano. Con el poder de Juana. El poder del amor. ¡Pobre hombre! Dispara si esta espera te incomoda. Lo harás de todos modos.

En esta escena no vemos la cara del soldado, pero la tensión de la espalda y el cuello delatan su lucha interior.

Vemos que la cara ancha del oso florece en una inmensa salpicadura roja cuando la atraviesan las blandas y pesadas cápsulas.

Luego la cámara enfoca hacia otra parte.

Un niño, tal vez un zorro, pero muy perfecto en su forma humana.

Era mayor que un bebé, pero no lo bastante fuerte, como los subniños en general, para haber comprendido la inmortal importancia de la prédica de Juana.

Fue el único del grupo que reaccionó como una subpersona normal. Echó a correr.

Fue astuto, corrió por entre los espectadores, de modo que el soldado no pudiera usar las cápsulas ni los eliminadores de calor sin herir a un ser humano verdadero. Corrió, saltó, esquivó, luchando pasiva pero desesperadamente por sobrevivir.

Al fin, uno de los espectadores —un hombre alto con sombrero plateado— le echó la zancadilla. El niño-zorro cayó al suelo, despellejándose las manos y las rodillas. Cuando levantó la mirada, una bala le dio en la cabeza. Cayó de bruces, muerto.

La gente muere. Sabemos cómo muere. La hemos visto morir tímida y apaciblemente en las Casas Mortuorias. Hemos visto a otros entrar en las salas de los cuatrocientos años, que no tienen picaporte en las puertas ni cámaras en el interior. Hemos visto imágenes de muchas personas falleciendo en desastres naturales, cuando las dotaciones de robots las grababan para una posterior investigación. La muerte es algo común, y resulta muy desagradable.

Pero en esta ocasión, la muerte misma fue diferente. El superpueblo había perdido el miedo a la muerte, salvo en el caso del niño-zorro, demasiado pequeño todavía para comprender y demasiado crecido para esperar la muerte en brazos de su madre. Aceptaron la muerte de forma voluntaria con amor y calma en el cuerpo, la voz, el semblante. No importaba si habían vivido el tiempo suficiente para comprender; lo que le había sucedido a Juana: confiaban absolutamente en ella.

Other books

Toad Heaven by Morris Gleitzman
A Simple Lady by Carolynn Carey
Highlander Unchained by McCarty, Monica
Holiday Wedding by Robyn Neeley
Death in Summer by William Trevor
1915 by Roger McDonald