Los señores de la instrumentalidad (86 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—¿Qué es eso? —le linguó Rod al terrícola. El hombre vio la cara, no el pensamiento.

—Un subhombre. Un hombre-serpiente. El único de este planeta. Te sacará de aquí si nos pronunciamos contra ti.

Beasley interrumpió con enfado.

—Basta. Esto es una audiencia, no una merienda. El aire está plagado de pensamientos confusos. Seamos formales.

—¿Quieres una audiencia formal? —preguntó el Señor Dama Roja—. ¿Una audiencia formal ante un hombre que capta nuestros pensamientos? Es una tontería.

—En Vieja Australia del Norte siempre celebramos audiencias formales —replicó el viejo Taggart. Con una agudeza nacida del riesgo personal, Rod vio a Taggart con nuevos ojos: un pobre viejo demacrado que había trabajado una pobre granja durante mil años; un granjero, como sus antepasados; un hombre que era rico porque tenía millones de megacréditos, pero que nunca llegaría a gastarlos; un hombre apegado a la tierra, honorable, prudente, recto y muy justo. Tales hombres jamás admitían innovaciones. Luchaban contra los cambios.

—Celebrad la audiencia —determinó el Señor Dama Roja—, celebrad la audiencia si es vuestra costumbre, señor y propietario Taggart, señor y propietario Beasley.

Los norstrilianos, apaciguados, inclinaron la cabeza un instante.

Beasley se volvió con cierta timidez hacia el Señor Dama Roja.

—Señor y Comisionado, pronuncia las palabras. Las buenas y viejas palabras. Las que nos ayudarán a hallar nuestro deber y cumplirlo.

(Rod percibió que un fogonazo de furia roja atravesaba la mente del Señor Dama Roja. El Comisionado se dijo:
¿De qué sirve tanto revuelo para eliminar a un pobre muchacho? Dejadlo ir, estúpidos o matadlo.
Pero el terrícola no había proyectado sus pensamientos y los dos norstrilianos no se enteraron de la opinión del Señor.)

Por fuera, el Señor Dama Roja permanecía en calma. Usó la voz, como hacían los norstrilianos en ocasión de una gran ceremonia.

—Estamos aquí para oír a un hombre.

—Estamos aquí para oírlo —replicaron ellos.

—No estamos aquí para juzgar ni matar, aunque esto pueda suceder —continuó el Señor.

—Aunque esto pueda suceder —respondieron ellos.

—¿Y de dónde viene el hombre?

Ambos conocían la respuesta de memoria y la recitaron pomposamente:

—Así era en la Vieja Vieja Tierra, y así será entre las estrellas, por lejos que viajemos los hombres:

»La semilla del trigo se planta en la tierra húmeda y oscura; la semilla del hombre en carne húmeda y oscura. La semilla del trigo busca el aire, el sol y el espacio; las hojas del tallo, los capullos y el grano florecen bajo el abierto resplandor del cielo. La semilla del hombre crece en el salado océano del vientre, en las tinieblas marinas recordadas por los cuerpos de su raza. Las manos del hombre recogen la cosecha de trigo; la ternura de la eternidad recoge la cosecha de hombres.

—¿Y qué significa esto? —salmodió el Señor Dama Roja.

—Mirar con misericordia, decidir con misericordia, matar con misericordia, pero lograr que la cosecha de hombres sea fuerte, auténtica y buena, alta y orgullosa como el trigo de la Vieja Vieja Tierra.

—¿Y quién está allí? —preguntó.

Ambos entonaron el nombre completo de Rod.

Cuando hubieron concluido, el Señor Dama Roja se volvió hacia Rod y dijo:

—Estoy a punto de pronunciar las palabras ceremoniales, pero te prometo que suceda lo que suceda no te sorprenderás. Conserva la calma, pues. Calma. —Rod observó la mente del terrícola y la de los norstrilianos. Advirtió que Beasley y Taggart estaban aturdidos por el ritual, la humedad y el perfume del aire, y el falso cielo azul de la parte superior del camión; no sabían qué iban a hacer. Pero Rod también advirtió que un pensamiento agudo, penetrante y triunfal se formaba en el fondo de la mente del Señor Dama Roja:
¡Liberaré a este chico!
Casi sonrió, a pesar de la cercanía del hombre-serpiente con su rígida sonrisa y sus ojos inmóviles y relucientes. El subhombre estaba a un lado y Rod sólo podía mirarlo por el rabillo del ojo.

—¡Señores y propietarios! —dijo el Señor Dama Roja.

—¡Señor presidente! —respondieron ellos.

—¿Informo al compareciente?

—¡Infórmale! —entonaron ellos.

—¡Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan número ciento cincuenta y uno!

—Sí, señor —contestó Rod.

—¡Heredero de la Finca de la Condenación!

—Soy yo —dijo Rod.

—Óyeme —invocó el Señor Dama Roja.

—¡Óyelo! —repitieron los otros dos.

—No has venido aquí, niño y ciudadano Roderick, para que te juzguemos o castiguemos. Si estas cosas han de hacerse, será en otro tiempo y lugar, y las harán otros hombres. La única preocupación de este jurado es la siguiente: decidir si saldrás de esta habitación, sano, salvo y libre, prescindiendo de tu inocencia o culpabilidad en asuntos que no nos conciernen, y sólo teniendo en cuenta la supervivencia, la seguridad y el bienestar de este planeta. No castigamos ni juzgamos, pero decidimos, y de nuestra decisión depende tu vida. ¿Comprendes? ¿Estás de acuerdo?

Rod asintió en silencio, sorbiendo el aire húmedo con olor a rosas y aplacando su repentina sed con la humedad de la atmósfera. Si las cosas iban mal ahora, no irían
muy
lejos. No irían lejos con ese hombre-serpiente inmóvil a tan poca distancia. Trató de escudriñar el cerebro de serpiente, pero no halló más que un inesperado fulgor de reconocimiento y desafío.

El Señor Dama Roja continuó, mientras Taggart y Beasley escuchaban las palabras como si nunca las hubieran oído.

—Niño y ciudadano, conoces las reglas. No hemos de juzgar tu error ni tu rectitud. Aquí no se juzga delito ni ofensa alguna. Tampoco se juzga la inocencia. Sólo consideramos una simple pregunta. ¿Debes vivir o no debes vivir? ¿Comprendes? ¿Estás de acuerdo?

—Sí, señor —respondió Rod.

—¿Y qué dices, niño y ciudadano?

—No entiendo.

—Este tribunal te pregunta tu opinión. ¿Debes vivir o no?

—Me gustaría —declaró Rod—, pero estoy cansado de tantas infancias.

—El tribunal no te pregunta eso, niño y ciudadano —insistió el Señor Dama Roja—. Te preguntamos qué piensas. ¿Debes vivir o no debes vivir?

—¿Queréis que juzgue yo mismo?

—En efecto, muchacho —asintió Beasley—. Conoces las reglas. Dilas, muchacho. Aseguré que podíamos contar contigo.

La cara orgullosa y cordial de pronto cobró gran importancia para Rod. Contempló a Beasley como si nunca le hubiera visto. El hombre trataba de juzgarlo, y él tenía que ayudarlos en la decisión. La medicina del hombre-serpiente y la muerte risueña, o salir en libertad. Rod reflexionó antes de hablar; hablaría en nombre de Vieja Australia del Norte. Norstrilia era un mundo duro, orgulloso de sus hombres duros. No resultaba extraño que el tribunal le confiara una dura decisión. Rod llegó a una conclusión y habló con claridad y aplomo:

—Yo diría que no. No me dejéis vivir. No me adapto.

No puedo linguar ni audir. Nadie sabe cómo serán mis hijos, pero las probabilidades están contra ellos. Excepto por una cosa...

—¿Qué cosa, niño y ciudadano? —preguntó el Señor Dama Roja, mientras Beasley y Taggart atendían fijamente, como si presenciaran los últimos cinco metros de una carrera de caballos.

—Miradme con atención, ciudadanos y miembros del tribunal —declaró Rod, descubriendo que en aquel ambiente resultaba fácil hablar en tono ceremonial—. Miradme con atención y no penséis en mi propia felicidad, porque la ley no os permite juzgar eso. Mirad mi talento: mi modo de audir, mi tormentoso modo de linguar. —Rod se preparó para la jugada decisiva. Dejó de mover los labios y escupió con la mente:

Furor-furor, rabia-rojo,

rojo-sangre,

furor-fuego,

ruido, hedor, resplandor, rudeza, rencor y odio,

odio, odio,

toda la angustia de un día amargo:

trajín, parto, corderos.

Lanzó todo el mensaje al mismo tiempo. El Señor Dama Roja palideció y apretó los labios, el viejo Taggart se llevó las manos a la cara, Beasley se quedó desconcertado y asqueado. Beasley eructó mientras la calma descendía sobre el cuarto.

Con voz ligeramente trémula, el Señor Dama Roja preguntó:

—¿Y qué pretendes demostrar con eso, niño y ciudadano?

—En su forma adulta, Señor, ¿no podría emplearse como arma?

El Señor Dama Roja miró a los otros dos, cuya contrita expresión lo decía todo; si estaban linguando, Rod no podía leerlo. Ese último esfuerzo lo había dejado sin recursos telepáticos.

—Continuemos —sugirió Taggart.

—¿Estás preparado? —preguntó a Rod el Señor Dama Roja.

—Sí, señor —respondió.

—Continúo —declaró el Señor Dama Roja—. Si comprendes tu caso tal como lo vemos nosotros, procederemos a tomar una decisión y, una vez tomada, a matarte de inmediato o a dejarte en libertad con igual prontitud. En el segundo caso, también te obsequiaremos un pequeño pero valioso regalo, para recompensarte por la cortesía que habrás demostrado a este tribunal, pues sin cortesía no podría celebrarse una audiencia adecuada, y sin una audiencia adecuada no podría haber justicia ni segundad en los años venideros. ¿Comprendes? ¿Estás de acuerdo?

—Eso creo.

—¿De veras comprendes? ¿De veras estás de acuerdo? Estamos hablando de tu vida —insistió el Señor Dama Roja.

—Comprendo y estoy de acuerdo —dijo Rod.

—Cúbrenos —ordenó el Señor Dama Roja.

Rod iba a preguntar
cómo
pero comprendió que la orden no era para él.

El hombre-serpiente había cobrado vida y respiraba entrecortadamente. Habló con palabras antiguas y claras, con una rara cadencia en cada sílaba:

—¿Alto, Señor, o máximo?

Por toda respuesta, el Señor Dama Roja levantó el brazo derecho apuntando el índice al techo. El hombre-serpiente jadeó y preparó sus emociones para un ataque. Rod sintió que se le ponía la piel de gallina. El pelo de la nuca se le erizo. Al final sólo sintió una insoportable lucidez. Si éstos eran los pensamientos que el hombre-serpiente proyectaba fuera del camión, ningún viandante podría atisbar la decisión. La inquietante presión de una cruel amenaza se encargaría de ello.

Los tres miembros del tribunal se cogieron de la mano y parecieron dormirse.

El Señor Dama Roja abrió los ojos y dirigió una señal casi imperceptible al hombre-serpiente.

La sensación de amenaza se esfumó. El soldado recobró la inmovilidad, la mirada fija. Los miembros del tribunal se derrumbaron sobre la mesa. Aún no parecían preparados para hablar. Habían perdido el aliento. Al fin Taggart se incorporó trabajosamente y jadeó su mensaje.

—Allí está la puerta, muchacho. Vete. Eres un ciudadano libre.

Rod iba a agradecérselo, pero el viejo levantó la mano derecha.

—No me lo agradezcas. Es mí deber. Pero recuerda: ni una palabra, jamás. Ni una palabra, jamás, acerca de esta audiencia. Márchate.

Rod corrió hacia la puerta, la atravesó y salió al patio. Libre.

Por un instante se quedó en el patio, aturdido.

El querido cielo gris de Vieja Australia del Norte se deslizaba en lo alto; ya no estaba bajo la inquietante luz de la Vieja Tierra, donde presuntamente el firmamento tenía un perpetuo resplandor azul. Estornudó cuando el aire seco le penetró en las fosas nasales. La ropa le produjo escalofríos cuando la humedad se evaporó; no quiso preguntarse si era la humedad del camión o su propio sudor lo que había mojado tanto la camisa. Había muchas personas allí, y mucha luz. Y la fragancia de las rosas quedaba tan atrás como otra vida.

Lavinia estaba cerca de él. Sollozaba.

Iba a volverse hacia ella cuando el jadeo de la multitud le detuvo.

El hombre-serpiente había salido del camión. (Rod comprendió que era sólo un viejo teatro ambulante, como aquellos en los que había entrado cien veces.) El uniforme terrícola parecía la culminación de la riqueza y la decadencia entre los polvorientos monos de los hombres y los vestidos de popelín de las mujeres. La tez verde del subhombre tenía un aspecto brillante entre las caras bronceadas de los norstrilianos. Se cuadró ante Rod.

Rod no devolvió el saludo. Sólo lo miró fijamente.

Tal vez habían cambiado de opinión y lo enviaban a la muerte risueña.

El soldado extendió la mano. Mostró un billetero de un material que parecía cuero, finamente repujado, procedente de otro mundo.

Rod tartamudeó:

—No es mía.

—No-es-tuya —replicó el hombre-serpiente—, pero-es-el-regalo-que-te-prometieron-dentro, Tómala-porque-para-mí-hay-demasiada-sequedad-aquí-fuera.

Rod la cogió y se la guardó en el bolsillo. ¿Qué importaba un regalo cuando le habían concedido vida, ojos, la luz del día, el viento mismo?

El soldado-serpiente lo miró con ojos inquietos. No hizo comentarios. Se cuadró y regresó rígidamente al camión. Ya en el umbral se volvió hacia la multitud como si evaluara el modo más fácil de matarlos a todos. No pronunció ninguna palabra, no profirió ninguna amenaza. Abrió la puerta y entró en el camión. No había indicios de los ocupantes humanos del camión. Tiene que haber, pensó Rod, algún modo de hacerlos entrar y salir del Jardín de la Muerte de forma muy secreta y silenciosa, porque el había vivido en aquella comarca durante mucho tiempo y nunca había sospechado que sus propios vecinos pudieran ser miembros del tribunal.

La gente callaba. Titubeando, esperaba en el patio a que él hiciera el primer movimiento.

Rod se volvió rígidamente para contemplarlos con mayor atención.

Eran todos sus vecinos y parientes: los McBan, los MacArthur, los Passarelli, los Schmidt, hasta los Sander.

Levantó la mano para saludarlos.

Se armó un revuelo.

Se lanzaron hacia él. Las mujeres lo besaron, los hombres le palmearon la espalda y le dieron la mano, los niños entonaron una cancioncilla melodiosa sobre la Finca de la Condenación. Se había convertido en centro de una muchedumbre que lo llevaba a su cocina.

Muchas personas se habían puesto a llorar.

Se preguntó por qué. Pronto comprendió.

Le tenían afecto.

Por insondables razones
humanas
,, razones confusas e ilógicas, le habían deseado suerte. Incluso la tía que había vaticinado el ataúd para él lloriqueaba sin vergüenza, secándose los ojos y la nariz con la punta del delantal.

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