Los señores de la instrumentalidad (88 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Cuando Beasley le devolvió la jarra y se dispuso a marcharse con un gesto de buen vecino, Rod no pudo callar una última pregunta. La formuló en un jadeante susurro. Beasley se había olvidado de que estaban hablando y se limitó a mirar a Rod. Quizá, pensó Rod, me pide que lingue porque ha olvidado que no sé linguar. Así era, en efecto, pues Beasley graznó con voz muy ronca:

—¿Qué pasa, muchacho? No me hagas hablar mucho. La voz me raspa la garganta y mi honor está manchado.

—¿Qué debo hacer?

—Señor y propietario McBan, ése es tu problema. Yo no soy tú. No lo sé.

—Pero ¿qué harías tú en mi lugar?

Los azules ojos de Beasley miraron distraídamente hacia Cerro Almohada.

—Lárgate del planeta. Lárgate. Vete de aquí. Durante cien años. Para entonces ese hombre habrá muerto y podrás regresar alegre como un destello.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo puedo hacerlo?

Beasley le palmeó el hombro, le ofreció una ancha y silenciosa sonrisa, apoyó el pie en el estribo, montó en la silla y miró a Rod desde el caballo.

—No lo sé, vecino. Buena suerte, de todos modos. He hecho más de lo que debía. Adiós.

Palmeó suavemente al caballo y salió del patio al trote. En el linde del patio el caballo apuró el paso.

Rod permaneció ante la puerta, totalmente solo.

Los ruinosos tesoros de la cueva

Cuando Beasley se fue, Rod vagó desanimado por la granja. Echaba de menos a su abuelo, quien había vivido durante las tres primeras infancias de Rod pero había muerto cuando Rod iba por la cuarta infancia simulada, en el intento de remediar su defecto telepático. Incluso echaba de menos a la tía Margot, quien se había retirado voluntariamente a los novecientos dos años. Había muchos primos y parientes a quienes podía pedir consejo; estaban los dos peones de la granja; también podía ir a ver a mamá Hitton, quien había estado casada con uno de sus tíos abuelos. Pero esta vez no quería compañía. No podía hacer nada con la gente. El onsec también era gente; le costaba imaginar a Oh Tan Simple como una persona poderosa. Rod sabía que era su propia pelea.

La suya.

¿Qué había sido de él anteriormente?

Ni siquiera su vida. Recordaba retazos de sus infancias. Incluso tenía vaga memoria de temporadas de dolor, las veces en que lo habían enviado de vuelta a la niñez pero sin reducirle el tamaño. No había sido por elección suya. Lo había ordenado el viejo, o lo había aprobado el vicepresidente, o lo había suplicado la tía Margot. Nadie le había hecho muchas preguntas, salvo: «¿Estarás de acuerdo...?»

Él había estado de acuerdo.

Había sido bueno, tan bueno que a veces los odiaba a todos y se preguntaba si ellos sabían que los odiaba. El odio nunca duraba, porque esas personas estaban llenas de buenas intenciones, eran amables, tenían ambiciones para él. Tenía que corresponder a su amor.

Cavilando sobre estas cosas, recorrió su finca a pie.

Las grandes ovejas yacían en las plataformas, siempre enfermas, siempre gigantescas. Tal vez algunas de ellas recordaban cuando habían sido corderos, libres de correr en la hierba escasa, libres para hundir la cabeza en las tapas de pliofilme de los canales y servirse agua cuando querían beber. Ahora pesaban cientos de toneladas y eran alimentadas por máquinas de nutrición, vigiladas por máquinas de vigilancia, revisadas por médicos automáticos. Las alimentaban y abrevaban por la boca porque la experiencia demostraba que permanecían más gordas y vivían más tiempo si se les daba una apariencia de normalidad.

La tía Doris, que le cuidaba la casa, aún no había vuelto.

Su criada Eleanor, a quien le pagaba un sueldo anual mayor del que planetas enteros pagaban por todas sus fuerzas de defensa, todavía estaba en el mercado.

Los dos peones, Bill y Hopper, aún estaban fuera.

Y, de todos modos, no quería hablarles.

Deseaba ver al Señor Dama Roja, el extraño forastero que había conocido en el Jardín de la Muerte. El Señor Dama Roja parecía saber más cosas que los norstrilianos; quizá conociera sociedades más enérgicas, crueles y sabias de las que la mayoría de los habitantes de Vieja Australia del Norte habían visto.

Pero no podía ir a ver a un Señor, y menos cuando lo había conocido en una audiencia secreta.

Rod llegó al linde de sus tierras.

Más allá se extendía el Pleito de Humphrey, una ancha franja de tierra pobre y descuidada donde los costillares de ovejas muertas tiempo atrás, altos como edificios, arrojaban extrañas sombras bajo el sol del poniente. La familia de Humphrey había pleiteado por esas tierras durante siglos. Entre tanto, permanecía yerma salvo por los pocos animales que la Commonwealth estaba autorizada a poner en cualquier tierra, pública o privada.

Rod supo que la libertad estaba a sólo dos pasos.

Sólo tenía que decidirse y llamar a gritos con la mente. Podía hacerlo aunque no supiera linguar. Un chillido telepático de alarma haría descender a los guardias orbitales al cabo de siete u ocho minutos. Entonces sólo tenía que decir:

—Renuncio al título. Renuncio a ser señor y propietario. Exijo vivir de la Commonwealth. Miradme mientras repito.

Tres repeticiones de estas palabras lo convertirían en un indigente oficial sin preocupaciones: ninguna reunión, ni tierras para cuidar, ni contabilidad que llevar, nada salvo errar por Vieja Australia del Norte aceptando cualquier empleo y renunciando cuando quisiera. Era una buena vida, una vida libre, la mejor que la Commonwealth podía ofrecer a colonos y propietarios que de lo contrario vivían siglos de preocupación, responsabilidad y honor. Era una vida agradable...

Pero ningún McBan lo había hecho, ni siquiera un primo.

Y él tampoco lo haría.

Regresó a la casa, desanimado. Escuchó la charla de Eleanor con Bill y Hopper mientras servían la cena: un enorme plato de oveja hervida, patatas, huevos duros, cerveza de la finca servida desde el barril. (Sabía que había planetas donde la gente nunca probaba tal comida desde el nacimiento hasta la muerte. En esos mundos se alimentaban con un cartón impregnado que se recuperaba de las letrinas, reimpregnado con sustancias nutritivas y vitaminas, desodorizado y esterilizado y reciclado al día siguiente.) Sabía que era una buena cena, pero no le importaba.

¿Cómo podía hablarles del onsec a esas personas? Aún estaban radiantes de alegría porque él había salido indemne del Jardín de la Muerte. Pensaban que tenía suerte de estar vivo, y de ser el heredero más honorable de todo el planeta. Condenación era una buena finca, aunque no fuera la mayor.

En medio de la cena recordó el obsequio que le había dado el soldado-serpiente. Lo había puesto en un anaquel de la pared del dormitorio. Con la fiesta y la visita de Beasley, no lo había abierto.

Dejó su comida y masculló:

—En seguida vuelvo.

El billetero estaba allí, en el dormitorio. Era hermoso. Lo abrió.

Dentro había un disco plano de metal.

¿Un billete?

¿Para viajar adonde?

Lo hizo girar. Tenía una grabación telepática y quizá le estaba gritando el itinerario a la mente, pero él no podía audirlo.

Lo acercó a la lámpara de aceite. A veces los discos tenían una inscripción en escritura antigua, que al menos mostraba los límites generales. En el mejor de los casos sería un ornitóptero privado hasta Lago Menzies, o un viaje de ida y vuelta en aerobús hasta New Melbourne. Vio la grafía de la escritura antigua. Inclinó el disco hacia la luz/ y logró distinguirla: «Cuna del Hombre. Ida y vuelta.»

¡La Cuna del Hombre!

¡Dios misericordioso! ¡La Vieja Tierra!

Pero entonces
, pensó Rod,
escaparía del onsec, y viviría el resto de mi vida con amigos que sabrían que huí de Oh Tan Simple. No puedo. De alguna manera tengo que derrotar a Houghton Syme CXLIX. A su manera. Y a mi manera.

Volvió a la mesa, devoró el resto de la cena como si fuera alimento para ovejas y se retiró temprano a su dormitorio.

Por primera vez en su vida, durmió mal.

Y en el insomnio le llegó la respuesta:

—Pregunta a Hamlet.

Hamlet ni siquiera era un hombre. Era sólo una imagen parlante en una cueva, pero era sabio, procedía de la Vieja Tierra y no tenía amigos a quien contar los secretos de Rod.

Con esta idea, Rod dio la vuelta en el lecho y durmió profundamente.

Por la mañana la tía Doris aún no había regresado, así que habló con la criada Eleanor.

—Me iré todo el día. No me busques ni te preocupes por mí.

—¿Y tu almuerzo, señor y propietario? No puedes andar por la finca sin comida.

—Envuélveme algo, entonces.

—¿Puedes decirme adonde vas, señor y propietario? —Había un tono desagradablemente inquisitivo en la voz, como si ella, siendo la única mujer adulta presente, tuviera que cuidarlo como si aún fuera un niño.

A Rod no le gustó, pero respondió con aire franco:

—No me iré de la finca. Tan sólo pasearé. Necesito pensar.

—Entonces, piensa, Rod —dijo ella, más amablemente—. Vete a pasear y piensa. A mi entender, tendrías que ir a vivir con una familia...

—No repitas siempre lo mismo —interrumpió Rod—. Hoy no tomaré grandes decisiones, Eleanor. Sólo pasearé y pensaré.

—De acuerdo, señor y propietario. Camina y preocúpate por el suelo que pisas. Eres tú quien debe preocuparse. Yo me alegro de que mi padre hiciera el juramento de indigente oficial. Éramos ricos. —De pronto se le iluminó la cara. Se burló de sí misma—. Bien, también esto lo sabes ya, Rod. Aquí tienes tu comida. ¿Tienes agua?

—Se la robaré a las ovejas —dijo él con irreverencia. Ella comprendió que era una broma y se despidió cordialmente.

La vieja cueva estaba detrás de la casa, así que Rod salió por delante. Quería dar un largo rodeo para evitar que ojos o mentes humanas averiguaran el secreto que él había descubierto cincuenta y seis años atrás, la primera vez que cumplió ocho años. En medio del dolor y los problemas había recordado aquel secreto vivido y brillante: la profunda caverna llena de tesoros ruinosos y prohibidos. Debía ir hacia ellos.

El sol estaba alto en el cielo, produciendo un fragmento de gris más brillante sobre las grises nubes, cuando Rod se deslizó en lo que parecía una zanja de irrigación seca.

Avanzó unos pasos por la zanja. Luego se detuvo a escuchar atentamente.

No oyó nada salvo los ronquidos de un joven carnero de cien toneladas a un kilómetro de distancia.

Rod miró alrededor.

A lo lejos, un ornitóptero de la policía se elevó con la pereza de un halcón saciado.

Rod trató de audir con desesperación.

No captó nada con la mente, pero con los oídos oyó las lentas pulsaciones de la sangre martilleándole la cabeza.

Corrió el riesgo.

El escotillón estaba allí, dentro del borde de la alcantarilla.

Lo levantó y, dejándolo abierto, se zambulló en ella con la confianza de un nadador que recorre una piscina conocida.

Sabía por dónde ir.

Las ropas se le rasgaron un poco, pero el peso de su cuerpo le permitió atravesar la angosta abertura.

Extendió las manos y aferró la barra interna como un acróbata. La puerta se cerró. ¡Cuánto lo había intimidado cuando de pequeño entró por primera vez! Había bajado con una cuerda y una antorcha, sin comprender la importancia del escotillón que había al borde de la alcantarilla.

Ahora resultaba fácil.

Aterrizó con un golpe seco. Las brillantes luces, viejas e ilegales, se encendieron. El deshumidizador empezó a ronronear para que su aliento no echara a perder los tesoros del cuarto.

Había veintenas de cubos de dramas, con proyectores en dos tamaños. Había montones de ropa, de hombre y mujer, un vestigio de épocas olvidadas. En un baúl del rincón se escondía una pequeña máquina anterior a la Era del Espacio, un tosco pero hermoso cronógrafo mecánico, sin compensación de resonancia, que tenía inscrito el antiguo nombre «Jaeger Le Coultre». Después de quince mil años aún señalaba la hora de la Tierra.

Rod se sentó en una silla totalmente prohibida, que parecía ser un complejo de almohadas construido sobre un complicado caballete. El mero contacto fue un remedio para sus males. Una de las patas de la silla estaba rota, pero así era como su abuelo había burlado la Gran Limpieza.

La Gran Limpieza había sido la última crisis política de Vieja Australia del Norte, muchos siglos atrás, cuando se capturó y se expulsó del planeta a las últimas subpersonas y cuando todos los lujos perniciosos se entregaron a las autoridades de la Commonwealth. Para recuperarlos, los dueños debían pagar un precio doscientas mil veces superior al valor estimado. Era el esfuerzo final para mantener a los norstrilianos puros, sanos e íntegros. Todos los ciudadanos debían jurar que habían entregado cada artículo, y miles de telépatas habían sido testigos del juramento. Evidenciando un elevado poder mental y una gran astucia, el abuelo, Rod McBan CXXX, había infligido un daño simbólico a sus tesoros favoritos, algunos de los cuales ni siquiera figuraban en las categorías que se podían recuperar, como los cubos de dramas extranjeros, y había ocultado sus pertenencias en un rincón de la finca, tan bien escondidas que ni los ladrones ni la policía habían pensado en ellos durante los siglos que sucedieron.

Rod cogió su drama favorito:
Hamlet.
, de William Shakespeare. Sin un visor, el cubo estaba diseñado para reaccionar al contacto de un ser humano verdadero. La parte superior del cubo se convirtió en un pequeño escenario. Los actores eran miniaturas brillantes que hablaban en inglés antiguo, un idioma muy emparentado con el norstriliano, y el comentario telepático, sintonizado en la Vieja Lengua Común, redondeaba la historia. Como Rod no podía confiar en su capacidad telepática, había aprendido mucho inglés antiguo en un intento de comprender el drama sin los comentarios. No le gustó lo que vio al principio y sacudió el tubo hasta que la obra se acercó al final. Al fin oyó la entrañable y aguda voz que hablaba en la última escena de
Hamlet
:

Estoy muerto, Horacio. ¡Desdichada reina, adiós!

Y a vosotros, que pálidos y trémulos,

sois mudos testigos de esta escena,

si yo tuviera tiempo, ay, podría contaros...

mas ese rudo sargento, la muerte,

es severo en su arresto...

Mas olvídalo, Horacio, estoy muerto.

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