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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (41 page)

BOOK: Los señores del norte
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Muro de escudos contra muro de escudos. El horror de dos muros de escudos en lucha. El trueno de los escudos al chocar unos contra otros, los gruñidos délos hombres al clavar espadas cortas o retorcer lanzas en los vientres enemigos. Era sangre, mierda y tripas desperdigadas por el barro. El muro de escudos es el lugar donde mueren los hombres y donde los hombres se ganan las alabanzas de los escaldos. Me uní al muro de Ragnar, y Steapa, que había cogido un escudo de un jinete despedazado por los perros, embistió a mi lado con su gran hacha de guerra. Pisábamos perros muertos y moribundos al avanzar. El escudo se convierte en un arma, la enorme embozadura de hierro es un mazo con el que hacer retroceder, y cuando el enemigo vacila, te acercas a toda prisa y le clavas el arma con todas tus fuerzas, pisas a los heridos y dejas que los hombres de detrás los rematen. Rara vez tardan mucho los muros en romperse, y la línea de Kjartan se partió primero. Había intentado rodearnos y mandó hombres por nuestra retaguardia, pero los perros que aún quedaban guardaban nuestros flancos, y Steapa hacía molinetes con el hacha como un loco, y era tan enorme y tan fuerte que, cuando se abría paso entre las líneas enemigas, parecía una acción sencilla.

—¡Wessex! —gritaba—, ¡Wessex! —como si luchara por Alfredo; yo estaba a su derecha y Ragnar a su izquierda, y la lluvia se nos desplomaba encima mientras seguíamos a Steapa a través del muro de Kjartan. Pasamos limpiamente, de modo que ya no teníamos enemigo a nuestros lados, y el muro roto se desmoronó cuando los daneses de Dunholm corrieron hacia los edificios.

Kjartan era el hombre de la capa blanca sucia. Era grande, casi tan alto como Steapa, y era fuerte, pero veía su fortaleza caer y les gritó a sus hombres que formaran un nuevo muro de escudos. Sin embargo, algunos de sus hombres ya se estaban rindiendo. Los daneses no abandonan con facilidad, pero habían descubierto que luchaban contra otros daneses, y no hay vergüenza en rendirse ante tal enemigo. Otros huían por la puerta del pozo, y me dio pánico que descubrieran a Gisela y se la llevaran, pero las mujeres que habían ido a por agua la protegieron. Se apiñaron dentro de la pequeña empalizada del pozo y los hombres huyeron presa del pánico hacia el río, sin hacerles caso.

No todos se asustaron o se rindieron. Unos cuantos se reunieron alrededor de Kjartan, cerraron sus escudos y esperaron la muerte. Kjartan podía ser cruel, pero era valiente. Su hijo, Sven, no era valiente. Él comandaba a los hombres en las murallas de la puerta, y casi todos aquellos hombres huyeron al norte, dejando a Sven con dos compañeros. Guthred, Finan y Rollo subieron para lidiar con ellos, pero sólo se necesitaba a Finan. El irlandés detestaba luchar en el muro de escudos. Era demasiado ligero, pensaba, para formar parte de una matanza tan decidida por el peso, pero en terreno abierto era una pesadilla. Finan el Agil, le llamaban, y yo lo observé, anonadado, saltar por delante de Guthred y Rollo y cargarse a los tres hombres él solo, sus dos espadas tan rápidas como el mordisco de una víbora. No llevaba escudo. Desconcertó a los defensores de Sven con fintas, aprovechó sus ataques para avanzar, y los mató a los dos con una sonrisa en el rostro, y después se volvió hacia Sven. Pero Sven era un cobarde, se había retirado a una esquina de la muralla y abría los brazos para indicar que no pensaba usar la espada y el escudo que llevaba. Finan se agachó, aún sonriendo, listo para ensartar a Sven por el vientre expuesto.

—¡Es mío! —aulló Thyra—. ¡Es mío!

Finan la miró y Sven movió el brazo de la espada, como para atacar, pero la hoja de Finan llegó como un látigo y se quedó clavado. Sollozaba suplicando misericordia.

—¡Es mío! —gritó Thyra. Apuntaba con sus espantosas uñas hacia Sven y sollozaba de odio—. ¡Es mío! —lloró.

—Perteneces a ella —dijo Finan—, vaya que sí —y fingió atacar al estómago de Sven y cuando Sven bajó el escudo para protegerse, Finan embistió con su cuerpo contra el escudo y aprovechó su ligero peso para tirar a Sven por la muralla. Sven gritó al caer. No era una caída muy alta, no más que la altura de dos hombres, pero cayó sobre el barro como un saco de grano. Intentó ponerse de pie, pero Thyra ya estaba a su lado, emitió un largo aullido y los perros que aún quedaban vivos se acercaron a su lado. Hasta los perros heridos llegaron entre sangre y porquería.

—No —dijo Sven. La miraba con su único ojo—. ¡No!

—Sí —contestó ella entre dientes; se agachó, le quitó la espada y con un ladrido los perros se le echaron encima. Se retorció y gritó mientras los colmillos lo desgarraban. Algunos, entrenados para matar rápido, fueron a su garganta, pero Thyra usó la espada de Sven para apartarlos, así que los perros mataron a Sven masticándolo desde la ingle hacia arriba. Sus gritos perforaban la lluvia como espadas. Su padre lo oyó todo, y Thyra lo contempló y se rió a carcajadas.

Pero Kjartan seguía vivo. Quedaban con él treinta y cuatro hombres, sabían que estaban muertos y estaban listos para morir como daneses; entonces Ragnar caminó hacia ellos, las alas de águila en su escudo estaban rotas y mojadas, señaló con su espada a Kjartan, sin decir nada, y Kjartan asintió y salió del muro de escudos. Los perros se comían las tripas de su hijo, Thyra bailaba en la sangre de Sven y entonaba un cántico de victoria.

—Maté a tu padre —se burló Kjartan—, y voy a matarte a ti —Ragnar no dijo nada. Los dos hombres estaban a seis pasos de distancia, juzgándose uno a otro—. Tu hermana fue una buena puta —dijo Kjartan—, hasta que se volvió loca —avanzó como un rayo, con el escudo levantado, y Ragnar dio un paso a la derecha para dejarlo pasar, pero Kjartan anticipó el movimiento y dio un lance bajo para alcanzar los tobillos de Ragnar, aunque ya Ragnar había vuelto a la posición inicial. Los dos hombres volvieron a mirarse—. Fue una buena puta incluso después de volverse loca —dijo Kjartan—, sólo que había que atarla para que dejara de resistirse. Así era más fácil.

Ragnar atacó, con el escudo en alto, la espada baja, los dos escudos chocaron uno contra el otro y Kjartan paró la espada de Ragnar con la suya propia. Ambos forcejearon, intentando tumbar al otro, pero Ragnar volvió a apartarse. Había aprendido que Kjartan era rápido y bueno.

—Aunque ahora no es buena puta —prosiguió Kjartan—. Está demasiado demacrada. Demasiado sucia. Ni un mendigo se la follaría. Lo sé. Se la ofrecí a uno la semana pasada y no la quiso. Le parecía que estaba muy sucia para él —y de repente avanzó a toda prisa y atacó a Ragnar. No había mucha técnica en el ataque, sólo fuerza pura y velocidad, y Ragnar reculó, dejando que su escudo recibiera toda la furia. Yo temí por él y di un paso adelante, pero Steapa me contuvo.

—Es su lucha —dijo Steapa.

—Maté a tu padre —dijo Kjartan, y su espada arrancó una astilla de madera del escudo de Ragnar—, quemé a tu madre —siguió vanagloriándose, y la embozadura del escudo volvió a sonar con el golpe—, y convertí en puta a tu hermana —dijo, y el siguiente ataque con la espada hizo a Ragnar retroceder dos pasos—. Y voy a mearme en tu cadáver destripado —gritó Kjartan y cambió la dirección del molinete, atacó por abajo buscando otra vez los tobillos de Ragnar.

Esta vez le dio y Ragnar se tambaleó. La mano impedida había bajado instintivamente el escudo, y Kjartan levantó su propio escudo para atacar por arriba a su enemigo, pero Ragnar, que no había dicho nada durante la pelea, gritó de repente. Por un instante pensé que era el grito de un hombre condenado, pero no, era de ira. Metió su cuerpo debajo del escudo de Kjartan y empujó al hombre más grande a base de fuerza, y luego se apartó a un lado con agilidad. Pensé que se había quedado cojo con el golpe en el tobillo, pero llevaba tiras de hierro en la bota y, aunque una de las tiras estaba casi partida por la mitad, y tendría un moratón, no había sido herido y, como por ensalmo, se había convertido en ira y movimiento. Como si se hubiese despertado. Empezó a bailar alrededor de Kjartan, y ése era el secreto del duelo. No dejar de moverte. Ragnar se movía, lleno de furia, y era casi tan veloz como Finan, y Kjartan, que pensaba que le había tomado la medida a su enemigo, estaba totalmente desesperado. Ya no le quedaba aliento para insultar, sólo para defenderse, y Ragnar era todo ferocidad y rapidez. Atacaba a Kjartan, le daba la vuelta, volvía a atacar, embestía, se apartaba, fintaba bajo, paraba y golpeaba con el escudo, y su espada,
Rompecorazones,
hacía molinetes en busca del casco de Kjartan. Mellaba el hierro, pero no lo perforaba, Kjartan se sacudía la cabeza y Ragnar volvía a estampar escudo contra escudo para hacer retroceder al hombretón. El siguiente golpe partió uno de los tablones del escudo de Kjartan; el otro le dio en el canto y rompió el aro de hierro, y Kjartan retrocedió. Ragnar emitió un lamento, un ruido tan horrible que los perros de Thyra empezaron a gimotear contagiados.

Más de doscientos hombres observaban. Todos sabían qué sucedería, pues la fiebre de la batalla había poseído a Ragnar. Era la ira de un danés de espada. Ningún hombre podía resistir ante furia tal, y Kjartan hizo mucho sobreviviendo tanto, pero al final retrocedió, tropezó con el cadáver de un perro y cayó de espaldas, y Ragnar salvó los espadazos desesperados de su enemigo e hincó fuerte
Rompecorazones.
El tajo rompió la manga de malla de Kjartan y le cortó los tendones del brazo de la espada. Kjartan intentó levantarse, pero Ragnar le dio una patada en la cara, después le clavó un fuerte taconazo en la garganta. Kjartan se asfixió. Ragnar se apartó y dejó que el machacado escudo resbalara de su brazo izquierdo. Usó la mano tullida para quitarle la espada a Kjartan. Apartó la espada de la mano sin tendones de Kjartan con los dos dedos buenos, y después mató a su enemigo.

Fue una muerte lenta, pero Kjartan no gritó ni una vez. Intentó resistirse al principio, paraba la espada de Ragnar con su escudo, pero Ragnar lo desangró tajo a tajo. Kjartan dijo una cosa antes de morir, pidió que le devolvieran la espada para poder entrar en el salón de los muertos con honor, pero Ragnar sacudió la cabeza.

—No —contestó, y ya no volvió a decir palabra hasta el último tajo. Ese tajo fue un mandoble que perforó la cota de malla, el vientre de Kjartan, su columna y la malla de abajo hasta clavarse en el suelo, y Ragnar dejó allí
Rompecorazones
y se apartó mientras Kjartan se retorcía de dolor. Fue entonces cuando Ragnar miró al cielo, a la lluvia, mientras abandonaba su espada clavada en su enemigo contra el suelo, y gritó a las nubes—. ¡Padre! —gritó—. ¡Padre! —Le decía a Ragnar
el Viejo
que su muerte había sido vengada.

Thyra también quería venganza. Se había quedado agachada, con sus perros, mientras observaba morir a Kjartan, pero entonces se puso en pie y llamó a los perros, que corrieron hacia Ragnar. Lo primero que pensé es que azuzaba a los perros contra el cadáver de Kjartan, pero rodearon a Ragnar. Seguían siendo más de veinte perros-lobo y le rugían a Ragnar. Thyra le gritó:

—¡Tendrías que haber venido antes! ¿Por qué no viniste antes?

Se la quedó mirando, sorprendido ante su ira.

—He venido tan pronto como… —empezó a decir.

—¡Te largaste a hacer el vikingo! —le gritó—. ¡Me dejaste aquí! —Los perros estaban angustiados por su pena y se retorcían alrededor de Ragnar, con las pieles manchadas de sangre, y las lenguas colgando sobre colmillos ensangrentados, esperando la palabra que les permitiera dejarlo hecho trizas—. ¡Me dejaste aquí! —aullaba Thyra, y se acercó hasta los perros para enfrentarse a su hermano. Entonces cayó de rodillas y empezó a llorar. Intenté acercarme a ella, pero los perros me lo impidieron, me enseñaron los dientes con ojos salvajes, y yo me aparté a toda prisa. Thyra siguió llorando, su pena era tan grande como la tormenta que azotaba Dunholm—. ¡Voy a matarte! —gritó.

—Thyra —le dijo él.

—¡Me dejaste aquí! —lo acusó—. ¡Me dejaste aquí! —Se puso en pie de nuevo, su rostro volvió a parecer sano, y vi que seguía siendo una belleza bajo la suciedad y las cicatrices—. El precio de mi vida —le dijo a su hermano en voz calmada— es tu muerte.

—No —afirmó una nueva voz—, no lo es.

Era el padre Beocca. Había estado esperando bajo el alto arco de la puerta y ahora cojeaba entre la carnicería y hablaba con severidad. Thyra le rugió:

—¡Estás muerto, cura! —emitió uno de sus aullidos sin palabras, los perros se volvieron contra Beocca y Thyra empezó a retorcerse otra vez como si estuviera loca—. ¡Matad al cura! —les gritaba a los perros—. ¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Salí corriendo, y entonces vi que no tenía nada que hacer.

Los cristianos hablan a menudo de milagros, y yo siempre había deseado contemplar una de esas magias. Aseguran que los ciegos recuperan la vista, los tullidos vuelven a caminar y los leprosos se curan. Me han contado historias de hombres caminando sobre las aguas, y hasta de muertos que se levantaban de sus tumbas, pero jamás he visto tales cosas. Si hubiese visto una magia tal, hoy sería cristiano, pero los curas me dicen que tengo que tener fe. Sin embargo, aquel día, bajo la lluvia implacable, vi lo más parecido a un milagro que vería jamás.

El padre Beocca, con sus faldones de cura perdidos de barro, cojeó hacia la jauría de perros salvajes. Los habían enviado para que lo atacaran, y Thyra les gritaba que le mataran, pero él ignoró a los chuchos y ellos se apartaron sin más. Sollozaron como si temieran a aquel lisiado bizco, y él pasó con calma entre sus colmillos y no apartó los ojos de Thyra, cuyos gritos agudos se convirtieron en sollozos y después en llanto desconsolado. Tenía la capa abierta, mostrando su desnudez llena de cicatrices, y Beocca se quitó su propia capa empapada en lluvia y se la puso sobre los hombros. Se había tapado la cara con las manos. Aún lloraba, y los perros aullaban con ella, y Ragnar se limitó a mirar. Pensé que Beocca se llevaría a Thyra, pero le cogió la cabeza entre las manos y de repente la sacudió. La sacudió con fuerza, y mientras la sacudía gritaba a las nubes.

—¡Señor —gritaba—, aparta este demonio de ella! ¡Llévatelo! ¡Líbrala de la garra de Abaddón! —Entonces Thyra gritó, y los perros levantaron las cabezas y aullaron a la lluvia. Ragnar estaba inmóvil. Beocca volvió a sacudirle la cabeza, tan fuerte que pensé que le rompería el cuello—. ¡Aparta al enemigo de ella, Señor! —gritó—. ¡Permítele experimentar tu amor y tu profunda misericordia! —Miró al cielo. La mano tonta agarraba a Thyra por el pelo, con las tiras de enredadera seca, y le empujaba la cabeza hacia delante y hacia detrás mientras cantaba en una voz tan alta como la de un señor guerrero en un campo de batalla—. En el nombre del Padre —gritaba—, del Hijo y del Espíritu Santo, yo os ordeno, asquerosos demonios, que salgáis de esta muchacha. ¡Os condeno al agujero! ¡Os destierro! ¡Os envío al infierno por toda la eternidad y un día más, y lo hago en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! ¡Marchaos!

BOOK: Los señores del norte
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