Con la que le quedaba libre, le arrancó uno de los guantes, y el fino encaje se rompió con facilidad. Luego, le levantó los dedos hacia la luz. Putzi adoptó una actitud pasiva y guardó silencio.
Entre los dedos había un denso sarpullido negro de pinchazos de aguja. Putzi se apartó.
—No me digas que no lo sabías. —Miró a Willi con amargura.
El bajó la cabeza. No, no lo sabía. Rotundamente, no. A menos que… no quisiera reconocerlo. Todas aquellas visitas al cuarto de baño.
—Así que ahora ya sabes lo que hay. Tu hermosa Putzi es una adicta a la morfina. Desde los quince años. ¿Todavía sigues queriendo cuidar de ella? ¿Todavía te quieres casar con ella? —Se interrumpió, jadeando—. A mí me parece que no.
Entonces agarró a Willi, obligándolo a que se diera la vuelta y la mirara.
—Y ésta es la razón de que tengas que dejarme hacerlo, Willi. Jamás podrías ser feliz con alguien como yo. Nadie podría. Ni siquiera yo. ¡Por Dios!, no me niegues la única oportunidad que tengo de hacer algo útil con mi…
Willi se apartó.
—Podríamos poner fin a toda esta asquerosa operación. —En ese momento lloraba ya amargamente—. Piensa en la de vidas que podríamos…
—¡No, no, no!
El timbre del teléfono los sobresaltó.
—Perdón por llamar tan tarde, jefe. —Era Gunther. Pero sólo quería que supiera… que ha habido otra sonámbula. Esta vez, una griega.
A Willi se le revolvieron las tripas:
—¿Tienes algún nombre?
—Sí. Von Auerlicht. Melina. Nada menos que una condesa.
—Gracias, Gunther. —Willi colgó, mirando a los ojos turbios de Putzi, que le suplicaban su aprobación.
—Por favor, Willi. Por favor. Déjame ir.
—De acuerdo —acabó por decir él con un nudo en la garganta—. Pero sólo después de que disponga hasta el último maldito detalle de esto. No te voy a sacrificar como si fueras un chivo expiatorio.
—¡Ay, Willi, Willi! —Lo abrazó con frenesí—. Eres un muchacho maravilloso.
Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue ir a ver a Fritz.
Todo el mundo conocía la Casa de Ullstein. Once periódicos, ocho revistas, Libros Ullstein, Diseños Ullstein… el incontestable gigante editorial de Alemania. Cuando Willi entró en su altísima oficina central de Koch Strasse, subió por la grandiosa escalera flanqueada por los retratos de los famosos hermanos Ullstein, cinco en total, cada uno de los cuales dirigía una de las diferentes divisiones de la empresa. Y vigilante en lo más alto, el retrato a tamaño natural del padre de todos, Leopold Ullstein, el fundador de la empresa allá por 1877. Y justo debajo de él esperaba Fritz, y su larga cicatriz de duelista parecía fuera de lugar, como si desentonara con el mobiliario y con su propio traje de raya diplomática.
—¡Willi! —exclamó, exigiendo un abrazo, como si hiciera años que no se hubieran visto—. Con la de veces que te he suplicado que me vinieras a visitar aquí.
Ilusionado como un chaval de doce años, insistió en llevar a Willi de visita turística por el centro neurálgico de Ullstein.
—Esta centralita —alardeó, como si fuera el sexto hermano—, atiende cuarenta y tres mil llamadas al día. Esos tubos neumáticos envían todos los artículos del día a las salas de composición. Y en el tejado tenemos el mayor receptor de radio de Europa. Y mira esos nuevos teletipos; no paran ni un momento.
—He oído que los Ullstein han despedido a la mitad de sus empleados judíos —masculló Willi—. Incluida Ava.
Fritz bajó la cabeza. Dio la impresión de que tuviera algún mensaje importante que enviar y de repente se le hubieran cruzado todos los cables.
—T —tienes que entenderlo —tartamudeó, pulsando el botón de la última planta del ascensor, donde tanto él como los Ullstein tenían sus despachos—. Tuvimos una invasión en toda regla aquí justo antes de Navidad.
Cuando salieron al pasillo, Willi vio que unos obreros limpiaban con una lechada varias enormes esvásticas pintadas en las paredes, así como un gigantesco eslogan que parecía gotear sangre: «¡Abajo la dominación judía!».
—Los Ullstein representan todo lo que esos fascistas odian. La democracia, el progreso, la libertad intelectual. Y, por supuesto…, los judíos. La empresa hizo un sacrificio cruel para intentar pasar inadvertida. Pero sin duda quienes fueron despedidos serán contratados de nuevo, unas vez que todo esto amaine.
Si hombres tan poderosos como los Ullstein estaban intentando eludir a los nazis, se preguntó Willi, ¿quién se iba a enfrentar a ellos resueltamente?
Puede…, pensó mientras entraba en el despacho de Fritz, que yo.
Si fuera capaz de descubrir a las bestias que destrozaron a Gina Mancuso, quizá podría socavar toda su asquerosa operación.
Sansón y los Filisteos. Willi y Goliat.
Fritz ya tenía un descomunal mapa de Berlín-Brandeburgo-río Havel clavado con chinchetas en la pared. Cerró la puerta tras él y se pusieron manos a la obra.
Sobre la base de las corrientes medias del río durante el mes de noviembre, le dijo a Willi, había calculado que el punto más lejano en el que Gina Mancuso podría haberse metido en el río era allí: señaló el pequeño pueblo de Oranienburg, a unas quince millas náuticas al norte de Spandau. Siguió el rió con el dedo hacia el sur. Ambas orillas estaban flanqueadas por kilómetros de espesos bosques y salpicadas de innumerables brazos, canales y diminutas islas pantanosas.
A pesar del ingente tráfago de barcos —principalmente barcazas y, en verano, embarcaciones de recreo: barcos turísticos, yates, veleros, etcétera—, había escasa población humana. Un pueblecito de veraneo aquí, en la península de Tegel, señaló; un pequeño cobertizo para botes que pertenecía al equipo de remo de la universidad allí, unos cinco kilómetros al sur; y una instalación del ejército, el campo de tiro de Te–gel, un poco más allá. Sólo una carretera discurría por la orilla oriental, la que iba de Hegel a Spandau, y otra por la orilla occidental, que discurría desde Potsdam hasta la mismísima Pichelsdorf, pero nada más. En el espeso bosque de Spandau no había más que rutas de senderismo y pistas de suministros. Probablemente, lo más parecido a la selva de la metropolitana Berlín.
Los ojos de Willi escudriñaron las líneas y símbolos que se extendían ante él, como un cabalista que intenta descifrar el universo. Allí fuera, en alguna parte, Gina Mancuso había exhalado su último suspiro. Pero ¿dónde?
—Fritz —se encontró balbuciendo sin proponérselo—, ¿alguna vez has tenido noticia de algún morfinómano que haya superado la adicción?
Fritz se volvió hacia él:
—¿Te refieres… a los guantes negros?
Willi asintió con la cabeza.
—Me lo olía. —Fritz meneó la cabeza—. Las chicas como ella, sobre todo las Chicas de las Botas, siempre se pinchan entre los dedos. Con tantos fetichistas a sus pies. Pero nadie lo deja, Willi. He visto a muchos intentarlo. A todos los chicos que se engancharon en la guerra… Dejarlo es aún peor que el combate. O los mata o recaen… y entonces lo hace la aguja. Es un destino atroz.
Sí. Atroz, pensó Willi. Ella podría haber sido una Dietrich.
—¿Qué es esto de aquí? —Su dedo aterrizó sobre dos pequeñas islas enclavadas en un brazo del río varios kilómetros al sur de Oranienburg.
Fritz miró fijamente el punto indicado. Una de las islas tenía los símbolos que indicaba la presencia de edificios, más concretamente la letra K, de
Krankenhaus.
Hospital. La otra tenía varias cruces, indicativas de la existencia de un cementerio. Sin embargo, al contrario que el resto de instalaciones indicadas en el mapa, aquéllas no tenían nombres.
—¡Qué extraño! —Los ojos de Fritz revolotearon por la habitación. Alargó la mano hacia una de sus atestadas estanterías y de una balda sacó un atlas gigantesco:
Alemania, 1900.
Tras hojearlo durante un instante, encontró el mapa correspondiente al río Havel. El nombre de las islas estaba indicado con claridad:
Asylum Insel
e
Insel der Todt.
La Isla de la Muerte.
—Un cementerio de indigentes y un manicomio. Deben de estar abandonados desde hace años —sugirió Fritz—. Ni siquiera recuerdo haberlos visto desde el río.
—No los verías, a menos que penetraras en este canal. La península los oculta.
—No sé. —Fritz se encogió de hombros—. Es igual de posible que en una docena de lugares a lo largo de nuestro perímetro. El campo de tiro, el pueblo de veraneo… Puede que incluso la curtiduría que hay aquí.
Willi le echó el brazo por los hombros.
—Fritz, voy a enviar a Putzi. Es la única manera. Gustave actúa en el Ratón Blanco el día de Nochevieja. ¿Te animas?
Willi cogió el U–Bahn en Koch Strasse para volver a la Alexanderplatz. Qué alegre parecía todo bajo el cielo azul, con la interminable sucesión de tranvías y autobuses amarillos circulando de aquí para allá y los gritos que anunciaban las primeras ediciones: «¡Strasser se va! ¡Conflicto entre los nazis!». Una sorprendente confianza le levantó el ánimo; las fuentes de Fritz estaban en lo cierto. Después de todo, quizás hubiera esperanza para el año 1933. A lo mejor enviaba a Putzi y salía bien parada; y toda la operación funcionaba como un reloj; y conseguía procesar a aquellos criminales para que toda Alemania se diera cuenta de la clase de criaturas que eran. El Partido Nazi se desmoronaría, la república florecería y el mundo se pondría en orden. Se detuvo delante del escaparate lleno de pasteles del café Rippa, recordando el Berlín de años no muy lejanos, próspero, dinámico, sin catástrofes económicas ni batallas callejeras… Pero delante de los almacenes Wertheim vio de nuevo a los piquetes, un puñado de Camisas Pardas que cantaban al unísono: «Cada vez que les compras a los judíos…».
Cuando ya estaba arriba en el Alexander Haus, se quedó horrorizado al descubrir el daño que una plaga de aquellos guardias de asalto había infligido esa misma mañana poco antes del amanecer. Todos los despachos judíos habían sido forzados, y una vez dentro, habían volcado las mesas, aplastado las máquinas de escribir y esparcido los documentos por los pasillos. ¿Y dónde estaba la policía? Fuera, vigilando las puertas. La pobre Bessie Yoskowitz no se había librado y su taller había sido saqueado: los productos químicos aparecían desparramados por doquier y habían pisoteado los valiosos documentos que guardaba allí.
—A la gente insignificante como yo. —Miró a Willi con amargura—. Dijiste que no se tomarían la molestia, ¿no? Bueno, es el momento de volver a Polonia. Allí tienen antisemitas en abundancia, pero nazis todavía no, a Dios gracias. Pero no te preocupes, señor Inspektor. Tu trabajo está hecho. —Caminó entre los cristales rotos arrastrando los pies y volvió con un sobre—. Aquí está. —Se lo entregó—. Sano y salvo.
—Gracias, Bessie. Lo… lo siento tanto…
—Sí, lo sientes. Yo también.
Willi le entregó todo el dinero que llevaba en la cartera, casi cien marcos.
—Coge esto —insistió—. Y
sei gesund,
Bess. Que tengas salud.
Cuando salió de nuevo a la calle, los grupos de parados pululaban bajo el sol, moviéndose inconscientemente al ritmo de los cantos de los nazis. Willi se apoyó en una columna publicitaria y abrió el sobre.
Yoskowitz había hecho un trabajo magnífico, y había separado completamente la tinta blanca de la negra, dejando a la vista una lista legible de los socios de Meckel en el Instituto para la Higiene Racial. Eran seis. De cinco no había oído hablar jamás, pero del tercero… vaya, vaya. El doctor Oscar Schumann, traumatólogo asociado del Hospital de la Caridad. Aquello no demostraba gran cosa, se dijo, guardando el sobre de nuevo y dándose la vuelta para acudir a la Dirección General de la Policía. Sólo que Meckel y Schumann habían trabajado juntos. Pero era un paso adelante, sin duda. Llegó a la entrada Seis y abrió las puertas. Bueno, ahora todo lo que tengo que hacer es averiguar qué es eso del Instituto para la Higiene Racial.
Y dónde está.
Gunther tenía más noticias.
—¿Recuerda aquellos doscientos cincuenta y cinco pacientes desaparecidos del manicomio de Charlottenburg? —Los ojos azules del muchacho despedían fuego—. Ya sé que me dijo que dejara el asunto… pero no pude, sencillamente. He averiguado quién se los llevó. Esa maravillosa muchacha que conocí, ¿sabe? —Su nuez tembló—. Christina. Es preciosa. Y está loca por mí. El caso es que trabaja ahí fuera, en la oficina de contabilidad, y…
—¡Maldita sea, Gunther, ve al grano!
Willi sentía palpitaciones en el cráneo. No podía dejar de pensar en aquellas oficinas saqueadas ni en la cara llena de dolor de Bessie Yoskowitz. ¿Dónde acabaría todo aquello?
—La cuestión, señor —dijo Gunther, tragando saliva—, es que a todos aquellos pacientes se los llevó la misma gente con la que Meckel estaba asociado.
Le entregó a Willi una hoja de papel. Era una copia de la orden de transporte. Traslado de ochenta y cinco internos del Psiquiátrico de Berlín–Charlottenburg a un lugar llamado Sachsenhausen para recibir «Tratamiento Especial». Ninguna dirección y, en la parte inferior, un sello negro donde sólo se leía: «IHR».
Instituto para la Higiene Racial.
E
rnst Roehm no tuvo nada que ver con la muerte de Meckel —insistió Von Schleicher en la Cancillería del Reich a la tarde siguiente. Su nueva mesa, advirtió Willi, era casi tan grande como la de Von Hindenburg… aunque no del todo. El presidente del Reich seguía siendo el hombre más poderoso de Alemania. Había nombrado a Von Schleicher con un simple movimiento de cabeza, y podía deshacerse de él con la misma facilidad.
Willi se quedó perplejo ante tal aseveración. —Si no fue Roehm, entonces ¿quién? El canciller se quitó el monóculo y se recostó completamente en su sillón de piel roja. Parecía demacrado. Era como si hubiera envejecido varios años desde que Willi lo había visto unas semanas atrás en Bendler Strasse, cuando era un simple ministro de la Guerra. En ese momento su voz era débil y ronca, como si no hiciera otra cosa en todo el día que dar órdenes a gritos… en vano.
—De quién era el dedo concreto que apretó el gatillo —el canciller hizo una mueca de dolor cuando se pellizcó la nariz— es algo sobre lo que yo no me pondría a especular. —Miró a Willi con aburrimiento—. Pero, con toda probabilidad, el resto del cuerpo iba vestido con un uniforme negro.
—¿Negro?
Willi estaba seguro de que tenía que haber sido marrón. ¿Desde cuándo el catálogo de los Camisas Negras, una unidad de inteligencia, incluía el asesinato?