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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (21 page)

BOOK: Los Sonambulos
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El convoy iba atestado. Los adolescentes bebían y tiraban tracas entre los pies de los pasajeros, y las explosiones rápidas y violentas hacían que las mujeres gritaran como si estuvieran siendo ametralladas. Una incluso se desmayó. Putzi, parada en un rincón con aspecto de zombi, parecía no estar allí.

Aproximadamente una docena de personas seguían a bordo cuando llegaron al final de la línea. Fritz y Willi la dejaron salir primero, por si alguien más la estuviera siguiendo. Se detuvieron en el andén y allí se quedaron observando la silueta rosa de Putzi que descendía el largo tramo de escaleras. Parecía saber exactamente adonde se dirigía. Ya en la calle, caminó lentamente hacia la esquina, miró hacia ambos lados y cruzó.

Y, tras pasar directamente por debajo de la bandera nazi, Putzi desapareció en el interior de El Ciervo Negro.

Capítulo 17

A
l cabo de una hora, Fritz le dio un codazo.

—Esto me recuerda a Soissons, ¿eh, Willi? Primavera de 1918. ¿Te acuerdas? Detrás de las líneas francesas.

Willi apenas estaba de humor para recordatorios. Pero ahora que lo decía… sí. Era algo así. La luna reflejándose en el río; la atmósfera negra y opresiva; un millón de estrellas… Y la angustia royéndole las entrañas. Putzi podía salir por aquella puerta en cualquier momento con sus raptores… y la persecución continuaría. Habían rodeado la posada de El Ciervo Negro. Willi había hecho aparcar los camiones con radio a unas manzanas de allí, en las únicas calles laterales por las que se podía entrar y salir, al mando de unos oficiales del Reichswehr escogidos personalmente por Von Schleicher. Tenía a más hombres de Schleicher en el interior de la estación del S–Bahn, apostados con prismáticos en la torre de la ciudadela y en el callejón que había detrás de la taberna. Dentro, Gunther estaba preparado para telefonearlo en cuanto Putzi se dispusiera a salir. Willi y Fritz esperaban río abajo, en el embarcadero de los Cruceros del Río Havel, donde el nuevo yate de Fritz,
El Valentina,
estaba fondeado con los depósitos llenos y la tercera radio móvil a bordo.

Dado que Willi no sabía lo que les aguardaba dondequiera que fueran, no había tenido más remedio que limitar aquella etapa de la operación al reconocimiento. Era evidente que el lugar de Sachsenhausen estaba increíblemente aislado. Pero ¿disponía de armas? Y de ser así, ¿con qué fuerzas contaba? ¿Y cuánta gente lo guardaba? Aquéllas eran cosas que tenía que saber antes de organizar cualquier clase de ataque. Así que había extraído el plan de uno de los viejos manuales bélicos. Él y Fritz iban a emprender el reconocimiento del terreno a la vieja usanza. En coche o por barco, seguirían a Putzi como y adondequiera que aquellos bastardos la llevaran. Ya reconocida la configuración del enemigo, y sabiendo a qué se estaban enfrentando, entonces, y sólo entonces, avisarían a los refuerzos.

La espera era lo peor de todo; era algo que habían aprendido, no sin dolor, en el Frente Occidental. Mientras ajustaba los prismáticos hacia El Ciervo Negro, justo por debajo de la bandera nazi, Willi no impidió que Fritz siguiera dándole codazos sin parar, sabiendo que aquello liberaba la tensión.

—¿Te acuerdas del día en que vimos volverse majareta a Ludendorff?

No era uno de los mejores recuerdos.

En noviembre de 1918, el momento del amargo final, habían visto a Erich Ludendorff, comandante supremo del Alto Mando Imperial, sucumbir a un ataque de nervios sentado en su limusina descapotable en medio del tráfago con el resto del ejército que se retiraba. Despotricando, gritando, golpeando el coche, culpando al káiser, al Reichstag, a Von Hindenburg, a todo el mundo excepto a sí mismo, de perder la guerra.

—Te lo juro, Willi, medio Berlín se ha vuelto loco. —La angustia contenida en la voz de Fritz era inconfundible—. Nunca he visto nada parecido a esto. Todo el mundo hace planes como si no hubiera un mañana. Todo está a punto de explotar.

A través de los prismáticos, Willi observaba la esvástica agitada por el viento.

—Von Papen está absolutamente empeñado en vengarse de Von Schleicher por haberlo dejado en la calle el pasado noviembre, y decidido a establecer una nueva alianza… con Hitler. Lo entrevisté el otro día. Ha perdido por completo la razón. Y está convencido de que los nazis se han debilitado lo bastante como para que, si Von Hindenburg hace restallar el látigo presidencial y él asume la vicecancillería, Hitler pueda ser domesticado como canciller. Me repitió todos los rumores estúpidos que circulan por Berlín: que si los comunistas están listos para unirse a las tropas soviéticas, que si el káiser está tramando su regreso con la ayuda de la corona británica…

»Y en cuanto a nuestro querido amigo Von Schleicher… Bueno, pues lejos de llevarse tras él a un tercio del partido, Strasser ha huido del país… ¡solo! Los socialistas están a punto de abandonar la coalición con Von Schleicher, y los Junkers, la nobleza rural, apoyan a Papen. No, me temo que ahora nuestro futuro está en manos de los comunistas o del…

El teléfono de la cabina amarilla sonó con estruendo. Willi lo cogió.

—Puerta lateral —susurró Gunther—. Por la terraza de la cervecería.

Por fin. En una hora empezaría a salir el sol, y sería imposible realizar una persecución camuflada, sobre todo por barco. Pero en ese momento, a través de los prismáticos, Willi acababa de divisar el traje de noche rosa de Putzi en la oscuridad previa al amanecer; escoltada por dos hombres con abrigo, atravesó la cervecería, avanzó por un embarcadero y se subió a una lancha con motor interior.

El motor se encendió de repente con un rugido. Willi le pasó los prismáticos a Fritz.

—Es una V–10. —Fritz escuchó, más que mirar—. Quizá de unos ciento ochenta caballos. Podemos bailar un charlestón.

—Con un tango me conformo —dijo Willi—. ¡Vamos,
vorwärts!

Subieron a trompicones a bordo de
El Valentina,
una «obra de arte» de veinticinco mil marcos, según Fritz, construida por encargo con accesorios cromados, cubierta de caoba y tapicería de cuero de la mejor calidad. Y con 250 caballos de potencia, se recordó en ese momento, mientras soltaba amarras a toda prisa. Una vez a bordo, se ocultaron en las sombras, esperando a que su presa se acercara, pasara por su lado rugiendo y se adentrara en el ancho y negro Havel. Poco antes de que desaparecieran, Fritz arrancó el motor.

De repente el viento agitó con violencia el pelo de Willi. Una rociada helada le abofeteó en la cara, y cuando se disponía a conectar la radio, se encontró aferrado al asiento para evitar ser lanzado por la borda. Sólo a fuerza de osadía consiguió por fin contactar con uno de sus camiones de comunicaciones.

—Dirección nornoroeste por el Havel —dijo, prácticamente gritando para que lo oyeran.

— Verstanden,
Herr Inspektor.

Willi lamentó no haberse llevado unos guantes. Y un sombrero. Ni siquiera de niño le había gustado navegar. Cuanto más deprisa iban y más acusado era el balanceo, en peor estado se encontraba su estómago. Aquél había sido un motivo determinante para que no se hubiera alistado en la Marina.

—¿Estás seguro de que no nos ven? —Willi tenía la boca llena de saliva.

—No hay garantía —gritó Fritz desde el timón—. Procuro mantenerme todo lo lejos que…

Willi se agarró a la barra de la borda y vomitó.

A Fritz le entró tal ataque de risa que a punto estuvo de perder el control de la embarcación.

A la media hora estaban bordeando la orilla de la península de Tegel, dirigiéndose directamente al norte hacia Oranienburg, donde el río se estrechaba hasta la mitad de su anchura. Habían dejado atrás el cobertizo de las barcas y el pueblo de veraneo. ¿Dónde estaba Sachsenhausen?

Willi acababa de comunicar por radio su última posición, cuando oyó gritar a Fritz:

—¡Hostia!, nos han descubierto.

—No…

Willi dejó caer el micrófono y se levantó a trompicones, rezando para que no fuera verdad. Pero aun en la neblinosa oscuridad era evidente que la lancha de delante estaba girando repentinamente a la derecha, lanzando una enorme rociada cuando prácticamente se levantó sobre su popa y se dirigió directamente hacia ellos.

Desastre.

Las alternativas eran sobrecogedoras. Willi sabía que podían resolverlo a tiros, pues no había sido tan tonto como para ir desarmado. Pero Putzi podía resultar herida. Podían girar y dejarlos atrás… pero entonces perderían a Putzi. Y a Sachsenhausen. Podían dejar que los alcanzaran y fingir que habían ido casualmente a pescar allí a las cinco de la mañana. Pero había tantas probabilidades de que aquellos maníacos se lo creyeran como de que volvieran contra ellos una ametralladora y los arrojaran al Havel. Un sudor gélido le cubrió la cara y el cuero cabelludo, le bajó hasta el cuello y la espalda. Buscó frenéticamente en el horizonte; tenía que haber alguna manera de escapar, en algún sitio tenía que haber una orilla. Como… aquélla… que ocultaba un gigantesco abeto.

—¡Allí! —gritó.

Fritz lo entendió.

Metiéndose directamente entre la espesura verde, el barco se dirigió en diagonal hacia la orilla. Cuando arañaron el fondo, Fritz apagó el motor. La luna desapareció y quedaron envueltos en la oscuridad. Unas grandes ramas colgantes acogieron compasivamente a
La Valentina.

El ruidoso motor de su antigua presa —en ese momento, su perseguidor— se hizo más fuerte. Fritz y él se pegaron a cubierta, y la angustia hizo que a Willi le ardiera prácticamente la cabeza. Si los localizaban, estaban todos perdidos. Más fuerte… más fuerte… La lancha estaba encima de ellos. Pasó rápidamente por su lado… ajena a su paradero. ¡Lo habían conseguido!

Con un poco de suerte, todavía podrían acabar aquella misión. Pero el optimismo de Willi se reveló prematuro.

Un minuto después, sospechando los de la lancha que les habían dado esquinazo, volvieron sobre sus pasos y empezaron a aproximarse de nuevo, esta vez más lentamente y más cerca de la orilla.

¡Ra–ta–ta–ta! ¡Ra–ta–ta–ta! Una ametralladora abrió fuego como una traca de feria… aleatoriamente contra los árboles. A medida que se acercaban, la cubierta en torno a la cara de Willi explotó en astillas de caoba y el cromado salió volando produciendo unos chirridos estridentes y patéticos. Saltaron chispas, cayeron ramas. ¡Ra–ta–ta–ta! ¡Ra–ta–ta–ta! El enemigo siguió avanzando por la orilla, y los disparos atravesaron el bosque durante lo que se antojaron minutos. Entonces, el fuego se detuvo; el motor de la lancha volvió a hacerse más fuerte. Se dirigían de nuevo río arriba por el Havel, retomando su rumbo original.

Fritz gruñó ruidosamente, Willi apartó las ramas de su cara. Tosiendo por el azufre, se dio cuenta de que el barco estaba considerablemente escorado a la derecha. El receptor de radio era un montón de cables humeantes, y Fritz se arrastraba sobre su tapicería de cuero con el hombro enrojecido por la sangre.

—¿Qué le han hecho a mi hermosa
Valentina?
—gimió.

Que zurzan a tu
Valentina,
pensó Willi, buscando el botiquín.

¿Qué le han hecho a nuestra misión?

Capítulo 18

B
ajo la cubierta verde imperaba un resplandor infernal y, en el suelo, la alfombra de agujas devolvía el eco de todos los pasos inútiles. Los grandes pájaros se mofaban con sus estridentes graznidos. Estaban perdidos en el
Urwald,
en el bosque primigenio.

Podría haber sido peor. Los podrían haber matado, o capturado, o llevado a Sachsenhausen, o desollado vivos. Pero la situación era bastante mala. Habían perdido el barco y la radio. Y también a Putzi. Friz tenía una bala alojada en el hombro. El vendaje que Willi le había hecho no conseguía detener la hemorragia, y su amigo empezaba a delirar.

—¿S–sabías…? —tartamudeó Fritz, que para entonces casi arrastraba los pies. Willi tenía que levantarlo a cada paso, pesado y dolorido—. ¿Sabías que nuestros antepasados germanos creían que el mundo entero se apoyaba en un gigantesco árbol de hoja perenne?

—Por Dios,
Mensch,
no malgastes las fuerzas. —¿Y que bajo sus ramas habitaban los dioses de los bosques, que se sentaban a juzgar a los muertos bajo sus raíces? —Fritz, te he dicho que te calles.

Lo último que Willi necesitaba era que le recordaran el pasado pagano. Iban dando tumbos por una oscuridad sobrenatural, sin la menor idea de dónde estaban, sin carreteras ni caminos. Sólo coníferas, kilómetros y kilómetros de ellas, por las que apenas penetraba un rayo de sol. Con la brújula destrozada, caminaban irremediablemente a la deriva. Como Hansel y Gretel en el bosque.

«El miedo hace al lobo más grande de lo que es», recordó Willi que le decía su madre cuando era niño. Pero, en ese preciso momento, ni siquiera se veía capaz de enfrentarse a un lobezno.

Fritz dio un traspié y se desplomó, y al caer, su cuerpo rompió una rama que había en el suelo.

A Willi se le rompió el corazón. Se inclinó sobre su viejo amigo y le levantó el torso. Entonces se dio cuenta de que el vendaje estaba empapado de sangre.

—Déjame, Willi —dijo Fritz entre jadeos, mortalmente blanco—. Sigue tú. Sálvate.

—Si no lo hice en Francia, ¿crees que te voy a abandonar a treinta kilómetros del centro de Berlín? Tiene que haber alguien en esta selva dejada de la mano de Dios.

—Hilfe!
—gritó Willi a pleno pulmón.

Pero la única respuesta que consiguió fue la de su propia voz asustada.

Allí parado, mientras examinaba el bosque lleno de rabia, se dio cuenta de que no había otra solución; iba a tener que llevar a Fritz a cuestas.

Tiró de su amigo, lo levantó y se lo cargó a la espalda, sintiendo el peso en las rodillas, en las canillas, en los tobillos. Lo ignoró y empezó a caminar. Pero ¿en qué dirección? Por lo que sabía, llevaban horas dando vueltas en círculos. Sin embargo, ¿qué otra alternativa había salvo la de decidirse por un camino y seguirlo? Eso hizo. Aunque no pasó mucho tiempo antes de que el peso se le hiciera insoportable. Empezó a tener calambres en la espalda, los muslos le temblaban; cada paso que daba se hacía imposible, era más de lo que podía soportar.
Not Bricht Eisen,
otro de los refranes de su madre que le cruzaba los pensamientos como un mazazo: la necesidad quiebra el acero.

—¿Sabes? En este bosque se mezclaban las coníferas y los árboles de hoja caduca —le mascullaba Fritz al oído. Willi sentía que la sangre de su amigo le mojaba el hombro—. Durante la guerra, los berlineses venían caminando hasta aquí a buscar leña. Talaron todos los abedules y álamos, los alisos y…

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