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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (27 page)

BOOK: Los Sonambulos
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En el puente peatonal sobre el Kupfergraben se sintió abrumado por la insensata ironía de todo aquello. Ernst Roehm le había salvado la vida, aunque de manera involuntaria; Himmler y Heydrich tenían demasiado miedo de enemistarse con un hombre que Tenía medio millón de Camisas Pardas a su mando. Así que se habían desecho de Meckel. Pero ¿cuánto duraría aquel bastión?

Mientras avanzaba penosamente por las ventosas aceras de Georgen Strasse, sólo una certeza se hizo evidente en sus pensamientos: su carrera en las fuerzas policiales de Berlín estaba arruinada. La mítica búsqueda a la que lo habían enviado —el rescate de la princesa desaparecida— no había sido más que una triquiñuela. Horthstaler pintaba todo el cuadro con su puro. Querían echar al chico judío. Y también lo fastidiarían a él. De una manera u otra.

A menos que…

A menos que pudiera hacer una redada en Sachsenhausen. Entonces, el caso se publicaría en toda Alemania. La gente cambia de opinión. Mira, si no, a Frau Meckel. Al menos en ese momento —se caló el sombrero para protegerse del viento— habría una oportunidad de echar el guante a todo aquel montón de depravados. Thurseblot. El simple nombre le provocó un escalofrío en todo el cuerpo. Aunque primero tendría que encontrar Sachsenhausen. No puedes tener lo uno sin lo otro. Se enviarían señales. La enfermedad perdura. Había que cauterizarlo todo simultáneamente.

Sólo que no tenía ni idea de cuándo era luna llena.

En la acera de enfrente había una librería. Un anciano con un chaleco de lana estaba a punto de bajar la persiana; Willi echó a correr para detenerlo.

—Señor, ¿podría entrar a consultar un calendario y averiguar cuándo es la próxima luna llena? Es importantísimo.

El viejo se irguió con desprecio.

—Por la manera en que la gente depende de las estrellas y la luna en estos días, cualquiera diría que nunca debió de existir la tal Ilustración.

Willi no tenía energías para un debate filosófico.

—Es un asunto policial —y le enseñó la placa.

—Bueno, entonces fijo que la Edad de la Razón ha muerto —gruñó el viejo—. Si la policía tiene que consultar las estrellas…

Quizá tenga razón, pensó Willi.

Pero, fuera cual fuese la época, una placa de la Kripo solucionaba las cosas en Alemania, y así pudo asegurarse de la fecha con bastante celeridad.

Imposible. ¿No era hasta el veinticuatro? ¿A más de tres semanas vista? No podía esperar tanto. Putzi, tampoco. Y sin embargo… ¿qué otra alternativa había? Thurseblot era la única noche en que se juntaban todos. ¡Por Dios!

Se ciñó la bufanda con más fuerza y prosiguió hacia Friedrich Strasse sintiéndose mal. Justo delante de él, las luces de la estación de tren parecían llamarlo.

Enseguida lo entendió: la madre de Putzi.

La pobreza le llenó la nariz cuando llegó al viejo barrio de casas de vecinos. Ojos ausentes lo miraron a través de las ventanas agrietadas; unos niños sucios merodeaban por el pasillo. La madre de Putzi llegó hasta la puerta, pero apenas se podía mantener erguida. Llevaba el pelo hecho un desastre, tenía los ojos entrecerrados y la peste a ginebra barata colgaba de ella como su vestido andrajoso.

—Frau Hoffmeyer. —A Willi le ardió el estómago por la acidez. ¿Cómo le decía uno a una madre que su hija había desaparecido? ¿Y que todo había sido por tu culpa?—. Soy el Inspektor–Detektiv Kraus. Tengo que hablar con usted un momento… sobre Putzi.

—¿Putzi? —La voz de la mujer se le antojó amoníaco cuando le golpeó la cara. Igual de áspera. Igual de cáustica—. Tío, llega un poco tarde para eso.

—¿Perdón?

—Que ya han estado aquí. Que lo sé todo.

—¿Quién ha estado aquí?

Los ojos de la mujer destellaron, como si estuviera hablando con un completo idiota.

—Sus chicos. La Schupo. La Policía de Seguridad.

—Yo soy de la Kripo.

—¿Y qué? ¿Es que me va a contar una historia diferente? —Metió una mano en el bolsillo de su vestido y sacó un pequeño documento de identificación, que agitó furiosamente hacia él. Era de Putzi. Pero no podía ser; ella lo llevaba aquella noche. Willi la había visto meterlo en el bolso.

—¿Me va a decir que mi hija «no» ha sido asesinada?

Willi se quedó completamente sin aire.

—Con su profesión, y la clase de maníacos que andan sueltos hoy en día… no fue lo que se dice una gran sorpresa. —La mujer fingió escupir—. Una dominatriz. Sabía que acabaría sucediendo. Sin embargo, no piense que no me duele tener que oír que le han partido el cráneo en dos. —Sus ojos inyectados en sangre se clavaron en él—. Al menos murió en el acto. —La áspera voz se quebró a mitad de frase—. Eso es todo por lo que puedo estar agradecida. Ahora, por amor de Dios, ¡déjeme en paz!

Y le cerró la puerta en las narices de un portazo.

Willi permaneció allí parado, como si su propio cráneo hubiera sido partido en dos. Poco a poco, sumido en un dolor pulsátil, empezó a juntarlo. Putzi debía de haber seguido con el jueguecito de ser polaca hasta Sachsenhausen. Sólo que…, para entonces, ya sería demasiado tarde: habría visto demasiado, y no podían soltarla. Aunque una madre alemana se merecía una notificación… así que habían enviado a la Schupo con un cuento. Una mentira a medias; probablemente le habrían partido el cráneo en dos. ¡Los muy bastardos!

Intentó mantener la entereza, aunque mientras bajaba la escalera iba sintiendo que sus propios resortes interiores se desprendían a cada paso que daba. Y cuando llegó al portal sus piernas cedieron. Se deslizó por la pared hasta el suelo y allí se quedó, agachado, emitiendo una especie de gemido animal, manteniendo los brazos sobre la cabeza, como si lo estuvieran apaleando. Las imágenes de Putzi aparecían fugazmente sin interrupción en su cabeza. Con qué claridad podía verla contoneándose por Tauentzicn Strasse, con su chaqué de hombre y sus pantalones negros de seda. Y bailando aquel cancán, con sus pechos blancos y saltarines. Y vestida con aquel ceñido vestido rosa con la cremallera hasta arriba, brindando por 1933.

Agachado allí, llorando a moco tendido, incapaz de parar, sus hombros se sacudieron dolorosa y espasmódicamente.

¿Acaso él era mejor que los nazis que la habían matado?

¿Por que la había dejado ir?, se preguntaba. ¿Porque era una morfinómana? ¿Porque le gustaba que la zurraran? ¿Porque eso la hacía infrahumana? ¿Algo con lo que… experimentar?

Pero, de todas formas, tuvo que recordar: él no la había obligado exactamente. Para empezar, la idea había sido de ella; le había suplicado que la dejara ir. Y le había imprecado por negarle la oportunidad de hacer algo con sentido en su vida.

Sin importar lo que eso significara.

Era una mujer espectacular, y la vida jamás le había dado una oportunidad. ¿Quién sabe?, a lo mejor las pocas semanas que habían pasado juntos eran las mejores que había tenido nunca.

Y tampoco habían sido malas para él.

Al final, ya no le quedaron lágrimas. Sacó su pañuelo, se enjugó la cara y levantó la cabeza poco a poco. A través de sus ojos acuosos y agotados, distinguió a un grupo de niños en el portal que lo miraban perplejos, como si fuera Charlie Chaplin o algo parecido.

El cielo parecía pintado de azul a la mañana siguiente, cuando, con todos los músculos palpitándole dolorosamente, él y Gunther se pusieron en camino a Oranienburg en un Opel camuflado de la policía. Aquel mundo en el que vivían estaba empezando a hartarlo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido, tan estúpidamente temerario? ¡Pobre Putzi! Gunther, por su parte, aunque estupefacto por la medida disciplinaria tomada contra Willi, conseguía mantener el ánimo.

Encontraremos a esa princesa búlgara —no paraba de decir—. Ya lo verá. Diez días es mucho tiempo, jefe.

Willi no tenía valor para contarle nada. Cuando llegara la Thurseblot, estaría fuera del cuerpo. A la intemperie. Con el resto de parados.

Pero no todo estaba perdido.

El canciller de Alemania estaba de su lado. Y las fuerzas armadas.

—Mantén los ojos y los oídos bien abiertos. —Willi seguía adiestrando al muchacho de manera instintiva—. Y la nariz, Gunther. Para encontrar esa fetidez.

Al menos ya no tenía que preocuparse por Putzi. Triste consuelo; pero, una vez desaparecida, Willi podía tomarse su tiempo y hacer aquello de la manera adecuada. Hubiera preferido hacer que regresara. Pero sólo Dios sabía cuántas más almas seguían allí, esperando a ser rescatadas. Y las iba a encontrar aunque perdiera la vida en el intento.

A menos de una hora de la Dirección General de la Policía, Oranienburg era un pueblecito de cuento de hadas. Todos los edificios, con empinados tejados de tejas rojas, estaban pintados de un blanco reluciente. Los cascos de los caballos resonaban contra los adoquines al pasar tirando de los carros de heno. Los cisnes tomaban el sol a orillas del río. En el ayuntamiento, el
Bürgermeister
fingió entusiasmarse al verlos. ¡Dos policías del centro de Berlín! ¿Qué había traído allí a dos inspectores de la Kripo, nada menos que a su tranquilo pueblo?

—Herr Bürgermeister
, en julio pasado presentó una denuncia ante el Ministerio de Sanidad de Konigsberger Strasse.

El alcalde juntó las cejas, haciendo el paripé de que intentaba recordar.

—Ach,
sí. —Pareció que hubiera tenido una revelación—. Aquella peste a pescado podrido del verano pasado. Bueno

Golt sei Dank
, todo aquello ha acabado ya. A unos
Idioten
de la curtiduría se les derramó un barril de ácido tánico. Mataron un cardumen entero de carpas. ¿Se lo pueden creer? Cientos de marcos tirados por una torpeza. Además de lo que costó limpiarlo. No lo volverán a hacer.

Seguro que no, como bien sabía Willi: aquella curtiduría llevaba cerrada desde 1930.

—Sin embargo, ha habido numerosas denuncias —añadió Willi mirando al alcalde—. Incluidas varias el mes pasado. Sobre un olor asqueroso y acre en el río, como a carne podrida.

—Bueno, en el río siempre hay olores raros, como es natural. —El alcalde sonreía implacablemente—. Podría deberse a docenas de motivos. Bien sabe Dios que aquí tenemos una buena cantidad de mofetas.

Willi se dio cuenta de que estaba malgastando saliva.

Era evidente que desde el pasado mes de julio, alguien había dejado bastante claro al alcalde que «no» había ningún olor asqueroso en Oranienburg.

—Bueno, pues si no hay ningún problema… —Willi guardó su libreta.

—Por supuesto que no. ¡Ningún problema en absoluto!

—Entonces, hemos venido hasta aquí en balde, Gunther.

—Podría sugerirles —el alcalde señaló alegremente por la ventana— una visita turística a nuestro palacio barroco. Es una experiencia encantadora, se lo aseguro.

—Sin duda. Willi le guiñó un ojo.

Una vez fuera, Gunther emitió un silbido de asombro.

—Más falso que un ojo de cristal.

Bien, Gunther. Agudiza tus sentidos. Mantenlos siempre alerta.

Willi aspiró. El aire era verdaderamente dulzón, un aire campestre que hacía que uno se diera cuenta de la asquerosidad de lo que se respiraba en la ciudad. A Putzi le habría encantado aquel lugar.

Se saltaron el palacio y se dirigieron a las seis direcciones cuyos moradores habían presentado las denuncias por malos olores. Como una sola persona, todos coincidieron en que los molestos olores habían desaparecido por completo. Willi y Gunther preguntaron al peluquero, a la florista, al sastre… Sorprendentemente, los habitantes de Oranienburg se mostraron unánimes en su convencimiento de que no había lugar en la tierra en el que el aire fuera mejor que allí, a la orilla del apacible río Havel.

—De lo que no hay duda es de que algo apesta en este pueblo —observó finalmente Gunther—. Todos se comportan como marionetas.

—Entonces, tenemos que husmear un poco más por ahí. Averiguar quién es el que tira de los hilos, ¿eh, Gunther?

Así que se metieron de nuevo en el pequeño Opel y se dirigieron al sur por la carretera que discurría en paralelo al río. Según el mapa, a un kilómetro y medio a través del bosque se encontraba la curtiduría abandonada. En efecto, tras coronar la cima de una pequeña colina, divisaron su imponente chimenea. Willi pisó el freno.

No cabía engañarse acerca del espeso humo negro que manaba de la boca del cañón.

—¡Y una mierda abandonada! —dijo Gunther.

Al doblar la siguiente curva, la vieja curtiduría apareció a unos cien metros a su derecha, una larga construcción de madera sin pintar con aspecto de cobertizo que se levantaba justo al lado del río. Willi aparcó el coche en la cuneta y cargaron las pistolas. Después de subir a un altozano próximo para conseguir una visión general, oyeron varios gritos desgarradores.

—¡Santo cielo! —gimió Gunther.

Abajo se veía un pequeño prado agostado, y en el lado más alejado de éste la desvencijada curtiduría, escupiendo humo. En el centro del campo una docena de niños, que gritaban frenéticamente, estaban de rodillas y formaban una rígida fila, totalmente enfrascados en su juego de la pídola.

Willi se rió.

La Gran Depresión había dejado a miles de personas sin hogar, y era evidente que unas cuantas docenas se habían refugiado allí. En el exterior del viejo edificio, varias mujeres andrajosas se peleaban con el viento para tender la colada en las cuerdas. Dos hombres descargaban unas cajas de embalaje de un camión destartalado. Sin duda alguna, aquello no era Sachsenhausen.

De nuevo en el coche, y tras recorrer otro kilómetro por la carretera, llegaron a la fábrica de ladrillos de Oranienburg. Unos camiones llenos hasta arriba de pilas de ladrillos rojos salieron retumbando por el portón de la fábrica, pasaron junto a los dos policías y tomaron la carretera que llevaba al pueblo. En el aire flotaba un polvo caliente y arenoso. Ningún olor a podrido.

Según el mapa, a un kilómetro de distancia estaba el desvío al puente que llevaba directamente a la isla del manicomio. Sólo que, pasada la fábrica, la carretera pavimentada se acababa y se adentraba en el bosque convertida en un lastimoso camino forestal.

—Bueno, muchacho —Willi cambió de marcha—, será mejor que te sujetes el sombrero.

El Opel cogió cada bache y cada bulto del camino como si fuera a ser el último. Gunther se golpeó la cabeza contra el techo varias veces. Pero, a medida que avanzaban, los nervios de Willi se iban tensando por minutos. Odiaba aquellos malditos bosques oscuros; uno nunca sabía lo que había a la vuelta de la siguiente curva. Por suerte, encontraron el desvío y vieron el puente justo delante de ellos. Pero una barricada de alambre de espino les impedía el paso.

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