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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (35 page)

BOOK: Los Sonambulos
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—Creo que esto echa por tierra tu teoría sobre su llegada al poder.

—¡Dios mío!, está si cabe aún más histérico. —A Max se le marcaron las venas en la frente—. No me extrañaría nada que esos canallas cerraran las fronteras y nos atraparan a todos como quien atrapa moscas con un tarro. Propongo que nos vayamos. Y mejor hoy que mañana.

Willi acordó comprar los billetes para el tren nocturno a París.

Ava lo detuvo antes de que se fuera; en sus ojos oscuros había una mirada implorante.

—¿Hasta luego, entonces?

—Sí, por supuesto. —Willi le apretó la mano. De repente sintió que había muchas cosas que quería decirle. Pero no había tiempo.

En la estación del Zoo, la cola para los billetes se extendía por toda la manzana. Willi percibió el miedo y la desesperación en el aire, la incredulidad de que aquello estuviera ocurriendo realmente. Los nazis… ¡en el poder! Más tarde, cuando se reunió con Max y Ava en el andén, la tensión no había hecho más que empeorar. Las montañas de equipajes apenas dejaban espacio para toda la gente que intentaba despedirse de los que se marchaban. Un pequeño grupo se había congregado para decir adiós a Kurt Weil y Lotte Lenya. Vicki Baum, la famosa autora de
Grand Hotel,
Erich Mendelsohn, el arquitecto por excelencia de la República de Weimar, y hasta la grandiosa Marlene Dietrich habían subido ya al tren. Willi esperó a que Max y Ava estuvieran sentados para decirles que él no se iba.

—Entiendo. —Ava palideció—. Hay cosas más cruciales, ¿eh? —Willi bajó la cabeza. Si tan sólo fuera capaz de hacerla comprender… —. ¿Y si cierran la frontera, Willi? Entonces, ¿qué?

—Soy un héroe de guerra condecorado, ¿recuerdas? Sé lo que es atravesar tierra de nadie.

—Ya no eres ningún muchacho. —Los ojos oscuros de Ava brillaron—. ¡Por amor de Dios!, eres padre. Esos niños te necesitan.

—Y yo a ellos. —Willi suspiró—. Y a ti también. —La abrazó rápidamente y se bajó a toda prisa del tren. Ya había llegado demasiado lejos para rendirse. Llámame idiota, pensaba minutos más tarde al subir al BMW, pero bajo ningún concepto me iré sin esas pruebas. En cuanto el mundo vea lo que ocurrió en Sachsenhausen, echarán a Hitler del poder. Del mundo civilizado.

Pero al aproximarse a la Ku–damm desde Hardenburger Strasse, un extraño resplandor se reflejó en los edificios. El tráfico se detuvo y la gente salió de sus vehículos. Willi apagó el motor. A cada paso que daba hacia el cruce, su inquietud aumentaba. Un estrépito de platillos llegó hasta sus oídos y el humo empezó a irritarle las narices. En la esquina tuvo que ponerse de puntillas. Se quedó helado de pies a cabeza. Hasta donde su vista alcanzaba, a lo largo de todo el gran bulevar, una multitud interminable de Camisas Pardas marchaba hacia el centro de la ciudad en un descomunal desfile a la luz de las antorchas. Un ejército conquistador, con las banderas desplegadas y los tambores atronando. Ni todos los anuncios de neón de la Ku–damm le llegaban a la suela de los zapatos a aquel impetuoso río de fuego.

Esa noche apenas pudo pegar ojo, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera cómo sacar aquellas cajas del Reichstag. Fritz le había dicho que su director, Kreisler, había hablado con uno de los hermanos Ullstein. La empresa se arriesgaría a publicar la historia, siempre que se pudiera comprobar. Incluso podían esconder las cajas en el almacén de los Ullstein. Siempre y cuando pudieran transportarlas hasta allí.

A primera hora de la mañana, Willi y Fritz cogieron un tranvía con la esperanza de encontrar al diputado socialista en su casa del norte de Berlín. Fritz se mostraba optimista, convencido como estaba de que las cosas no serían tan malas como parecían. Numerosas fuentes habían confirmado sus sospechas de que una alianza entre los conservadores de Von Papen y los nacionalistas de Hugenberg cercarían a Hitler, provocarían su desprestigio y lo dejarían atónito y, cuando llegara el momento, acabarían con sus planes.

—Von Schleicher tuvo cincuenta y ocho días. A Hitler le doy cuarenta y dos. Seis semanas. Ni una más. Puedes apostar por ello. Yo ya lo he hecho… ¡diez mil marcos!

Aunque, en Bulowplatz, tuvieron la sensación de bajar del tranvía para meterse directamente en el decorado de una película de terror de Fritz Lang. La gran sede del Partido Comunista del otro lado de la plaza, cubierta con unas gigantescas banderas con la cara de Lenin, estaba completamente rodeada por miles de nazis vociferantes. «¡Rojos, marchaos! ¡Rojos, marchaos!». La gente era sacada del interior por los pelos, arrojada a la calle y obligada a recorrer un pasillo humano a golpe de porras, del que salían tambaleándose con las cabezas ensangrentadas. Se produjo un estrépito terrible. Una ventana del último piso saltó hecha añicos, y dos Camisas Pardas, desde una altura de seis pisos hasta la acera, suspendieron en el aire a un hombre que no paraba de gritar. A Willi dejó de latirle el corazón. No podían hacerlo. No lo harían. Pero, al igual que los romanos en el Coliseo, la muchedumbre rugió, moviendo los pulgares hacia abajo, y la víctima cayó con un alarido espantoso, agitando los brazos contra el destino.

Willi y Fritz atravesaron la manzana prácticamente corriendo. En casa de Eckelmann, nadie respondió al timbre. La portera les dijo que, como todos los diputados socialistas, al menos los que tenían cerebro, se había metido bajo tierra. Los dos se quedaron clavados en el sitio, incapaces de reaccionar.

—¡Vamos! —dijo Fritz—. Cojamos un taxi para regresar.

En el taxi no dejó de acariciarse pensativamente la cicatriz de duelista.

—Sé que pinta mal, pero es sólo pasajero, ya lo verás. Una vez que los comunistas sean aplastados —se volvió hacia Willi—, esta locura remitirá. Me apuesto la vida. —Sin embargo, cuando llegaron a la Alexanderplatz, no dejó que Willi se apeara hasta que no se hubieron abrazado—. Cuídate, hermano, ¿de acuerdo? —Fritz tenía lágrimas en los ojos. Willi sintió un dolor en la garganta. No había un antinazi más declarado en Alemania que Fritz. Los dos viajaban ya en el mismo barco.

Cuando Willi se apeó del taxi, todo parecía igual que siempre. La gente seguía entrando y saliendo del Tietz, y los largos tranvías amarillos pasaban como una exhalación. Pero al cruzar Dircksen Strasse para dirigirse a la Dirección General de la Policía, vio que la esvástica ya ondeaba sobre la entrada Seis. Sobre todas las entradas.

—No debería haber venido. —Ruta lo miró de hito en hito cuando lo vio llegar.

Willi no estaba muy seguro de por qué lo había hecho. ¿Por orgullo? ¿Por cabezonería? ¿Por simple estupidez?

—Es demasiado horrible siquiera para ser descrito —susurró la mujer, que siguió dándole vueltas a su molinillo de café mecánicamente—. Han hecho una purga en todo el cuerpo… han despedido a todos los agentes que no sean nazis. Y han fundado una policía secreta completamente nueva. ¡Oh, Willi…! ¿por qué ha vuelto?

—Bueno, bueno. Mira lo que nos ha traído el viento. No pensé que tuvieras tanto descaro.

Era Thurmann, con su bigote de lápiz inclinado por una sonrisa.

—Mi predicción fue acertada, ¿eh, Kraus? Ganaste tu pequeña batalla. —De su pecho pendía una flamante placa de Inspektor–Detektiv—. Pero la guerra la hemos ganado nosotros. —Su sonrisa se alargó hasta convertirse en una mueca de desprecio—. Bueno, recoge tus cosas y sal de aquí antes de que te dé tu merecido. Y en cuanto a usted, abuelita —miró a Ruta con furia—, más vale que se ande con pies de plomo. Hoy es un nuevo día, por si no lo había notado. Y ahora, dese prisa con ese café.

Mientras Willi recogía sus cosas, Gunther entró, cabizbajo. Llevaba puesto un uniforme gris claro, y un brazalete con la esvástica que le rodeaba el brazo.

—Ahora estoy en la
Geheime Staatspolizei
—dijo con voz temblorosa—. Policía secreta. En pocas palabras, la Gestapo.

—Willi le dio la espalda—. Por favor, jefe, entiéndalo: mi vida, mi familia, todo está aquí. No sé hablar ningún otro idioma.

Willi siguió recogiendo sus cosas. ¿Podía decir honradamente que habría hecho algo diferente de estar en el pellejo de Gunther?

Gunther tragó saliva, y su nuez se deslizó arriba y abajo por su cuello blanco.

—Yo no tengo escapatoria. Pero usted debe marcharse. —No voy a ir a ninguna parte.

—Va a tener que hacerlo. —De repente, los ojos azules del muchacho le aguantaron la mirada—. Si quiere ver crecer a sus hijos. —Willi dejó de empaquetar. Las mejillas de Gunther se estremecieron—. Todos los nazis encarcelados han recibido un indulto. Una orden personal del propio Hitler. Los médicos de Sachsenhausen ya están libres. Y si supieran que he estado hablando con usted, me detendrían, pero… su nombre está… ¡en una lista de ejecución! —Gunther levantó la vista al cielo y se le quebró la voz—. ¡Oh, Dios mío, jefe!, ¿cómo pueden salir impunes de esto? No hay ninguna justicia. Usted me lo enseñó todo. Y ahora, ¿de qué me va a servir?

Willi se pasó el resto de la tarde en el café Rippa, fingiendo leer un periódico, absolutamente incapaz de pensar. Sabía que tenía que hacerlo, pero era como si su mente se hubiera calado en mitad del tráfico. Bebió café y permaneció allí sentado. Siguió bebiendo café y siguió allí sentado. Por la noche, una desagradable sacudida hizo arrancar su cerebro de un empujón. Que su nombre estuviera en una lista de ejecución significaba que ya no podía dormir en su casa.

Se acercó en su coche para recoger todo cuanto pudiera. En Nuremberger Strasse había varias mujeres delante de su edificio, discutiendo. «¡Quita tus manos de ahí!». «¡Yo la cogí primero!». Willi reparó en que era la mesa de su comedor lo que se disputaban. Al levantar la vista, vio que las ventanas de su casa estaban abiertas y todas las luces encendidas. Unos guardias de asalto estaban arrojando sus libros y sus fotografías a la calle; la foto de su abuelo se estrelló contra la acera. Retrocedió, y al volver al coche, su cuerpo y su mente se partieron en dos. Una mitad de él no era capaz de aceptar que aquello estuviera ocurriendo; la otra mitad se alejó de allí, conduciendo como un loco.

Los árboles del bosque se alargaban hacia él con dedos amenazadores mientras avanzaba a toda velocidad por la oscura y sinuosa carretera, camino de la casa de Fritz. Los chalés brillaban aquí y allá en la noche. Le entraron ganas de ponerse a gritar desesperadamente, como si eso le fuera a ayudar. Pero al enfilar el largo camino de acceso a la casa de Fritz, se sumió en un silencio sepulcral. En lo alto de la colina, la casa estaba a oscuras. Pisó el freno y dejó de respirar. Había dos turismos negros aparcados delante de la casa. Se aferró al volante. ¡Dios mío! En ese momento, media docena de guardias de asalto sacaban por la puerta a Fritz, la tez blanca como la de un fantasma, el miedo reluciendo sombríamente en sus ojos. Había salvado a Fritz muchas veces, pero aquellos matones iban armados con subfusiles. No podía hacer otra cosa que rezar para que no lo localizaran a él también. Las palabras de Fritz esa mañana resonaron en su cabeza. «Es sólo pasajero, Willi», «Me apuesto la vida». En el preciso instante en que Fritz estaba a punto de ser empujado al interior de uno de los vehículos, su viejo camarada de armas levantó la vista y su mirada se encontró con la de Willi. «¡Huye, maldito idiota!», gritaron sus ojos.

Willi dejó que el coche se deslizara hacia atrás.

—¡Eh, tú! —Resonó una ráfaga de disparos, y un sonoro golpe arrancó un trozo de techo del coche de Willi. Metió la primera como un loco y pisó el acelerador a fondo. Hubo más disparos mientras metía la segunda y aceleraba hasta perderse en la oscuridad. Siguió un ruido de puertas al cerrarse de golpe, el rugido de un motor y unos neumáticos que chirriaron sobre la grava al arrancar a toda velocidad. Iban tras él.

Willi sabía que sólo necesitaba salir del bosque para dejar atrás a aquellos bastardos. Pero las carreteras que atravesaban Grunewald eran tan estrechas y sinuosas como oscuras y totalmente desconocidas para él. Podía ver los faros por el retrovisor, lo bastante atrás para que tuviera una posibilidad de sacárselos de encima, pero siempre que mantuviera una velocidad constante. Giró bruscamente a la derecha en el primer cruce, y luego a la izquierda. Los faros seguían allí. Al ver un claro, pisó el freno a fondo y derrapó para cambiar de sentido. Cuando salió disparado en sentido contrario, alcanzó a ver las caras enfurecidas de los nazis. Se encogió cuando abrieron fuego enloquecidamente contra él y le inutilizaron uno de los faros. Willi había conseguido aumentar la distancia en media manzana. Los nazis derraparon en el mismo sitio para cambiar de sentido y reanudaron la persecución. Al bajar una pronunciada pendiente y tomar una curva, unas luces que se acercaban en sentido contrario lo cegaron de inmediato. Si eran más nazis, estaba perdido, pensó, desplazándose a la derecha cuanto pudo. Cuando el coche pasó por su lado como una exhalación, pudo ver de nuevo. La oscuridad, eso era; una oscuridad absoluta. Guiado por un único faro, pisó a fondo el acelerador y salió disparado todo lo deprisa que se atrevió.

Aquello no podía estar ocurriéndole a él, se repetía mentalmente una y otra vez. No estaba siendo perseguido en Berlín por unos criminales reconvertidos en policías. Otra rápida ráfaga de balas lo sacó volando de su cuerpo y lo mantuvo flotando sobre el bosque. Entonces vio realmente al BMW que huía a toda velocidad del turismo negro. Él, el Inspektor–Detektiv que había perseguido y apresado a los criminales más atroces, era en ese momento un delincuente prófugo. ¡Qué rematadamente infantil había sido al creer que la justicia era un derecho que el hombre tenía en la tierra! Desde su panorámica a vista de pájaro, él se perdía en la oscuridad. Odiaba el bosque, y cuanto más luchaba desesperadamente para librarse de él, más confuso y más nervioso se volvía, hasta que la desesperanza empezó a oscurecerle la visión, provocándole una sensación de ahogo.

Una potente luz lo rescató. Un cartel iluminado al borde de la carretera, con una larga flecha que apuntaba como el mismo brazo de Dios: «Entrada — Autopista de Avus». El aire volvió a llenar sus pulmones cuando entró a toda velocidad en la autopista vacía. Pisó el acelerador a fondo y el BMW rugió. Aunque seguía viendo al turismo negro, su persecución ya sólo le daba risa. En cuanto el pequeño cupé deportivo plateado se convirtió en un bólido —100, 110, 120— no hubo más que dejar que siguiera así.

Capítulo 30

D
e nuevo en Berlín, no supo adonde ir; era un hombre sin hogar en su propia ciudad. Los neones parpadeaban en las calles vacías de una ciudad inquietantemente muerta en aquella segunda noche de gobierno de los nazis. Caminó sin rumbo durante horas, y al final se acordó de la tarjeta que llevaba en la billetera. Pero cuando llegó a Tiergarten Strasse, la tensión le agarrotaba hasta tal punto la garganta que apenas fue capaz de hablar.

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