Willi vio ponerse tenso al guardia, a todas luces horrorizado aunque demasiado asustado para demostrarlo, en lo que fue una vivida ilustración de lo efectivo que era el terror nazi. Para muestra, un botón.
—Ach so.
—El hombre mostró una sonrisa desdichada. Y cuando Kai gritó
«Heil
Hitler!»,
la barrera se levantó rápidamente.
El enorme Reichstag gris se alzaba negro y estoico, con la luz plateada de la luna reflejada en su cúpula de cristal. Todas las esperanzas de Willi, todos sus temores, parecían mirarse en aquella luz. Giraron hacia la esquina sudoeste y se detuvieron en la entrada de servicio Tres. Después de llamar al timbre, esperaron a que apareciera el vigilante nocturno, que los dejó entrar sin que aparentemente le preocupara que no fueran el equipo habitual. Empujando dos carretillas cargadas con las bolsas de la ropa limpia, avanzaron por el largo pasillo y pasaron junto a una escalera de granito que subía a la primera planta antes de llegar al almacén de la ropa limpia. Willi abrió la puerta con la llave que colgaba de su bata. Una vez dentro, miró su reloj. Las 21:05.
—Descarga eso, Kai. —Willi empezó a empujar las bolsas fuera de la carretilla. Todavía tenía que encontrar la llave que abriera el almacén, localizar las cajas y esconderlas en sacos, antes de volver a cargarlas en el camión. No podían despertar sospechas por permanecer demasiado tiempo allí dentro.
—¿Qué ha sido eso? —Willi se quedó inmóvil.
—Yo no he oído nada.
Willi, sí. Cristales rotos. En el piso de arriba.
Llevaron las carretillas vacías prácticamente corriendo por un largo pasillo donde se amontonaba la ropa blanca, hasta que llegaron al pasillo trasero. Allí, en la oscuridad, divisaron una puerta: «Almacén del personal». Bien. Pero Kai temblaba con tanta violencia sosteniendo la linterna mientras Willi manejaba torpemente las llaves maestras, que el efecto estroboscópico parecía acelerar el movimiento, como en una película antigua. Contrólate, le entraron ganas de gritarle a Willi. Una de éstas tiene que funcionar. Es la ley. Además, vamos bien, sólo son las 9:08. Pero… ¿qué es ese olor a quemado?, ¿alguien está cocinando arriba? Al probar con la quinta llave, el pestillo cedió. Amén. En cuanto Willi empujó la puerta, dos violentas detonaciones sonaron por encima de sus cabezas. Dos inconfundibles disparos. A la luz de la linterna, vio dos dedos negros de humo que avanzaban lentamente hacia ellos.
—Espera aquí —susurró Willi, decidido a averiguar qué demonios estaba ocurriendo. Cual velocista olímpico, recorrió el pasillo a toda prisa y se detuvo en la escalera de granito. La oscuridad era absoluta. Pegándose a la pared, empezó a subir sigilosamente, rezando para que no apareciera el vigilante nocturno. Entonces se detuvo a mitad de su ascenso. Alguien corría arriba. ¿Uno o varios? No sabría decirlo. No oía más que ecos, unos pasos frenéticos; luego, silencio. El olor a humo era verdaderamente espantoso. Al llegar al último escalón, se quedó paralizado por el asombro. Los techos de madera labrada estaban al rojo vivo. Se oyeron risas enloquecidas por el pasillo, y unas sombras oscuras bailaron por las paredes de la cámara de los plenos. ¿Era un hombre… o muchos? Imposible saberlo. Pero alguien estaba prendiendo fuego al lugar. ¡Era un incendio provocado!
—¡Alto! —oyó que ordenaba una voz demasiado familiar detrás de él. Sintió un retortijón en la garganta. ¡Qué desastre! Se le hizo un nudo en el estómago—. ¡Manos arriba!
Obedeció y se volvió lentamente, y entonces se fijó en la larga Luger negra que le apuntaba y en la cara cerosa de Herbert Thurmann, que subía las escaleras hacia él.
—Bueno, bueno, bueno. —Su fino bigote de lápiz se arqueó con verdadero placer—. Sabía que no tramabas nada bueno, Kraus. —Cuando se acercó, el regocijo expandió su sonrisa—. Desde que te vi en el exterior de la Dirección de la Policía, cuando abordaste a tu secretaria, te he estado siguiendo. Muy negligente por tu parte no haberlo advertido.
El Opel negro, recordó Willi.
—Así que has perdido facultades, ¿eh, chico judío? Deberías haberte marchado de Alemania cuando tuviste la oportunidad. —Toda la cara pálida de Thurmann refulgió por la sensación de triunfo. Qué bien se lo estaba pasando; igual que un gato ajeno a todo menos a la dicha de torturar a su presa. Así que no prestó la menor atención a la enigmática figura que Willi divisó a la izquierda de donde se encontraban y que en ese momento corría de aquí para allá por el restaurante del Reichstag—. Bueno, el juego ha terminado para ti. —Para todos vosotros, los infrahumanos, parecía estar diciendo Thurmann.
Su arrogancia, su sádico entusiasmo hicieron que a Willi le ardiera el estómago. Qué final más triste. No sólo para él, sino para Ruta, a la que sin duda también detendrían. Y para aquellas cajas de abajo. Y para sus pobres pequeños Erich y Stefan, que jamás volverían a ver a su padre.
De repente, todo el restaurante se convirtió en una vorágine de fuego; el pirómano había hecho bien su trabajo. Un inmenso estrépito de cristales y cubiertos distrajo la atención de Thurmann. Willi aprovechó la oportunidad para propinarle su justo castigo. Utilizando la cabeza, lo embistió directamente en el estómago, derribándolo y haciendo que soltara la Luger, que salió resbalando por el suelo lustroso. Una inesperada respuesta en forma de golpe en el plexo solar dejó sin respiración a Willi y le nubló los ojos con un sudario negro. Débilmente se percató de que Thurmann alargaba la mano hacia atrás buscando su pistola. Willi supo que había llegado el momento. Era el final… para uno de los dos. Y de lo más profundo de su ser sacó una fuerza hasta entonces desconocida.
Saltó sobre Thurmann, lo agarró por la garganta y apretó ambos pulgares contra su esófago. La expresión de Thurmann mudó del regocijo al susto, y de ahí al terror. Intentó librarse de aquellos pulgares asesinos con todas sus fuerzas, pero la furia de Willi se había vuelto implacable. ¡Esto por Putzi!, pensó, lleno de una atrabilis vengativa y feliz de ver el bigote de lápiz de Thurmann retorcerse agónicamente entre convulsiones. ¡Y por Gina Mancuso y todos aquellos desgraciados que torturasteis y asesinasteis en Sachsenhausen! A Thurmann se le hinchó la cara y se puso azul, y sus ojos, tan arrogantes y santurrones hacía un instante, se dieron la vuelta dentro de las cuencas. Willi sólo había matado antes a un hombre en combate cuerpo a cuerpo, durante la guerra, cuando había hundido una bayoneta en el pecho de un soldado francés, y había sentido náuseas al oír el brutal crujido de la caja torácica. Pero aquello era diferente. Aquello era justicia. Aquel nazi tenía que morir.
Y cuando las manos del enemigo temblaron con un último repiqueteo y su cabeza cayó inerte a un lado con los ojos abiertos de par en par, Willi se sintió feliz.
Se quitó de encima rodando e intentó recuperar el resuello, hasta que se percató de que era humo, y no aire, lo que le entraba en los pulmones. Toda la pared de su izquierda se había convertido en una cortina de humo. Sacando fuerzas de flaqueza, volvió a bajar la escalera a trancas y barrancas, y se quedó atónito cuando encontró a Kai desplomado sobre un costado en el pasillo, que se había convertido en un túnel de humo negro. Tenían que salir de allí. Pero ¡no sin las pruebas! Tiró del muchacho para levantarlo y lo empujó al interior del almacén, donde dirigió desenfrenadamente la linterna a un lado y a otro, buscando aquellas cajas. Von Schleicher había prometido que allí abajo habría una montaña de cosas, probablemente su única certidumbre fiable, meditó Willi mientras recordaba morbosamente la garantía del general de que «dentro de un año ni siquiera recordará el nombre de Hitler». El corazón le dio un brinco. ¡Allí estaban! A sólo doce metros, apiladas al otro lado de la habitación en dos ordenados montones.
Reanimado por el aire fresco, Kai lo ayudó a meter la carretilla por la puerta. Pero apenas la hubieron introducido en el almacén, cuando el techo entero relampagueó como la parte inferior de una estufa de gas. Willi se volvió y se encontró con una lluvia de chispas que llenaba el cuarto de la ropa blanca, donde todos los estantes de los manteles estaban ardiendo. En ese momento, también había empezado a arder parte del almacén. Tenían que irse; cualquier dilación significaba la muerte. Pero ¿cómo podía permitir que todo aquello por lo que tanto había luchado —empezó a toser—, por lo que Putzi había muerto, todas aquellas historias de terror contenidas en las cajas, se convirtiera en humo? Empezó a dirigirse hacia ellas. «¡Papá!», oyó gritar a sus dos hijos, pero hizo caso omiso. «Willi, por favor…»; era Ava. Le ardía la garganta, las cenizas quemaban. No prestaba atención a nada que no fueran aquellas cajas que tenía delante.
«¡Por amor de Dios!, ¿qué estás haciendo?». Willi no se lo podía creer. ¡Era Vicki! No sólo la oyó, sino que la vio caminar hacia él a través de las llamas, con su pelo corto permanentado brillando bajo la luz, relucientes sus ojos achinados. «Esas ochocientas cincuenta personas están muertas, Willi. Tu padre está muerto. Yo estoy muerta. Nada de lo que hagas podrá hacernos volver jamás».
¿Es a eso a lo que se reduce todo?, deseó preguntarle. ¿Toda su carrera, toda su vida… se resumía en un gran esfuerzo inconsciente por traer de vuelta a los muertos? Pero ella se desvaneció, y en su lugar apareció su primo Kurt, que lo saludaba alegremente con la mano: «Vente a Tel Aviv. —Estaba en traje de baño—. Las puestas de sol en el Mediterráneo, Willi… son magníficas. Jamás extrañarás Berlín. Puede que un poco la comida».
«Márchate, Willi —le ordenó Vicki—. Vete. Por los niños. Por el futuro».
El aire era abrasador. Kai respiraba con dificultad. Las llamas se acercaban lentamente. Las cajas de sus pruebas se estaban desvaneciendo detrás de una cortina impenetrable de humo. Ya no quedaba tiempo. Recordó al hombre aquel cayendo de la sede de los comunistas, agitando los brazos para contrarrestar la gravedad. Había cosas contra las que no se podía luchar. Contra los huracanes y contra los terremotos no había justicia. Era la decisión más dolorosa que jamás había tomado. Desgarrado, como si dejara atrás la mitad de su cuerpo, la mitad de su mente, la mitad de Dios sabía qué más, agarró al muchacho y huyó, guiándolo a través de un laberinto de pasillos que estaban tan vacíos y negros como su corazón. Al haber memorizado los planos de planta, al menos conocía el camino de salida.
Huyeron a trompicones a Sommer Strase, resollando y cubiertos de hollín. La oscuridad era absoluta y estaba helando. Con el ruido y el caos, nadie reparó en ellos. Los camiones de los bomberos llegaban aullando desde todas las direcciones. Los horrorizados espectadores se llevaban las manos a la frente y señalaban con los dedos, y en sus caras destellaba un rojo nauseabundo. Todo el Reichstag era un infierno por cuyas ventanas, por cuyo techo, por cuya cúpula salían unas lenguas de fuego largas y diabólicas que lo lamían todo. Pero, parados justo a su lado, un puñado de individuos ataviados con impermeables y sombreros Fedora parecían extrañamente animados.
—Por fin —dijo uno febrilmente, los ojos ardiendo con el mismo brillo que el edificio—. La tan ansiada hora ha llegado. Tu tenebrosa noche ha terminado, Alemania. Esas llamas nos gritan: levantaos. ¡Levantaos!
—La policía se ha puesto en movimiento con la ayuda de las SA, Führer.
—Quiero a todos los dirigentes comunistas pasados por las armas… esta noche. A los colaboradores de los comunistas. A los amigos de los comunistas. A los socialdemócratas. A cualquiera que se interponga en nuestro camino.
—Jawohl!
—Y mañana empezaremos con el resto.
Willi se llevó a rastras a Kai, deseando echar a correr, queriendo salir volando de allí y no volver a mirar atrás. Pero el impulso fue demasiado irresistible y, al igual que la mujer de Lot, se volvió una última vez, convirtiéndose en una columna de amargura. Las vigas maestras de hierro que soportaban la cúpula de cristal del Reichstag se retorcieron en una letal agonía y todo aquel hermoso símbolo de la libertad se derrumbó con un estruendo infernal. Él, mejor que nadie, comprendió que aquello era algo más que un mero edificio ardiendo; algo más que las pruebas de Sachsenhausen.
En aquellas llamas se iba el futuro de millones de personas.
H
uía en la oscuridad que precedía al amanecer, conduciendo hacia el oeste por Tiergarten Strasse y la Breitsheidplatz, pasando bajo la iglesia conmemorativa del Káiser Guillermo, cuando sus campanas dieron amargamente la hora. En la Ku–damm, los grandes anuncios de neón colgaban apagados de las fachadas de los edificios racionalistas. Sólo unas cuantas personas que pascaban a sus perros la transitaban. Un tranvía amarillo pasó traqueteando, el primero del día. La primera edición del
Berlín am Morgen
estaba llegando a los quioscos. Al cabo de una hora, los carteros estarían haciendo su ronda, como bien sabía Willi; las cortinas se correrían en un millón de pisos y las almohadas y mantas colgarían de los alféizares. Los caballeros recorrerían a caballo los viejos senderos imperiales del Tiergarten, y los oficinistas y las secretarias entrarían a raudales en las estaciones del U–Bahn y el S–Bahn. Tietz abriría sus puertas giratorias. Ruta molería sus granos de café, en la Dirección General de la Policía se pondrían manos a la obra. Y todo eso sin él.
Estaba demasiado embotado para preocuparse. El regreso del Reichstag aquella noche con las manos vacías fue el peor trayecto de toda su vida; peor que la marcha tras la capitulación en 1918; peor incluso, aunque de manera diferente, que cuando, sumido en la estupefacción, había abandonado el hospital arrastrando los pies, después de la muerte de Vicki. Tras entregar a Kai las llaves maestras para que se las devolviera a Ruta, todavía con la bata de la lavandería y lleno de polvo y mugre, había atravesado lentamente la oscuridad, con los ojos demasiado doloridos y sobrecargados para asimilar lo que veía. Camiones con Camisas Pardas de las SA que recorrían las calles a toda velocidad; filas de prisioneros en las aceras, con las manos levantadas, muchos todavía en pijama, algunos con carteles colgándoles del cuello: «Soy un cerdo comunista». En la sede del Partido Socialdemócrata, las máquinas de escribir y las mesas salían volando por las ventanas; no lejos de allí, delante de una floristería destrozada, un hombre y una mujer en ropa interior sujetaban unos ramos de gladiolos y eran obligados a gritar: «¡Soy un rojo traidor! ¡Estas flores son para mi tumba!».