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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

Los sueños de la casa de la bruja (2 page)

BOOK: Los sueños de la casa de la bruja
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Ese ser, de tamaño no mayor que el de una rata grande y al que las gentes del pueblo llamaban caprichosamente «Brown Jenkin», parecía haber sido fruto de un notable caso de sugestión colectiva, pues en 1692 no menos de doce personas atestiguaron haberlo visto. También los rumores recientes acerca de él coincidían de una manera desconcertante e incomprensible. Los testigos decían que tenía el pelo largo y forma de rata, pero que la cara, con afilados dientes y barba, era diabólicamente humana, en tanto que sus zarpas parecían diminutas manecillas. Llevaba recados de la vieja al diablo y se alimentaba con la sangre de la hechicera que sorbía como un vampiro. Su voz era una especie de risita detestable y podía hablar todos los idiomas. De las múltiples monstruosidades que Gilman veía en sus pesadillas ninguna le provocaba tanto pavor y repugnancia como aquel malvado y diminuto híbrido, cuya imagen se le presentaba en forma mil veces más odiosa de lo que su mente despierta había deducido de los viejos legajos y los rumores modernos.

Las pesadillas de Gilman consistían por lo general en soñar que caía en abismos infinitos de inexplicable crepúsculo coloreado y llenos de confusos sonidos, abismos cuyas propiedades materiales y de gravitación Gilman ni siquiera podía concebir. En sus sueños ni caminaba ni trepaba, ni volaba ni nadaba, ni reptaba; pero siempre experimentaba una sensación de movimiento, en parte voluntario y en parte involuntario. No podía juzgar bien acerca de su propio estado, pues brazos, piernas y torso siempre le resultaban imposibles de ver, desvanecidos en alguna clase de alteración de la perspectiva; pero percibía que su organización física y sus facultades quedaban transmutadas de manera mágica y proyectadas oblicuamente, aunque conservando una cierta grotesca relación con sus proporciones y propiedades normales.

Los abismos no estaban vacíos, sino poblados de indescriptibles masas anguladas de sustancia de colorido ajeno a este mundo, algunas de las cuales parecían orgánicas y otras inorgánicas. Algunos de los objetos orgánicos tendían a despertar vagos recuerdos dormidos, aunque no podía formarse una idea consciente de lo que burlonamente imitaban o sugerían. En los últimos sueños empezó a distinguir categorías independientes en las que los objetos parecían dividirse y que suponían en cada caso una especie radicalmente distinta de normas de conducta y de motivación básica. De estas categorías, una le pareció que incluía objetos algo menos ilógicos y desatinados en sus movimientos que los pertenecientes a las demás.

Todos los objetos, tanto los orgánicos como los inorgánicos, eran completamente indescriptibles, e incluso incomprensibles. A veces Gilman comparaba los inorgánicos a prismas, a laberintos, a grupos de cubos y planos, y a edificios ciclópeos; y las cosas orgánicas le daban sensaciones diversas, de conjuntos de burbujas, de pulpos, de ciempiés, de ídolos indios vivos y de intrincados arabescos vivificados por una especie de animación ofidia. Todo cuanto veía era indescriptiblemente amenazador y terrible, y si uno de los entes orgánicos parecía, por sus movimientos, haberse fijado en él, sentía un terror tan espantoso y horrible que generalmente se despertaba sobresaltado. De cómo se movían los entes orgánicos no podía decir más que de cómo se movía él mismo. Con el tiempo observó otro misterio: la tendencia de ciertos entes a aparecer repentinamente procedentes del espacio vacío, o a desvanecerse con igual rapidez. La confusión de gritos y rugidos que retumbaba en los abismos desafiaba todo análisis en cuanto a tono, timbre o ritmo, pero parecía estar sincronizada con vagos cambios visuales de todos los objetos indefinidos, tanto orgánicos como inorgánicos. Gilman experimentaba el continuo temor de que pudiera elevarse hasta algún grado insufrible de intensidad durante alguna de sus oscuras e implacables fluctuaciones.

Pero no era en estas vorágines de alienación total cuando veía a Brown jenkin. Aquel horror abominable estaba reservado para ciertos sueños más ligeros y vívidos que le asaltaban inmediatamente antes de caer profundamente dormido. Gilman permanecía echado en la oscuridad, luchando para mantenerse despierto, cuando una leve claridad parecía relucir en torno a la centenaria habitación revelando en una neblina violácea la convergencia de los planos angulados que de manera tan insidiosa se habían apoderado de su mente. El horror parecía salir del agujero de las ratas en el rincón y avanzar hacia él, deslizándose por las tablas del suelo combado, con una maligna expectación en su diminuto y barbado rostro humano; pero, afortunadamente, el sueño siempre se desvanecía antes que la aparición se acercara demasiado a él para acariciarlo con el hocico. Tenía los dientes diabólicamente largos, afilados y caninos. Gilman trataba de taponar el agujero de las ratas todos los días, pero noche tras noche los verdaderos habitantes de los tabiques roían la obstrucción, fuera lo que fuera. En una ocasión hizo que el casero clavara una lata sobre el orificio, pero a la noche siguiente las ratas habían abierto un nuevo agujero, y al hacerlo habían empujado o arrastrado un curioso trocito de hueso.

Gilman no informó de su fiebre al doctor, pues sabía que si ingresaba en la enfermería de la Universidad no podría pasar los exámenes, para cuya preparación necesitaba todo su tiempo. Aun así, le suspendieron en cálculo diferencial y en psicología general superior, aunque le quedaba la esperanza de recuperar el terreno perdido antes de terminar el curso.

En marzo, un nuevo elemento entró a formar parte de su sueño preliminar, y la forma de pesadilla de Brown jenkin comenzó a verse acompañada por una nebulosa sombra que fue asemejándose cada vez más a una vieja encorvada. Este nuevo elemento le trastornó más de lo que pudiera explicar, pero acabó por decidir que era igual a una vieja con la que se había encontrado dos veces en el oscuro laberinto de callejas de los abandonados muelles. En aquellas ocasiones, la mirada maliciosa, sardónica y aparentemente injustificada de la bruja, casi le había hecho estremecer, especialmente la primera vez, cuando una rata de gran tamaño, que atravesó la boca en sombras de un callejón vecino, le hizo pensar irrazonablemente en Brown Jenkin. Y pensó que aquellos temores nerviosos se estaban reflejando ahora en sus desordenados sueños.

No podía negar que la influencia de la vieja casa era nociva, pero los restos de su morboso interés le retenían allí. Se dijo que las fantasías nocturnas se debían sólo a la fiebre, y que cuando desapareciera se vería libre de las monstruosas visiones. No obstante, aquellas apariciones tenían una absorbente vivacidad y resultaban convincentes, y siempre que despertaba conservaba una vaga sensación de haber vivido gran parte de lo que recordaba. Tenía la horrenda certidumbre de haber hablado en sueños olvidados con Brown Jenkin y con la bruja, los cuales le habían apremiado para que fuese a alguna parte con ellos a encontrarse con un tercer ser más poderoso.

Hacia finales de marzo empezó a mejorar en matemáticas, aunque las otras asignaturas le fastidiaban de un modo creciente. Estaba adquiriendo una habilidad intuitiva para resolver ecuaciones riemannianas, y asombró al profesor Upham con su comprensión de la cuarta dimensión y de otros problemas que sus compañeros ignoraban. Una tarde se discutió la posible existencia de curvaturas caprichosas en el espacio y de puntos teóricos de aproximación, o incluso de contacto, entre nuestra parte del cosmos y otras regiones diversas tan remotas como las estrellas más lejanas o los mismos vacíos transgalácticos, e incluso tan fabulosamente distantes como unidades cósmicas hipotéticamente concebibles más allá del continuo tiempo-espacio einsteniano. La forma en que Gilman trató el tema dejó admirados a todos, aunque algunas de sus ilustraciones hipotéticas provocaron un aumento de las siempre abundantes habladurías sobre su nerviosa y solitaria excentricidad. Lo que hizo que los estudiantes sacudieran la cabeza fue su teoría sobriamente enunciada de que un hombre con conocimientos matemáticos fuera del alcance de la mente humana podía pasar de la Tierra a otro cuerpo celeste que se encontrara en uno de los infinitos puntos de la configuración cósmica.

Para ello, dijo, sólo serían necesarias dos etapas: primero, salir de las esfera tridimensional que conocemos, y segundo, regresar a la esfera de las tres dimensiones en otro punto, tal vez infinitamente lejano. Que esto se pudiera hacer sin perder la vida era concebible en muchos casos. Cualquier ser procedente de un lugar del espacio tridimensional podría sobrevivir probablemente en la cuarta dimensión; y la supervivencia en la segunda etapa dependería de qué parte extraña del espacio tridimensional eligiera para su reentrada. Los habitantes de algunos planetas podían vivir en otros, incluso en astros pertenecientes a otras galaxias o a similares fases dimensionales de otro continuo espacio-tiempo, aunque, naturalmente, debía existir un inmenso número de ellos mutuamente inhabitables, aunque fueran cuerpos o zonas espaciales matemáticamente yuxtapuestos.

También era posible que los habitantes de una zona dimensional determinada pudieran soportar la entrada en muchos dominios desconocidos e incomprensibles de dimensiones más numerosas, o indefinidamente multiplicadas, de dentro o de fuera del continuo tiempo-espacio dado, y lo contrario podría darse. Esto era cuestión de conjetura, aunque se podía estar bastante seguro de que el tipo de mutación que supondría pasar de un plano dimensional dado al plano inmediatamente superior no destruiría la integridad biológica tal como la entendemos. Gilman no podía explicar muy claramente las razones que tenía para esta última suposición, pero su vaguedad en este punto quedaba más que compensada por su claridad al tratar otros temas muy complejos. Al profesor Upham le causó especial placer su demostración de la relación que existía entre las matemáticas superiores y ciertas fases de la magia transmitidas a lo largo de los milenios desde tiempos de indescriptible antigüedad, humanos o prehumanos, cuando se tenían mayores conocimientos acerca del cosmos y de sus leyes.

Alrededor del 1 de abril, Gilman estaba muy preocupado porque la fiebre no desaparecía. También le inquietaba lo que sus compañeros de hospedaje decían acerca de su sonambulismo. Parece que se ausentaba frecuentemente de la cama, y los crujidos de la madera del suelo de su habitación a ciertas horas de la noche despertaron más de una vez al huésped de la habitación de abajo. Aquel sujeto habló también del ruido de pies calzados durante la noche; pero Gilman estaba seguro de que en esto se equivocaba, porque sus zapatos y también el resto de la ropa siempre estaban en su sitio por la mañana. En aquella casa vieja y deteriorada podían experimentarse las sensaciones más absurdas. ¿Acaso el propio Gilman no estaba seguro de oír, en pleno día, ciertos ruidos, aparte del rascar de las ratas, procedentes de las negras bóvedas situadas más allá de la pared inclinada y del techo descendente? Sus oídos, de sensibilidad patológica, comenzaron a captar débiles pasos en el desván, cerrado desde tiempo inmemorial, encima de su habitación, y algunas veces la ilusión de tales pasos tenía un realismo angustioso.

Sin embargo, sabía que su sonambulismo era cierto, pues dos noches habían encontrado vacía su habitación con toda la ropa en su lugar. Se lo había asegurado Frank Elwood, el compañero de estudios, cuya pobreza le había obligado a hospedarse en aquella escuálida casa, de manifiesta impopularidad. Elwood había estado estudiando hasta la madrugada, y subió para que Gilman le ayudara a resolver una ecuación diferencial, encontrándose con que no estaba en su cuarto. Había sido algo atrevido de su parte abrir la puerta, que no estaba cerrada con llave, después de llamar y no recibir respuesta, pero necesitaba ayuda y pensó que a Gilman no le importaría demasiado que lo despertara suavemente. Pero Gilman no estaba allí ninguna de las dos veces, y cuando Elwood le contó lo sucedido se preguntó dónde podía haber estado vagando, descalzo y sólo con sus ropas de dormir. Decidió investigar el asunto si continuaban las noticias acerca de sus paseos sonámbulos, y pensó en esparcir harina sobre el suelo del pasillo para averiguar a dónde se dirigían sus pisadas. La puerta era la única salida concebible, ya que la estrecha ventana daba al vacío.

Avanzado el mes de abril, llegaron a oídos de Gilman, aguzados por la fiebre, las dolientes plegarias de un hombre supersticioso que arreglaba telares llamado Joe Mazurewicz, y cuya habitación se encontraba en la planta baja. Mazurewicz había contado absurdas historias acerca del fantasma de la vieja Keziah y de aquel ser husmeante, peludo y de dientes afilados, afirmando que algunas veces le perseguían de tal manera que sólo su crucifijo de plata (que con ese propósito le había regalado el padre Iwanicki, de la iglesia de San Estanislao) podía darle algún alivio. Ahora rezaba porque se acercaba el Sabbath de las brujas. La víspera del primero de mayo era la Noche de Walpurgis, cuando los espíritus infernales vagaban por la tierra y todos los esclavos de Satanás se congregaban para entregarse a ritos y actos indecibles. Siempre era una mala fecha en Arkham, aunque la gente de categoría de la avenida Miskatonic y de las High y Saltonstall Streets pretendían no saber nada acerca de ello. Ocurrirían cosas desagradables, y probablemente desaparecerían uno o dos niños. Joe sabía de estas cosas, pues su abuela, en su país de origen, lo había oído de labios de la suya. Lo más prudente era rezar el rosario en este período. Hacía tres meses que ni Keziah ni Brown jekin se habían acercado a la habitación de Joe, ni a la de Paul Choynski, ni a ningún otro sitio, y esto era un mal síntoma. Algo deberían estar tramando.

El día 16, Gilman fue al consultorio del médico y se sorprendió al comprobar que su temperatura no era tan alta como había temido. El médico le interrogó a fondo y le aconsejó que fuese a ver a un especialista de los nervios. Gilman se alegró de no haber consultado al médico de la Universidad, un hombre más inquisitivo. El viejo Waldron, que ya anteriormente le había restringido el trabajo, le hubiera obligado a tomarse un descanso, cosa imposible ahora que estaba a punto de obtener grandes resultados con sus ecuaciones. Se encontraba indudablemente próximo a la frontera entre el universo conocido y la cuarta dimensión, y nadie era capaz de predecir hasta dónde podría llegar.

A veces se preguntaba sobre el motivo de tan extraña confianza, incluso cuando pensaba así. ¿Provenía este peligroso sentido de inminencia de las fórmulas con que cubría tantos papeles día tras día? Los pasos amortiguados, furtivos e imaginarios del clausurado desván le alteraban. Y ahora, además, tenía la creciente sensación de que alguien estaba tratando de persuadirle constantemente de que hiciera algo terrible que no podía hacer. ¿Y el sonambulismo? ¿A dónde iba algunas noches? ¿Qué era aquella leve sugerencia de sonido que a veces parecía vibrar a través de la confusión de rumores identificables, incluso a plena luz del día y en plena vigilia? Su ritmo no correspondía a nada terreno, como no fuera a la cadencia de uno o dos innombrables cantos de aquelarre, y algunas veces temía que correspondieran a ciertos atributos de los vagos gritos o rugidos oídos en aquellos abismos soñados totalmente extraños.

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