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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (26 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Aquí ya no vio más. Tuvo que ir tanteando de roca en roca, subiendo la montaña, por un camino que había estudiado con exactitud durante el día. Cada sonido era importante. Cheun registraba la más mínima variación del eco que producían sus pasos. El sendero era empinado y peligroso.

Estaba sin aliento cuando llegó al campamento de guardia de los hombres. Éstos habían erigido su posición en el lado de la montaña que miraba hacia el campamento de abajo. Alguien le saludó con un golpe en los hombros. Cheun tomó la mano y reconoció a Onnen, el líder de la tribu.

—¡Cheun! ¿Cómo están las cosas abajo? ¿Se tranquilizan de nuevo los viejos con sus cuentos?

Cheun resopló despectivo. Podía sentir la presencia de los otros hombres, el sonido de su respiración y de sus movimientos. Había miedo en el aire y rabia, la impotente desesperación de no poder hacer nada para defenderse del enemigo.

—Soleun está contando las viejas leyendas. Dice que sólo necesitamos esperar hasta que los enemigos se hundan en su propia maldad.

Unas risas aisladas surgieron de la oscuridad, duras y cortas, como ladridos. A Cheun le comenzó a hacer daño el viento que soplaba allí arriba, suave e imperceptible, pero frío y mordiente. Los agujeros de la nariz parecían helarse y perder sensibilidad.

—¿Ha sucedido algo en la frontera? —preguntó Cheun a la noche impenetrable.

—No —dijo alguien.

Cheun fue tanteando hacia adelante, hasta que pudo mirar hacia la llanura. Allí estaba la otra luz, la luz del enemigo. Unas líneas apenas perceptibles de luz azul oscuro marcaban el discurrir de la frontera fortificada. La luz era tan difusa que no se podía reconocer ningún detalle, sólo los contornos angulosos de unas máquinas colosales que habían sido conducidas hasta la frontera.

Cheun se acordó de cómo había visto cuando niño aquella imagen por primera vez. Antes la frontera había sido una valla de alambre, infinita e insignificante, que mataba a todo el que se acercara con un rayo y que por las noches brillaba con aquella centelleante luz azul como una amenaza constante. Un día habían venido las máquinas, lentamente, como grandes animales de acero gris. Había sido una columna sin fin, y se habían colocado las unas junto a las otras hasta que por fin el frente de máquinas en movimiento había alcanzado de horizonte a horizonte.

Él había estado allí de pie y había estado esperando a ver qué pasaba. Su tribu no había esperado, había tomado sus pocos haberes y había huido. Pero desde lo lejos los había llegado a ver: vinieron hombres que desmontaron la valla. Y tan joven como Cheun era, había comprendido que lo hacían para dejar el camino libre a la Tierra Gris, al enemigo que quería matarlos a todos aunque ellos no le hubieran hecho nada.

Y así había seguido siendo. Una y otra vez habían tenido que huir, cada vez más hacia el norte y cada vez el clima se había ido haciendo más frío y la comida cada vez más escasa. A veces habían tenido que luchar contra otra horda en cuyo territorio se habían introducido durante su fuga. Y ahora habían llegado al borde de la rocosa cordillera del norte. Ahora sólo quedaba el camino hacia un frío mortal, desiertos estériles donde perecerían entre rocas peladas y escarpadas gargantas.

—¿Qué piensas tú, Cheun? —preguntó Onnen, de pronto junto a él.

Cheun se estremeció. No había oído llegar al líder, hasta tal punto había estado sumergido en sus pensamientos y recuerdos.

—No sé a dónde podríamos huir esta vez —explicó—. No nos queda más que el desierto de rocas y más allá el hielo eterno. Da igual lo que hagamos, sólo podemos elegir entre una muerte rápida y una lenta.

—¿Y qué eliges tú?

—Yo elijo siempre la lucha.

Onnen guardó silencio un instante.

—Había planeado que nos fuéramos en dirección a la salida del sol, cuando tuviéramos que irnos de nuevo. Si las noticias son ciertas, hay allí valles cálidos, un suelo rico y muchos animales bien alimentados. Pero habría sido una larga marcha y para sobrevivir a ella habríamos necesitado la próxima cosecha. El ataque ha llegado demasiado pronto. Los enemigos avanzarán en los próximos días y destruirán nuestros últimos campos allá abajo, y si todavía estamos aquí, nos matarán a nosotros.

—Entonces no nos queda otra cosa que huir y dejar atrás a los viejos y débiles —afirmó Cheun. Él había tenido que abandonar una vez a su madre enferma durante una de las huidas y había visto desde lejos cómo su cabaña desaparecía bajo el fuego del enemigo.

—Tengo otro plan —dijo Onnen—. Vamos a intentar detenerlos.

De pronto Cheun no estuvo seguro de si todo aquello no era simplemente un mal sueño. ¿Detenerlos? ¿Qué decía el líder? Ninguna de sus armas sería capaz de arañar siquiera los colosos de acero del enemigo.

—¿Cómo piensas hacer eso?

—Quiero matar a uno de ellos y quitarles sus armas —declaró Onnen sereno—. Nuestras armas no afectan a sus máquinas, pero si dirigimos hacia ellas sus propias armas, quizás tengamos una oportunidad.

Era un sueño. Una pesadilla.

—Onnen, hay miles de máquinas. Incluso aunque destruyeras a una de ellas no cambiaría nada…

—Pero si conquistamos una y atacamos a las otras con ella, ¡eso cambiaría algo!

—Nos superan en número, Onnen. Destruye una y otra acudirá en su lugar.

La voz del líder sonó de pronto afilada e impaciente.

—¿No has dicho que tú eliges siempre la lucha, Cheun?

Cheun guardó silencio.

—Ésta es nuestra única oportunidad para actuar —explicó Onnen. Puso su brazo sobre el hombro de Cheun y, aunque no podía verlo, Cheun supuso que el líder señalaba a la planicie, a la frontera—. Han desmontado la valla que lanza los rayos y sus máquinas están lo suficientemente lejos las unas de las otras como para que un hombre pueda penetrar entre ellas. Y mira bien, entre las máquinas la luz es muy débil. Podemos colarnos ocultos por la oscuridad dentro de la Tierra Gris y atacarles por detrás. Seguramente no cuentan con ello. Esperaremos hasta que uno de ellos ande solo y lo mataremos con una flecha.

Cheun tuvo que admitir que Onnen había pensado bien su plan. Habían visto por el día como a menudo personas aisladas andaban de acá para allá detrás de la fila de máquinas rodantes. La Tierra Gris no ofrecía escondrijo alguno, pero no era necesario mientras todavía estuviera oscuro. Atacarían por un lado por el que el enemigo no contaba con un ataque y como las máquinas estaban envueltas en su pálida luz azul, podrían ver al enemigo, pero éste a ellos no.

Y era mejor morir en lucha que en el campamento de los enfermos.

—Te sigo —dijo Cheun.

Onnen le dio una palmada en los hombros, contento, pero también aliviado.

—Lo sabía.

Puesto que la arriesgada empresa había sido ya decidida, no dudaron ni un instante. Onnen reunió a los hombres a su alrededor y les dijo una vez más lo que tendrían que hacer. Señaló a uno de los más jóvenes para el puesto de guardia que quedaría atrás, hizo que comprobaran las pocas armas que tenían —hachas de piedra, jabalinas, arcos y flechas—, y luego comenzaron a bajar hacia los campos.

Encontraron su camino incluso en las tinieblas. Los dedos tanteaban en busca de piedras que sobresalían y ramas muertas, de musgos polvorientos y hendiduras en las piedras. Los pies resbalaban sobre los cantos rodados, encontraban escalones y hoyos y salientes de roca. Todos sabían dónde tenían que agacharse y dónde tenían que tener cuidado para no caerse.

Cheun sintió cómo una cruda rabia ardía en su corazón y avivaba su espíritu de lucha. Él había reprimido a menudo su odio hacia los enemigos, porque le hacía daño reconocer su absoluta inferioridad, su absoluta impotencia. La mera idea de que podría ser posible infligir al todopoderoso enemigo al menos una herida dolorosa abrió ahora la compuerta del odio acumulado durante toda una vida y le llenó de una impía energía.

Habían venido de otro mundo para matar y destruir, e incluso si había habido alguna vez un motivo para ello, había sido ya olvidado al menos desde que existía memoria. ¿Y qué sucedería cuando hubieran terminado su obra sin sentido, cuando hubieran matado a todos y hubieran cubierto el mundo entero con sus rocas grises? Quizás sucedería de un modo muy diferente a como contaban las leyendas. Quizás tuvieran que destruir al enemigo para poder ver las estrellas.

Finalmente sintió la seca hierba de la pradera en las canillas. Su boca estaba seca y sabía que las de los otros estaban igual. Nadie decía una palabra.

Marchaban hacia el resplandor azul, sobre secos y quebradizos matojos, a través de zarzas raquíticas que les traicionaban con sus crujidos y sobre jóvenes tallos que crecían en los campos y que nunca llegarían a madurar. La negrura a su alrededor los envolvía, se extendía sin límites en todas direcciones exceptuando el brillo azul oscuro delante de ellos que alcanzaba de un confín del mundo al otro. No se oía nada más que el sonido de sus pasos y de su respiración. Todos los animales, incluso los más pequeños roedores e insectos, huían de las fronteras de la Tierra Gris. Sólo ellos se acercaban.

Cuando tuvieron los campos detrás de sí, Onnen detuvo al grupo.

—Tenemos que pensar muy bien cómo vamos a actuar —murmuró—. Pienso que lo mejor será ir en grupos de a dos. Cada grupo buscará una ranura para colarse por entre los vehículos y nos encontraremos después al otro lado de la Tierra Gris. E iremos unos detrás de otros, no todos de una vez. ¿O alguien tiene una proposición mejor?

Nadie dijo nada. Las manos tantearon en la oscuridad, formaron en silencio grupos de a dos.

—Así que, ¡vamos! —susurró el líder.

El primer grupo se deslizó rápidamente. Al cabo de un rato se hicieron visibles los cuerpos de los dos jóvenes guerreros recortados contra la luz de la frontera. Delante de los vehículos del enemigo tenían un aspecto inesperadamente pequeño y frágil y Cheun fue consciente gracias a la comparación de lo enormes que eran las máquinas: altas y siniestras montañas de metal sobre ruedas blindadas.

Agitó la cabeza involuntariamente. Los enemigos eran los servidores del mal, sí, y eran más fuertes. Eran fuertes sin medida. Eran los vencedores y serían los vencedores por los siglos de los siglos.

Y no les quedaba nada más que una muerte honorable. Al menos ésta les traería la liberación de una vida de huida eterna y sufrimientos sin esperanza.

Dos vibrantes sonidos, como dos latigazos, atravesaron el aire helado de la noche e hicieron estremecerse a los que esperaban. Con horror vieron cómo ambos guerreros se derrumbaban con los brazos agitándose en el aire.

—¡Alto! —Onnen gritó para parar al segundo grupo que ya se había puesto en camino.

Sin moverse, se quedaron allí y esperaron. No sucedió nada, todo se quedó quieto.

—Tenemos que pensar algo —susurró Onnen, por fin—. Parece que no hay forma de entrar, aunque la valla no esté. Tenemos que pensar en otra forma…

Cheun alargó la mano y le tocó el brazo.

—No tiene sentido, Onnen. Si no podemos entrar en la Tierra Gris, no podemos conseguir nada.

—¡Me niego a renunciar sin más! —susurró Onnen con rabia—. Tenemos que pensar otra vez…

De pronto se oyó un tono bajo y zumbante en el aire que poco a poco se fue haciendo más lento, un tono como de sonido de truenos en la lejanía. Cheun se dio la vuelta, intentó hallar el origen del ruido. Sonaba amenazador.

—El ataque —susurró alguien—. Ha comenzado.

—Jamás han atacado de noche —insistió Onnen con testarudez.

Un gruñido agudo se añadió, como el zumbido de una mosca que se acercaba sin remedio. Cheun estaba ahora seguro de que provenía de las cadenas de los enormes vehículos. Y cada vez sonaba más alto y más chillón.

—Cierto —dijo—. Aquí están.

Entonces la luz estalló sobre ellos, insoportablemente brillante después de la completa oscuridad, abrumadora en su amplitud que alcanzaba de horizonte a horizonte. Se estrelló tan inesperadamente contra sus ojos que no se lo esperaban, que pareció más clara que el sol, más clara que cien soles. Cheun apretó los puños delante de los ojos cerrados y pese a ello penetraba la luz a través de sus párpados, como si la apretaran contra ellos, y le dolían.

Y luego tembló el suelo bajo sus pies y él supo lo que esto significaba: las máquinas del enemigo se habían puesto en marcha y rodaban ahora hacia él, incontenibles.

—¡Retroceded! —gritó, mientras iba tropezando hacia atrás, todavía con los ojos cerrados y llorosos, en los que la luz quemaba como fuego. El sordo gruñido de los colosos grises llenaba el aire, el crepitante sonido de sus ruedas aplastando todo y el estallido de piedras y cantos rodados bajo ellas. De pronto hubo tanto ruido que no podía oír a los otros.

Y entonces aparecieron de nuevo aquellos agudos y penetrantes sonidos a los que cada vez les seguían gritos de sus camaradas. Cheun corría, corría por su vida y la de su tribu. Dentro de él rabia y miedo y ambas cosas le hacían crecer alas en las piernas. Lucha. También esto podía ser lucha. A veces luchar significaba correr, alejarse de un enemigo más poderoso e intentar todo para escapar.

De nuevo un estallido como un latigazo muy por detrás y esta vez le había acertado a él. Sintió un crudo dolor, una especie de relámpago que le atravesaba todo el cuerpo y le empujaba hacia delante como un inesperado golpe en la espalda. Involuntariamente, sin detenerse en su carrera, alargó la mano hacia el lugar donde el dolor tenía su origen y a través de las lágrimas vio sangre en su mano. Mucha sangre.

El enemigo le había acertado, pero aún vivía. No tiraría la toalla Seguiría corriendo. El enemigo había cometido un fallo. También el enemigo cometía fallos a veces. Tampoco esos colosos tenían un poder ilimitado. Él había ido lo suficientemente lejos como para poder escapar. Escaparía. Lo conseguiría. Estaba sangrando, sí, pero eso no significaba nada. Luchaba. Corriendo. Seguir corriendo. Él elegía siempre la lucha. Él, el guerrero. Él, Cheun, de la estirpe de Oneun. Consiguió llegar hasta el pie de la montaña, consiguió avanzar también una parte del camino que conducía hacia arriba, el cual estaba ahora envuelto en luz brillante, antes de venirse abajo.

Esta vez era el final. Cheun yacía con los ojos cerrados, sobre la espalda, las manos apretadas sobre la herida, y sentía cómo la vida se le escapaba. Con una claridad extraña supo que moriría y solamente sentía pena por su tribu, que ahora tendría que huir sin sus guerreros a través de un desierto inhóspito y muerto en el que todos perecerían.

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