Artie no se sorprendió mucho al verme cuando bajó del tren. Había hecho aquello muchas veces: visitarle inesperadamente e ir a esperarle al tren. Me agradaba hacerlo, y él siempre se alegraba de verme. Y siempre me hacía sentirme bien comprobar que él se alegraba de que estuviera esperándole. Pero aquel día, mirándole con detenimiento, pude darme cuenta de que no se alegraba tanto como otras veces.
—Vaya, ¿qué haces tú aquí? —dijo, pero me dio un abrazo y me sonrió.
Tenía una sonrisa sumamente dulce para ser hombre, su sonrisa infantil de siempre que no había cambiado.
—Vine a salvarte —dije alegremente—. Pam te ha descubierto al fin.
Se echó a reír.
—Dios santo, ese cuento otra vez —los celos de Pam eran siempre motivo de risa.
—Sí —dije—. Tus llegadas tarde, esas llamadas telefónicas a las tantas, y ahora, por último, la prueba clásica: carmín en la camisa.
Me sentía muy bien porque, mirando a Artie y hablando con él, me daba cuenta de que todo era un error.
Pero de pronto Artie se sentó en uno de los bancos de la estación. Parecía muy cansado. Me quedé de pie junto a él, y empecé a sentirme un poco inquieto.
Artie alzó la vista hacia mí. Vi en su cara una extraña expresión de lástima.
—No te preocupes —le dije—. Yo lo arreglaré todo.
Intentó sonreír.
—Merlin el Mago —dijo—. Será mejor que te pongas tu jodido sombrero mágico. Por lo menos siéntate, anda.
Encendió un cigarrillo. Pensé de nuevo que Artie fumaba mucho. Me senté a su lado. Oh, demonios, pensé. Mi pensamiento giraba vertiginosamente intentando dar con un medio de arreglar las cosas entre él y Pam. Pero estaba seguro de algo: no quería mentirle a ella ni que Artie le mintiera.
—No estoy engañando a Pam —dijo Artie—. Y eso es todo lo que quiero decirte.
Yo le creía, desde luego. Nunca me había mentido.
—Está bien —dije—. Pero tienes que decirle lo que pasa porque, si no, va a volverse loca. Me llamó al trabajo.
—Si se lo digo a Pam, tendré que decírtelo a ti —dijo Artie—. Y tú no quieres saberlo.
—Vamos, dímelo —dije—. ¿Qué demonios más da? Siempre me lo has contado todo. ¿Qué es lo que pasa?
Artie dejó caer el cigarrillo en el suelo de cemento del andén.
—De acuerdo —dijo.
Me puso una mano en el brazo y sentí de pronto una súbita sensación de amenaza. Cuando éramos niños y estábamos solos, siempre hacía aquello para consolarme.
—Déjame acabar. No me interrumpas —dijo.
—Está bien —dije yo. Sentía de pronto calor en la cara. No podía imaginar qué me iba a decir.
—Durante los últimos dos años he estado intentando encontrar a nuestra madre —dijo Artie—. Saber quién es, dónde está, qué somos. Hace un mes la encontré.
Me levanté. Aparté mi brazo del suyo. Artie se levantó e intentó calmarme.
—Es una borracha —dijo—. Se pinta los labios. Tiene muy buen aspecto, pero está absolutamente sola en el mundo. Quiere verte, dice que no pudo evitar...
Pero le interrumpí.
—No me digas más —dije—. No vuelvas a decirme nunca nada de este asunto. Tú haz lo que quieras, pero yo la veré en el infierno antes de verla viva.
—Bueno, vamos, vamos —dijo Artie.
Intentó cogerme del brazo otra vez, pero me aparté y enfilé hacia el coche. Artie me siguió. Entramos y conduje hasta la casa. Cuando llegamos, ya me había tranquilizado y pude darme cuenta de que Artie estaba nervioso, así que le dije:
—Será mejor que se lo cuentes a Pam.
—Lo haré —dijo Artie.
Paré frente a la entrada.
—¿Vienes a cenar? —preguntó Artie.
Estaba de pie junto a la ventanilla abierta, y de nuevo me apoyó la mano en el brazo.
—No —dije.
Le vi entrar en su casa, con el mayor de los niños, que aún estaba jugando en el césped cuando llegamos. Entonces me fui. Conduje lenta y cuidadosamente; había procurado acostumbrarme durante toda mi vida a ser más cuidadoso cuando la mayoría de la gente lo era menos. Cuando llegué a casa, me di cuenta por la cara de Vallie que sabía lo ocurrido. Los niños estaban en la cama, y ella me había puesto mi cena en la mesa de la cocina. Cuando estaba comiendo, me acarició la nuca y el cuello al pasar. Luego se sentó enfrente, a tomar café, esperando que yo empezase a hablar del asunto. De pronto, recordó algo:
—Pam quiere que la llames.
Llamé. Pam quería disculparse por haberme metido en aquel lío. Le dije que no era ningún lío, y le pregunté si se sentía mejor ahora que sabía la verdad. Rió entre dientes y dijo:
—Demonios, creo que hubiese preferido una amante.
Estaba contenta de nuevo. Y ahora nuestros papeles se habían invertido. Por la mañana de aquel día, había sentido lástima por ella. Ella era quien estaba en un terrible peligro y yo el que iba a rescatarla o a intentar ayudarla. Ahora ella parecía pensar que era injusto el que los papeles se hubiesen cambiado. Por eso quería disculparse. Le dije que no se preocupara.
Pam pasó a lo que quería decirme después:
—Merlyn, supongo que no dirás en serio lo de tu madre, lo de que no quieres verla.
—¿Me cree Artie? —le pregunté.
—Dice que lo ha sabido siempre —dijo Pam—. Que no te lo habría dicho antes de prepararte. Que yo fui la causa de que lo hiciera. Ahora me echa a mí la culpa de todo.
Me eché a reír.
—Mira —dije—, el día empezó mal para ti y ahora acaba mal para mí. Él es la parte ofendida. Mejor él que tú.
—Sí, claro —dijo Pam—. Mira, de veras que lo siento.
—No tiene nada que ver conmigo —dije.
Y Pam dijo que muy bien, que muchas gracias, y colgó.
Valerie estaba esperándome. Me miraba atentamente. Pam le había informado y puede que hubiese hablado incluso con Artie y éste le hubiese explicado cómo debía manejar las cosas. Por eso ella actuaba con precaución. Pero creo que no captaba realmente el asunto. Sin duda, ella y Pam eran buenas mujeres, pero no entendían. Sus padres habían puesto objeciones a que se casaran con huérfanos sin antecedentes rastreables. Yo imaginaba las historias horribles que debían contarse sobre casos similares. ¿Y si hubiese una enfermedad o locura hereditaria en nuestra familia? O sangre negra o sangre judía, o sangre protestante, en fin toda esa mierda. Pues bien, ahora aparecía una magnífica prueba cuando ya no hacía falta. Pensé que Pam y Valerie no debían sentirse demasiado felices con el romanticismo de Artie y su afán de dar con el eslabón perdido de una madre.
—¿Quieres que venga a casa para que vea a los niños? —preguntó Valerie.
—No —dije yo.
Parecía apesadumbrada y un poco temerosa. Me di cuenta que pensaba en la posibilidad de que sus hijos la rechazasen algún día.
—Es tu madre —dijo Valerie—. Ha tenido que ser muy desgraciada.
—¿Sabes lo que significa la palabra huérfano? —dije yo—. ¿La has buscado alguna vez en el diccionario? Significa un niño que ha perdido a sus padres por muerte. O la cría de un animal que ha sido abandonada o que ha perdido a su madre. ¿Cuál prefieres?
—De acuerdo —dijo Valerie.
Parecía horrorizada. Fue a ver a los niños y luego entró en nuestro dormitorio. La oí entrar en el baño y prepararse para irse a la cama. Me quedé hasta tarde leyendo y tomando notas, y cuando me acosté ella estaba profundamente dormida.
Todo terminó en un par de meses. Artie me llamó un día y me contó que su madre había desaparecido otra vez. Quedamos en vernos en la ciudad y cenar juntos para poder hablar a solas. Nunca podíamos hablar de aquello con nuestras esposas delante, como si nos diese demasiada vergüenza que ellas se enteraran. Artie parecía contento. Me dijo que ella había dejado una nota. Me explicó también que ella bebía muchísimo y que siempre quería ir a los bares a buscar hombres. Que era una buscona de mediana edad, pero que le agradaba. Había conseguido que dejara de beber, le había comprado ropa nueva, le había alquilado un apartamento muy bien amueblado, le había estado pasando una pensión. Ella le había contado cuanto le había sucedido. En realidad, no había sido culpa suya. Ahí le interrumpí. No quería oír más.
—¿Vas a buscarla otra vez? —le pregunté.
Artie esbozó su triste y dulce sonrisa.
—No —dijo—. Sabes, en realidad no hice más que molestarla. En el fondo no le agradaba tenerme al lado. Al principio, cuando la encontré, se dedicó a interpretar el papel que yo quería que interpretase, creo, por cierto sentimiento de culpabilidad, pensando quizás que de algún modo me ayudaba dejándome que me cuidara de ella. Pero creo que no le gustaba. Incluso se me insinuó una vez, creo, sólo por divertirse un poco —se echó a reír—. Yo quería que viniese a casa, pero no quiso. En realidad, da igual.
—¿Y cómo se tomó Pam todo el asunto? —pregunté.
Artie soltó una carcajada.
—Ay Dios mío, estaba celosa hasta de mi madre. Tendrías que haber visto qué cara de alegría puso cuando le dije que todo había terminado. Y he de confesarte algo, hermano, recibiste la noticia sin inmutarte.
—Porque de todos modos me importa un carajo —dije.
—Sí —dijo Artie—. Ya sé. Da igual. Además, no creo que te hubiese gustado ella.
Seis meses después, Artie tuvo un ataque al corazón. Fue un ataque de gravedad media, pero se pasó varias semanas en el hospital y luego un mes sin trabajar. Iba a verle todos los días al hospital, y él no hacía más que insistir en que había sido una especie de indigestión, en que se trataba de un caso indefinido. Yo bajé a la biblioteca y leí cuanto pude sobre ataques cardíacos. Descubrí que su reacción era corriente entre las víctimas de ataques cardíacos y que a veces tenían razón. Pero Pam estaba aterrada. Cuando Artie salió del hospital, le sometió a una dieta rigurosa, tiró todos los cigarrillos que había en casa y dejó de fumar para que Artie pudiese hacerlo también. A él le resultó duro, pero lo dejó. Y puede que el ataque le asustara porque a partir de entonces empezó a cuidarse más. Daba los largos paseos que le había recomendado el médico, comía moderadamente y ni siquiera tocaba el tabaco. Seis meses después, tenía mejor aspecto que nunca en su vida. Y Pam y yo dejamos de dirigirnos miradas asustadas siempre que él salía de la habitación.
—Ha dejado de fumar, gracias a Dios —decía Pam—. Fumaba tres paquetes al día. Ésa fue la causa.
Yo decía que sí, pero no lo creía. Siempre creí que la verdadera causa fueron aquellos dos meses que se pasó intentando recuperar a su madre.
Y en cuanto Artie se puso bien, empezaron los problemas para mí. Me quedé sin trabajo en la publicación literaria. No por culpa mía, sino porque echaron a Osano y tuvieron que echar también a su brazo derecho.
Osano había capeado todas las tormentas. Su desprecio por los círculos literarios más poderosos del país, la intelectualidad política, los fanáticos de la cultura, los liberales, los ecologistas, el movimiento de liberación de la mujer, los izquierdistas; sus escapadas sexuales, sus apuestas, su utilización del puesto que ocupaba para prestigiarse con vistas al Nobel. Más un libro de ensayo que publicó en defensa de la pornografía, no por su valor social redentor, sino como placer antielitista de los intelectualmente pobres. Por todo ello, a los editores les hubiese gustado echarle, pero la circulación del suplemento se había duplicado desde que él se hiciera cargo de la dirección.
Por entonces, yo ganaba bastante dinero. Escribía muchos artículos que firmaba Osano. Podía imitar perfectamente su estilo y él me adoctrinaba con una charla de quince minutos indicándome lo que pensaba sobre un tema particular, opiniones siempre brillantes y disparatadas. Me resultaba fácil escribir el artículo basándome en lo que él me explicaba. Luego, él llegaba, le daba unos toques magistrales y nos repartíamos el dinero. Y ese dinero, la mitad de lo que él cobraba, era el doble de lo que me pagaban a mí por un artículo.
Pero ni siquiera fue éste el motivo de que nos echaran. La causante fue Wendy, su ex mujer. Aunque quizá sea injusto decir esto, Osano nos liquidó; Wendy le dio el cuchillo.
Osano había pasado cuatro semanas en Hollywood y entre tanto yo había dirigido la publicación en su lugar. Él estaba completando una especie de acuerdo con la gente del cine, y durante las cuatro semanas utilizamos un correo para pasarle los artículos de crítica con el fin de que les diese el visto bueno antes de publicarlos. Cuando Osano volvió por fin a Nueva York, dio una fiesta a los amigos para celebrar su regreso y la gran cantidad de dinero que había ganado en Hollywood. La fiesta se hizo en su casa del East Side, que utilizaba su última mujer con sus tres hijos. Osano vivía en un pequeño apartamento-estudio del Village, todo lo que podía permitirse, que era demasiado pequeño para la fiesta.
Yo fui porque él insistió en que fuese. Valerie no fue. No le gustaba Osano ni le gustaban las fiestas fuera de su círculo familiar. Con el tiempo, habíamos llegado a un acuerdo tácito. Nos excusábamos mutuamente las vidas sociales respectivas siempre que era posible. Mi motivo era que estaba demasiado ocupado trabajando en mi novela, mi trabajo fijo y las colaboraciones libres en las revistas. Su excusa era que tenía que cuidar de los niños y no confiaba en baby-sitters. Ambos estábamos satisfechos del acuerdo. Para ella era más fácil que para mí, puesto que yo no tenía ninguna vida social, salvo mi hermano Artie y la oficina.
En fin, la fiesta de Osano fue uno de los grandes acontecimientos del mundo literario de Nueva York. Acudió la gente más destacada de
New York Times Books Review
, los críticos de casi todas las revistas y novelistas con los que Osano aún tenía amistad. Yo estaba sentado en un rincón hablando con la última ex mujer de Osano cuando vi entrar a Wendy y pensé: demonios, problemas. Sabía que no estaba invitada.
Osano la localizó a la vez que yo y se dirigió hacia ella con aquellos andares suyos peculiares que había adoptado los últimos meses. Estaba un poco borracho, y temí que pudiese perder el control y montar un número o hacer una locura, así que me levanté y me uní a ellos. Llegué justo a tiempo de oír a Osano saludarla.
—¿Qué coño quieres tú? —dijo.
Osano podía ser terrible cuando se enfadaba, pero por lo que me había contado de Wendy sabía que era la única persona que disfrutaba sacándole de quicio. Sin embargo, la reacción de Wendy me sorprendió.
Wendy llevaba vaqueros, jersey y un pañuelo a la cabeza. Esto daba a su carita oscura un aire de Medea. Su pelo negro escapaba del pañuelo como una masa de negras serpientes.